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domingo, junio 6

Volver

He vuelto. Un verano sofocante, como tantos otros. Mi hijo mayor ya tiene quince años. Soy una mujer joven de treinta y tantos y hasta ahora no me había atrevido a regresar a esta huerta, que formó parte de mi infancia. No recuerdo quién dijo que no hay que volver a los lugares donde hemos sido felices. No estoy segura. El caso es que le tenía miedo a este encuentro con mi infancia, con esos recuerdos ya desenfocados de un tiempo de cerezas, de higos chorreando su néctar a primera hora de la mañana, de cañaverales poblados de follaje, donde buscábamos pasar desapercibidos, escondrijos perfectos para la fantasía infantil, y también para hacer nuestras necesidades fisiológicas sin ser observados. Muy cerca, el agua transparente del río corre sinuosamente por el estrecho valle, formando meandros, pozos, pequeños recovecos que los niños aprovechan para zambullirse, a pesar de los avisos de las madres. El peligro era mínimo, pero en aquel pequeño universo todo resultaba amenazante. Será por eso por lo que siempre he sido tan cobarde. Tengo miedo a las alturas, a zambullirme en el agua y dejarme ir, disfrutando de la caricia del mar. No me atrae la aventura, siempre he vivido con la prudencia como compañera. Muchas veces me pregunto cómo es que nunca he sufrido ningún accidente de esos tan propios de la infancia con los que te puedes romper un brazo, una pierna, o por lo menos hacerte una saja de esas que requieren puntos. Así es. Para mí era más seguro seguir los consejos sobre los peligros que nos rodeaban y que había que evitar siendo muy obediente. Esa es la palabra: obediente. Una niña que no saca los pies del plato, que no investiga, que no arriesga, que no siente curiosidad por lo desconocido.


Pero allí, en la huerta, excepto las pozas del rio, estaba fuera de peligro. Con mis primas y mi hermana nos asomábamos a verlo correr, dulcemente, sin un signo que anunciara que podría convertirse en un enemigo. Y por eso, nosotras íbamos seguras, decididas y alegres, con nuestro cubo, a capturar pequeñas ranas, a las que luego volvíamos a dejar libres. Ese momento de acercarnos sigilosamente hasta la piedra donde el anfibio tomaba el sol, sin sospechar que alguien podría hacerle daño, era muy emocionante. Nos arrastrábamos hasta el lugar, emulando a un reptil, hasta que la mano traicionera de una de nosotras lograba dejar al animalito fuera de juego. Nos divertía ver a la ranita dar saltos en el cubo.

Era un juego inocente, desprovisto de malicia ni ánimo de maltrato. Esa era la relación más íntima que teníamos con el arroyuelo, donde sólo nos aventurábamos para remojarnos los pies y cazar pacíficas  ranitas. Lo más emocionante de esos ratos en la ribera era pasar de un lado al otro del rio. Saltar de uno en uno los cantos rodados, sorteando la posibilidad de caer al agua y volver a casa empapadas, era todo un reto. A pesar de todo,  lo hacíamos algunas veces para ir al viejo molino a comprar el pan de la semana. Un viaje extraordinario por un camino paralelo al rio, a lo largo del cual descubríamos otras huertas, con sus pequeños cortijos, con la puerta abierta y los vecinos recibiéndonos con una sonrisa siempre amable. Ese recorrido nunca lo hice sola. Siempre iba con alguna de mis primas y mi hermana pequeña.

La vida allí era muy sencilla. Teníamos lo imprescindible para pasar el verano cerca del vergel que había que cuidar para que diera sus frutos. De eso se cuidaba mi abuelo y mi padre. Los niños varones también ayudaban en las tareas más sencillas, como el riego a última hora de la tarde y la recogida de fruta y hortalizas para llevar al mercado. Eran los únicos ingresos con los que contábamos. No echábamos de menos el agua corriente y el cuarto de baño, porque tampoco la teníamos en la casa del pueblo. La comida era tarea de mi madre y de mi abuela. Ambas se encargaban de preparar el fuego y cocinar lo que daba la tierra. Autoabastecimiento puro.

Y el tiempo se alargaba en el campo. El juego era el único trabajo que teníamos las niñas. A veces, una pequeña ayuda, como fregar los platos, los cubiertos y las sartenes en la acequia que corría entre el cortijo de mis abuelos y el de mis padres. El jabón apenas se usaba para ese menester; la tierra era su sustituta y dejaba todo el servicio reluciente. También allí lavábamos la ropa con el jabón que elaboraba la abuela Teresa. En esas tareas, las niñas ensayábamos nuestro rol de mujeres. Que yo recuerde, nunca sentí que era un trabajo fastidioso. Formaba parte del juego.

Al llegar la noche, un negrísimo cielo estrellado acompañaba nuestro descanso en el llano, esperando el sueño reparador, a veces, sobre un viejo colchón tendido bajo el arandal, huyendo del calor del humilde cortijo. Allí cabía todo el que quisiera dormir al fresco y taparse al amanecer, cuando el sol despuntaba por el horizonte.

Por todo esto hoy, al volver al lugar, no he podido, ni he querido reprimir las lágrimas. He buscado la higuera donde jugaba con mis primas; era un árbol no muy grande, cuyas ramas nos ofrecían seguridad y que nosotras revestíamos de fantasía convirtiéndolo en un espacio para inventar historias. No la he reconocido. O la imaginaba de otro tamaño. Nada era como yo lo recordaba. Todo había desaparecido. El tiempo es así de voraz y devastador. Acaba incluso con los trozos de vida de unas niñas que un día fueron felices confundidas con  la naturaleza.                      


sábado, abril 25

La cómoda de la abuela

Abrí los cajones de la cómoda con sumo cuidado. La pobre estaba vieja; tan vieja como aquella estancia, en la que ventanas, puertas y hasta el piso de baldosas rojas descascarilladas, hablaban del abandono de la casa. Durante muchos años, el mueble había lucido su esplendor en el dormitorio de la abuela, una sala grande en la que cada mueble destacaba por sí solo: la cama de hierro y cabezales con terminaciones doradas, una mesa muy elegante, que sustituía al clásico tocador de todos los dormitorios, un arcón, dos mesitas muy altas, y dos o tres sillas. Recordaba ahora esos detalles porque siempre había tenido una querencia especial por la cómoda.
Mama Teresa, que era como llamábamos a la abuela, tenía terminantemente prohibido escudriñar en aquellos grandes cajones; aunque siempre había una oportunidad de  saltarse la norma.

viernes, septiembre 27

Tiempo de churros y turrón de almendra

En estos días me ha dado por arañar en la memoria. Intento encontrar ahí, como en los antiguos baúles, esos tesoros que sólo las niñas soñadoras son capaces de rescatar. Las mejores historias son las que alguien con suficiente imaginación es capaz de inventar aprovechando esos hallazgos del viejo desván. A falta de de esa cualidad imaginativa, yo busco y rebusco; vuelvo al pasado para recomponer estampas de mi vida que han quedado algo borrosas, pero que, de pronto, vuelven para recordarme de donde vengo. Es verdad que mi infancia quedó muy lejos y mi memoria ya no es lo que era; aunque es cierto que a medida que tiras del hilo del recuerdo, la madeja suele desenredarse y de pronto surgen imágenes olvidadas y personajes del pasado remoto que creía enterrados.  
Eso es lo que me ha pasado a mí, mientras miraba los cabezudos y los fuegos artificiales que llegan a través de las redes y me conectan con esa dulce época en la que, niña aún, apenas tuve oportunidad de pavonearme con mis amigas, paseo arriba, paseo abajo, esperando al príncipe azul que me despertara y me llevara a un mundo desconocido y que intuía capaz de enseñarme eso que llaman felicidad.
Paseando por la carretera con 14 años

Para mi madre no existían las fiestas. Desde que yo la recuerdo, vivía prácticamente enclaustrada en la Carrera Alta.

domingo, julio 17

De memoria y olvido

Sentados en la confortable cafetería de un hotel en la Gran Vía madrileña, diría que todos esperan impacientemente el turno, sin saber qué es exactamente lo que tienen que contar. Pero no hay precipitación, aunque en algún momento se cruzan dos conversaciones. Hay ganas de compartir, de conocerse y de colaborar en algo que ni siquiera saben qué puede ser. Al final todos escuchan con atención a sus compañeros, que van, poco a poco, entrando en ese rincón olvidado donde las vivencias duermen silenciosas a la espera de ser rescatadas. Alguien las zarandea, sacude el inconsciente con afecto e interés y de pronto surgen anécdotas, retazos sueltos de la infancia, sin un hilo conductor, pero con la suficiente fuerza emotiva como para arrastrar tras de sí la memoria grupal,  que podría llegar a ser colectiva. Hay en el ambiente una especie de hálito que se percibe como un lazo con el que todos se sienten identificados.


miércoles, noviembre 4

La belleza de los cementerios

Una visita casi obligada al cementerio del pueblo donde nací. Día de Los Santos. Un ritual repetido hasta la saciedad. Mujeres que se afanan una semana antes de la fecha, por dejar como los chorros del oro las sepulturas... Más suntuosas, más humildes, con lápidas de mármol blanco o negro, con los nombres grabados y algún que otro epitafio. Y la zanja, donde antiguamente se enterraban las personas que no podían permitirse comprar un sitio.

viernes, agosto 22

Evocación desde Aroma de Mágina



Mañanas frescas de domingo. Misa de doce,  paseo a la Pililla, falda de piqué blanquísima, pliegues y tirantes, zapatos rojos de charol, siempre a punto para marcarse un twist. Risas que estallan sin motivo, miradas adolescentes que se cruzan en el parque, un vaso de gaseosa la Bedmarense. La vida por delante….

Luego… en la distancia, soñar con un balcón en Mágina, como éste,  que en el verano de mi ocaso tiene aromas de aquel tiempo… churros y chocolate, como en la feria;  que desde el pilar de la rambla hasta la plaza de abastos era una orgia para los sentidos. Voces amigas que se cruzan, mientras Cristóbal trajina y nos prepara el rico desayuno…  sonrisas, recuerdos compartidos,  rostros que ni el tiempo ha borrado.

Un paisaje mil veces recordado. El sinuoso camino de Los Villares y la huerta, a horcajadas sobre la mula, o la mano de mi hermano al pasar el rio, saltando de piedra en piedra… y la choza,  flanqueada por dos higueras; sombra y reposo  del abuelo Juan y de mi padre, en los calurosos veranos; cuando la cosecha de melones pedía vigilancia a tiempo completo.   

Desde aquí,  vuelvo a  recrearme en el horizonte; en esa línea que dibuja Aznaitin en las negras noches bedmareñas. Y siento nostalgia de ese tiempo, perdido para siempre, que fue mi infancia en Bedmar. 

 Teresa Fuentes                                                Agosto de 2014

lunes, abril 28

Rosario y Mº Dolores

Vecinas, amigas, confidentes en un tiempo lejano. Rosario y Mº Dolores, la hija de Antonio el hornero. Ésta, más joven, apoya su brazo en el hombro de la mujer de aspecto más maduro, aunque joven también. Probablemente Rosario estaba de luto por su madre, o por su abuelo... Lo desconozco, porque no sé en qué fecha se tomó esta imagen; una imagen triste, por cierto... Dos mujeres jóvenes, cuyas vidas iban a transcurrir por derroteros parecidos. Nunca hubieran imaginado que acabarían residiendo en una ciudad como Barcelona y allí pasarían la mayor parte de sus vidas.  

martes, octubre 1

El Pregón de fiestas


Me cuesta mucho dejar colgado este video, sin más. Tengo ganas de escribir algo sobre la experiencia que he vivido estos días en Bedmar; pero también me doy cuenta de que el momento bueno para haber escrito fue ese día, o mejor, el día siguiente, que es cuando las emociones estaban a flor de piel. Porque eso de ser pregonera de las fiestas de mi pueblo… bueno, es que he pasado muchas horas un poco como en las nubes; flotando sobre las imágenes, las amables y halagadoras palabras de tantas personas, mis propias impresiones sobre esa noche inolvidable para mí. 

Pues eso, que ya soy profeta en mi tierra; que ya se puede decir que soy una persona completa: he tenido hijos, he escrito un libro, he plantado algún arbolillo… y encima voy y me planto en el balcón de mi pueblo y suelto un discurso de media hora, no más, porque tenía miedo de cansar al sufrido público que se sentó en la plaza dispuesto a escuchar a esa casi desconocida; para algunos completamente desconocida, de nombre Mª Teresa Fuentes Caballero. 


Y no quiero negar lo que de satisfacción íntima ha significado este acontecimiento público. Me fui tan pequeña a Barcelona, que la gente de mi edad se quedó con la imagen petrificada de una adolescente que, como tantos, salió a buscarse la vida, ya que el entorno donde estaba no daba para mucho. Han pasado tantos años… cuarenta y siete, nada más y nada menos, que de esa niña  apenas queda nada. Así que muchos me acaban de descubrir; incluso las niñas que fueron conmigo a la escuela y que jugaron en las empinadas  calles del pueblo,  no me conocían más que en el registro de la cotidianeidad,  de esas cortas visitas que he hecho durante estos años, en las que sólo nos saludábamos apresuradamente por la calle.  Tampoco yo sé mucho sobre ellas, claro está, porque esa distancia ha sido mutua. Hemos hecho nuestra vida, cada cual en su entorno, y cada cual con sus recursos y posibilidades, pero también con los inconvenientes y restricciones que impone la sociedad en la que vivimos. La vida tiene de todo. 

Me ha gustado ser protagonista, ¿para qué negarlo? A nadie le amarga un dulce, dice el refrán. Me he permitido disfrutar de los parabienes, enhorabuenas y cumplidos, más o menos sinceros que me han llegado de tanta gente. Y quiero dejar esto escrito porque a mí, generalmente, me cuesta aceptar los halagos con naturalidad. Será que no he sido educada en ello. Me da mucho apuro; una especie de pudor que me resulta complicado superar.   

Los niños y niñas de mi generación, carecimos de muchas cosas, pero sobre todo de se nos negaron las caricias físicas y psicológicas. Eran tiempos de padres severos;  estrictos, parcos en todo tipo de agasajos, incapaces muchas veces de mostrar los sentimientos. Por entonces no se entendía, como ahora, que había que fomentar la autoestima; que saberse una persona valiosa es algo fundamental para el desarrollo de la personalidad.

Así que…, lo siento, pero he decidido que voy a disfrutar a partir de ahora de las cosas bonitas que digan sobre mí,  y de manera recíproca, prometo expresar mis buenas impresiones sobre la gente que hace algo interesante o bonito.  Por ejemplo: la noche del pregón, me encantó la forma de dirigir del maestro de la banda de música; el movimiento de sus manos me pareció hermoso, lleno de sensibilidad. La mañana del 26, cuando pasó por la calle, tocando la Diana, me acerqué a él y se lo manifesté con naturalidad. Le di una alegría, seguro. 
¡Ay, ay! Como me lea mi hijo Pablo, seguro que va a pensar que a ver cuando va a ser el día en que practique esta generosidad en los piropos con él. Y tiene razón, porque, sinceramente, no he podido escapar de esa educación tan rácana que me tocó vivir y especialmente con los allegados, no suelo ser muy expresiva cuando se trata de valorar lo que hacen. Pues nada, prometo reformarme.

jueves, octubre 11

La Carrera Alta: recuerdos borrosos y nítidos de la vida cotidiana.



En general eran las mujeres las que daban color y vida a mi calle. Barrían la puerta a primera hora de la mañana, mientras daban un repaso a las noticias del pueblo, y a los dimes y diretes;  pasando la brocha con cal de vez en cuando, para que la fachada estuviera en condiciones,  arreglando la casa con alegría, cantando coplas, acompañando con sus voces gastadas los discos dedicados de la radio, que siempre estaba funcionando: Antonio Molina, Marifé de Triana, Juanito Valderrama, Concha Piquer,  Manolo Escobar, Lola Flores… 
Mujer encalando la fachada

martes, octubre 2

La Carrera Alta: frontera de la miseria (3º parte)



¡Para qué vamos a engañarnos! No es oro todo lo que reluce, eso dice el refrán y estoy de acuerdo en lo que refiere a los recuerdos que estoy compartiendo con vosotros.  No sé por qué, pero cuando rememoramos la infancia, solemos cubrirla de cierto idealismo; necesitamos destacar aquellas cosas que en ese momento nos hicieron felices: la gente que nos quiso, los juegos, la inocente amistad, el paisaje que nos vio crecer y que hemos tardado en valorar… Es la nostalgia de lo que perdemos. Como dice la canción de Serrat: No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado,  que lo que perdí.
No es raro que yo haya rescatado todo eso en mis primeros relatos. Pero en los rincones de la memoria hay otras experiencias menos amables, incluso dolorosas, y que, como si de una mudanza se tratara,  al remover los muebles, han aparecido.

martes, septiembre 18

La gente de La Carrera Alta (2º parte)

Lo prometido es deuda. Y ya que empecé diciendo dónde tenía su origen la Carrera, voy a ver si puedo recordar a algunas personas que dejaron huella en mí y que vivían en la zona en esos años.
Al primero que recuerdo es al ciego. Nunca supe cuál era su nombre, aunque creo que le llamaban el ciego el de la Serrana.
  Vivía con su madre en una casa muy humilde  y recorría las calles diariamente sin perderse. Llevaba la mano siempre a punto para que le dieran un cacho de pan, o cualquier otra cosa que llevarse a la boca o al bolsillo. Eran tiempos de miseria, de mucha miseria y ellos eran muy pobres. Cuando pasaba por mi casa llamaba a mi madre: ¡Rosariooooo! Ella siempre le daba algo. Pero no se hacía querer el ciego, ni mucho menos. Tenía muy mal carácter y muchas veces tiraba piedras a los chiquillos que se metían con él. 
El Pelotar, actualmente
En la casa de al lado vivía Consuelo, Consuelo la Malapinta, ¡vaya mote! Sin embargo, de mala pinta nada, porque era una mujer con presencia, al menos yo la recuerdo así. Una vez hubo mucho revuelo porque se juntó con un muchacho con el que tenía relaciones. El muchacho era de otro pueblo y como ella tenía una casa muy grande donde vivía con un hermano soltero,  decidieron vivir juntos. En este caso lo de “irse con el novio” se podría decir que fue “irse con la novia” Ahora esas cosas no tienen ninguna importancia; la gente se va a vivir junta y punto, pero entonces sólo se hacía en algunos casos y no era por gusto.  

miércoles, septiembre 12

Mi calle olía a pan caliente (1ª parte)

Mi calle olía a pan caliente, sobre todo a primera hora de la mañana, cuando, después de la pequeña bronca de cada día para que saltara de la cama, salía corriendo como alma que lleva el diablo, Carrera Alta adelante hacia la calle Jiménez,  donde estaba la escuela de doña Mercedes. Como todas las niñas,  llevaba el  babi blanco abrochado en la espalda, con su cuello  y  su lazo azul marino, rematando el modelo. Me pregunto cómo se las compondrían las madres para llevarnos siempre tan relimpias, teniendo en cuenta que no había agua corriente en las casas…, al menos en la Carrera Alta nadie tenía agua; bueno, para ser más exacta, Visitación la de Currico tenía un pilón con un chorro de agua que daba gloria verlo. Como mi madre tenía mucha amistad con ella, a veces íbamos a lavar algunas cosas que tenían urgencia. De eso me acuerdo bien, y de lo cariñosa que era Visitación. Pero eso ya era al final de la calle, muy cerca del pilar. Qué hermosura de agua caía por aquellos caños, fresquita en verano y calentita en invierno. Y cómo han dejado perder todas las fuentes del pueblo. Una pena. 
Teresa hace unos 10 años, sentada en el pilar de la Carrera Alta

miércoles, enero 18

Hasta San Antón... Pascuas son

Hasta San Antón,  Pascuas son ”.  Así sentenciaban  los viejos cuando, un poco tardíos, visitaban a sus vecinos o familiares con intención de felicitarles por esta fiesta, que se inicia el 24 de diciembre con la Noche Buena. Hasta entonces, incluso hasta la Candelaria, a primero de febrero, las familias se reunían y se deseaban salud y suerte para el año que empezaba.  Y es que no siempre era fácil dejar las obligaciones de la recogida de la cosecha de aceituna para permitirse un rato de aguilandos, mantecaos, anís y risas. A mitad  de enero ya era otra cosa. Si el tiempo había sido propicio, la aceituna estaba recogida y la noche de las lumbres era como el cierre de un ciclo. 
Autor: RAFA QUESADA

 Me quedan pocos recuerdos de esa noche: la noche de San Antón. Pero sí me viene a la memoria la importancia que se daba a la destreza de los muchachos para saltar las lumbres. Con la cañas que agarraban de la ribera del río Cuadros, especialmente las que le compraban a Tirita, se preparaban un punto de apoyo, cogían impulso y, de un salto, lograban atravesar la gran fogata. Era ésta una gesta que, imagino, reforzaba la masculinidad frente a las miradas más o menos pasmadas de las jóvenes de la vecindad.  
Joaquín el de la Bernabela, a la izquierda, saltando una de las lumbres. El de la derecha es el hijo del Mercenario
 Así que San Antón era el momento para quemar un tiempo que se acababa, y decir adiós a lo viejo. Las fiestas del fuego tienen ese significado en nuestra cultura popular.
Las familias más cercanas se reunían en alguna plaza, o en lugares donde las calles se ensanchaban y cada cual aportaba la leña que podía. Se ponían, sobre todo las ramas finas de los olivos, tamarillas de ramón, como le dicen en Jaén. Pero para conseguir que la lumbre aguantara, también se ponían troncos más o menos grandes. No había mucho más para quemar, porque eso de que lo viejo de la casa se echa al fuego en estas ocasiones, es un decir. En aquellos tiempos la gente no se permitía tirar nada. Recuerdo que la lumbre más cercana a mi casa, en la Carrera Alta,  se hacía delante mismo del horno de Mª Dolores y Cristóbal, aprovechando el espacio al final de un callejón que llevaba a la casa de Josico "chaquetas",  un viejo al que yo conocí siempre  solo, a pesar de que tenía familia.
Maria Dolores y Cristóbal, en su horno
Todos, de una u otra forma, participaban en la organización de la noche festiva: unos acaparaban la leña que podían; otros se ocupaban de amontonarla de la forma más adecuada para conseguir la hoguera más vistosa y más difícil de saltar por los mozos. Y ¡cómo no…! se decía que había que participar en la fiesta, vaya, que había que ofrecer un sacrificio al santo, protector de los animales. Si no, se corría el riesgo de que éstos enfermaran y murieran. Así rezaba la tradición y casi todos creían en ella. 
Recuerdo muy bien las enormes calabazas que servían de cena esa noche. Las mujeres se encargaban de  llevarlas a asar,  y a media noche estaban listas para comérselas;  dulcísimas, con aquel color naranja extraordinario y el aroma que desprendían, después de pasar por el horno  de leña.
Desconozco la razón de esta costumbre culinaria, pero lo más probable es que hubiera un excedente de producción “calabacera”.  En una economía de subsistencia, es la única explicación. ¡Ah! También se usaba el maíz seco y preparaban unas enormes fuentes de palomitas… bueno, a decir verdad, nosotros siempre hemos llamado flores  a ese rico y humilde manjar, que, por supuesto, se hacían en el fuego a tierra, en una sartén sobre las estrébedes.
Sartén de flores
 El último San Antón que recuerdo, tal vez en el año 1964... No he olvidado nunca a aquel niño, Esteban, que ya tendría dos años, porque era capaz de marcarse un Twist, con la única música de la que disponíamos: mi voz. 
Esteban, sentado delante del horno de sus padres
Es una imagen que, por lo que sea, ha quedado en mi retina y en mi corazón: en el portal de la panadería, en medio de todo el personal, ni corto ni perezoso, el chiquillo nos deleitó con su gracia. No sé por qué, pero me temo que la maestra en esas artes fui yo misma. Quizás eso explica la permanencia del recuerdo, a pesar de los años… ¡Santo cielo, ¿dónde habrá ido esa maravillosa y sencilla inocencia?     

NOTA:  Como no he tenido tiempo de escribir nada este año, comparto esta entrada, aunque con fotos añadidas.

lunes, agosto 22

Mi huerta en verano: recuerdos de infancia

Los veranos eran largos y calurosos; en las huertas se percibía esa explosión de vida y de color propios de la época: tomates, pimientos, calabazas, habichuelas, melones, sandias, berenjenas, pepinos, higos, manzanas, melocotones, peras… y los granados, esperando el otoño, para dejar ver sus frutos, granates, riquísimos.
Rojo, verde, amarillo, morado, naranja, con todos sus matices y gamas: un vergel, tal y como entonces se decía, casi un paraíso, donde despojarse de las obligaciones de la vida cotidiana en el pueblo.  
                                                                                     
Los hortelanos esperaban las vacaciones escolares, y se instalaban en el rio, que era como se decía entonces a la zona de huertas. Los niños asistíamos ilusionados a los preparativos del traslado; poca cosa, ciertamente, porque la vida en el campo era aún más parca que en el pueblo: un pequeño cobertizo, al que, curiosamente, le llamábamos cortijo. Simplemente una estancia, de unos 40 metros, donde colocábamos una cama consistente en unas patas muy gruesas y cuatro largueros, que servían para construir el armazón donde se colocaba el colchón de lana. 

Era una cama amplia y mullida, donde la gente menuda: mis primos, y mis hermanos pasábamos las siestas, entre risas, cosquillas, confidencias y achuchones más o menos perversos.

El resto…, casi nada: una fuente de graná, para servir el gazpacho, o el puchero, cucharas para todos, sartenes y pucheros de porcelana, algunas sillas de una madera sin pulir y el asiento de esparto… y la mesa, también muy rústica, donde transcurrían las comidas familiares, debajo del arandal, o disfrutando del frescor de la parra.
Recuerdo esos veranos como un tiempo de libertad, de descubrimientos y de pequeñas aventuras, siempre acompañada de mis primos; algunos de mi misma edad, otros más chicos, y los mayores, de los que siempre aprendíamos cosas.
Las mañanas eran especialmente agradables. Fresquísimas y brillantes, se aprovechaban para recoger los productos de la mata o del árbol. Comíamos de lo que producía la huerta. Ahora evoco la imagen de mi abuela con una cesta de mimbre, y yo a su lado, recogiendo unas manzanas blanquísimas, que crujían al hincarle el diente: de cera, les decían. Manzanas de cera. Eran riquísimas. 
Las relaciones de vecindad eran importantes. Las mujeres, sobre todo, se visitaban en las largas y calurosas tardes de estío. Con la labor en la mano, se contaban los dimes y diretes de unas y otras; se hacían confidencias sobre los pretendientes de las muchachas casaderas, de los embarazos a destiempo, de las historias cotidianas en un mundo muy pequeño, en el que las niñas, siempre que nos dejaban, tratábamos de entrar. Una de las vecinas a las que solía visitar mi madre era María la Curi; una mujer muy cariñosa y simpática, que tenía, que yo recuerde, dos hijas. Al menos eran las que estaban en la huerta todo el verano. Tenia un varón que trabajaba en el portal de la casa del pueblo, como zapatero, pero él no recuerdo yo que se instalara en el campo con la familia. Seguramente se debía a sus obligaciones con el oficio.  De esos momentos en la huerta de María, lo que ha quedado más prendido en mí son el frescor del llano, bajo la parra, y la mezcla de aromas cuando se regaban las macetas que adornaban el cortijo: albahaca, don pedros, claveles, geranios...
Mis padrinos y mis abuelos eran los vecinos más próximos y los que acompañaban las largas y negrísimas noches, preñadas de estrellas. Algunas veces no era necesaria ni la pequeña llama del candil de aceite; al fin y al cabo para la charla, las risas y las canciones, la noche estrellada es perfecta.
El agua era el elemento fundamental en la huerta. El rio Cuadros corría lento, transparente y sinuoso a lo largo del pequeño valle. En algunos lugares formaba pequeñas pozas con suficiente profundidad como para zambullirse en el frescor de las aguas. Pero claro, eso lo hacían los niños; a nosotras nos estaba totalmente prohibido adentrarnos en esos mundos que los mayores percibían llenos de peligros y hasta de pecado. Yo me aventuraba, junto con mi hermana y con mis primas, únicamente en las zonas menos profundas y tranquilas. Allí cazábamos pequeñas ranas; una actividad muy divertida, para la que había que tener cierta pericia y, sobre todo, paciencia. Haciendo gala de una cierta perversión infantil, propia de los niños de campo, soltábamos a los pequeños anfibios para que nuestro gatito saltara sobre ellos, con el ánimo clarísimo de reírnos un rato de la escena, aunque intentábamos que el gato no consiguiera su objetivo: atrapar a la ranita. 
 En la acequia que corría, profunda y cenagosa, entre los diferentes cortijos, jugábamos a aprender a nadar, cogidos de una cuerda por la cintura. ¡Qué inocencia la nuestra! Pensábamos que lo conseguiríamos. Pero sobre todo, ese era el lugar donde las mujeres pasaban más tiempo, y las niñas mayores también. Allí se lavaba la ropa, en unas grandes y arrugadas piedras, puestas para ese fin. 
 También era el fregadero para los cacharros de cocina y de los platos, a los que se les echaba tierra para quitarles la grasa. Puedo asegurar que quedaban brillantes. A la ropa no, la ropa, se lavaba con jabón que hacía mi abuela, con el aceite que sobraba en la cocina, al que añadía sosa caústica. Después de restregar bien cada prenda, se tendía al sol enjabonada, para que quedara más blanca, y luego, una vez seca, se aclaraba y volvía al sol. Ni que decir tiene, que el olor que desprendían después los trapos, y la blancura de las sábanas y la ropa interior, no tenían parangón.
¡Ah, que se me olvidaba! La limpieza de los caracoles. Esa era una tarea de las niñas, con la que disfrutábamos, seguramente por la textura de las babas del molusco, semejante a otras secreciones humanas, así que el alboroto estaba asegurado. La acequia era testigo de toda esa preparación, hasta que las madres o la abuela Teresa nos llamaban la atención o se quitaban la alpargata, con el ánimo de asustarnos y poner orden en tanta algarabía caracolera. 
Pegado a la pared posterior del cortijo, junto a la acequia, teníamos montado nuestro taller de cerámica. Con barro, construíamos una casa y tratábamos de amueblarla, del mismo modo. Mi primo Antonio y mi hermano, eran los arquitectos, y las niñas nos ocupábamos de la alfarería. Éramos verdaderos aficionados y conseguíamos moldear el barro hasta obtener distintas vasijas, platos, mesas… Vaya, que la casa quedaba preparada para habitarla. Lástima que como no podíamos cocer la arcilla, en poco tiempo se agrietaba y quedaba totalmente inservible. Pero eso no era problema, porque tiempo era lo que sobraba y volvíamos a la carga.
Las niñas teníamos una higuera, a la que convertimos en nuestro rincón preferido; el lugar íntimo donde subirnos y hablar de nuestras cosas. Allí recuerdo que pasábamos mucho tiempo. Transcurridos muchos años, volví a la huerta y fui directa a comprobar si también mi higuera había desaparecido. La higuera sigue en pié todavía, recordándome que una vez fui niña, que la fantasía y la imaginación fueron compañeros de muchos días de verano y que el tiempo no acaba con todo.
 Una de las escenas que ha quedado prendida en mi memoria es el camino hacia el molino. ¡Cuántas veces lo habré hecho con mi hermana y mis primas! Al recrear este tiempo me doy cuenta de que tal vez esté distorsionando la realidad, pero no lo he olvidado. Como tampoco he olvidado el cariño de un matrimonio que tenía un cortijo a mitad del camino. No tenían hijos, pero amaban a los niños y eso debía ser muy perceptible, porque ha quedado en mi memoria. Como no tenían otra cosa, nos obsequiaban con moras, cerezas y otras exquisiteces de la huerta. Y nosotras, nos dejábamos querer. Mateo y Mª Juana eran sus nombres. Aunque lo había olvidado, las redes han jugado su papel de memoria colectiva y me han hecho dos regalos: la foto en blanco y negro y sus nombres. 
Mateo y Mª Juana, los vecinos amorosos
El molino era una casona muy contundente, construida al borde del rio. De la fuerza del agua obtenían la energía para todo el proceso de elaboración del pan.
A nosotras nos debía parecer algo muy especial, y nuestros padres nos dejaban ir solas. Era una responsabilidad que cumplíamos con total seriedad. Comprábamos el pan para toda la semana y nos divertíamos en el camino, acompañadas de nuestro gatito, que, como un perro, nos seguía sin cansarse. Mi abuela guardaba el pan en una orza, donde se mantenía perfectamente cinco o seis días, para ser consumido. Y estaba riquísimo.
La única oportunidad de diversión en el rio era la celebración de la Virgen de Agosto. Esa fecha se celebraba con la familia y los vecinos de las huertas contiguas. En común se hacían grandes comilonas, se jugaba con el agua, hasta quedar totalmente empapados, y por la tarde, después de dormir la siesta, cuando refrescaba, se organizaba el baile, que se alargaba hasta media noche. La música la componían grupos de aficionados, con instrumentos de cuerda: guitarras, bandurrias y laudes. Las oportunidades para este tipo de divertimentos eran tan escasas, que todos, chicos y grandes participábamos en la fiesta y bailábamos hasta la madrugada.
En este mes de agosto he vuelto a ese rincón de la infancia. Ya nada es como era, pero los granados esperan su tiempo, y la higuera, nuestra higuera, sigue en pié, y los restos del molino al otro lado del rio. Una piedra recuerda el lugar donde estaba el cortijo. Tampoco yo soy la misma, ni me emociono como otras veces, pero noto que me embarga la melancolía. Miro todo aquello a través del objetivo de mi cámara, y nostálgicamente sonrío.