Los Reyes
nunca subían por mi calle. La Carrera Alta les debía parecer demasiado para sus
viejos camellos, y para ellos que tampoco eran ya jóvenes. La verdad es que
tampoco, que yo sepa, se dignaron pasar por mi pueblo; una gran mancha blanca
desparramándose por la ladera de la Serrezuela, con calles empinadísimas y sin
acceso por la carretera general. Hasta puede ser que nunca hubieran oído hablar
de él. Tal vez tuvieron a alguien que los desanimara a emprender ese camino
nada asequible. Total, para llevar alguna cosilla a unos mocosos que no saben
nada de camellos, y desconocen dónde demonios está eso que llaman Oriente, era
inútil el viaje.
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miércoles, enero 6
Viejas heridas
sábado, febrero 16
Ni Katiuskas, ni zapatos Gorila
Ni
katiuskas, ni zapatos gorila, ni bañador para recorrer las albercas cuando el
calor apretaba, ni triciclo, como aquel de Encarnita Peñas, con la que solía
jugar en el patio de su abuela. Tampoco tuve muñecas de rostro redondo y
mejillas sonrosadas, ni cocinitas de latón, para jugar a hacer comoditas, como
las mamás. Si acaso, un diábolo rojo de
goma, que manejaba hábilmente enviándolo a lo más alto, para después recogerlo
en un gesto de gran maestría. O algo tan
sencillo como el saltador, con el que recorría la calle empedrada, casi sin poner
los pies en el suelo. Esos fueron mis juguetes. Y la calle, los llanos con
rincones donde esconderse, o la rayuela y el tejo, la comba, los alfileres y el
mocho, que era un juego de niños, pero al que nos incorporábamos las niñas, sin
ningún tipo de cortapisa. Al fin y al cabo, ese, como otros juegos, tenían el escenario perfecto en la calle, y no
necesitábamos más que hacer uso de lo
que nos facilitaba la propia naturaleza, o
como en la caso de la rayuela, un
trozo de ladrillo o baldosa sobrantes de alguna construcción. Cuando
descubrí la lectura, fueron los tebeos los que entraron en mi mundo infantil y
fantasioso; aquellas publicaciones
llenas de dibujos idealizados sobre la vida de las chicas pobres, morenas y
bondadosas, que serían compensadas con un príncipe azul que las libraría de una
vida anodina y con quien serían felices por siempre. Las otras, rubias y ricas,
acabarían siendo unas desgraciadas. Las injusticias se pagan de algún
modo. Así era más fácil estar conformes
con la suerte que nos había tocado. Una cuestión de fe. En mi caso no se
equivocaron, porque yo perseguía la bondad, como si de un tesoro se tratase.
Desde muy pronto me sentí atraída por esos mensajes apaciguadores que llegaban
por varias vías. Una de esas vías era la Iglesia, y la Escuela era una su firme
aliada. Fui una niña obediente, cumplidora, nunca me rebelé. Acataba todas las
normas con facilidad, buscando seguramente ser premiada por la divinidad en un
futuro lejano, pero también en el día a día por mis maestras, compañeras de
escuela, amigas y, por supuesto, por mi madre. Además, quizás llegaría ese príncipe
capaz de valorar mis cualidades. Nunca se sabe…
Fue
a partir de los diez años, en mi última escuela, cuando recuerdo haber
desarrollado un interés algo insólito para mi edad. Me levantaba cuando aún no
había luz del día para ir a la misa diaria y comulgar, como la niña más santa
que jamás hubiera en aquel lugar. Arrastraba conmigo a mis vecinas. María
Antonia era la más cumplidora. Ramona y su prima Loli faltaban habitualmente a
la cita. Imagino que sus propias madres no las motivaban demasiado. En los
meses de invierno hacía un frío terrible. Los charcos se helaban durante la
noche y salir a la calle a esa hora de la mañana era casi una heroicidad. A
falta de gorro de lana, mi madre me ponía un pañuelo de gasa en la cabeza, para
protegerme de las frías temperaturas. Yo me veía horrorosa, pero nunca me
opuse. Total, tampoco hubiese tenido éxito.
Después
de la misa, y reconfortada por la comunión, volvía a casa, desayunaba un tazón
de malta y unos picatostes, tomaba la
cartera de madera y me marchaba a la escuela. A las nueve era la hora de
entrada. Ya llevaba despierta dos horas. Nadie me obligaba;
nadie externo, porque había en mí algo que me impulsaba hacia esa conducta
demasiado sensata para una niña. Luego, las cuentas, los dictados, los análisis
gramaticales, las lecciones aprendidas de memoria que se convertían en una
especie de pasaporte al éxito: estar en el primer pupitre, acompañada de las
más listas de la clase.
El
recreo se hacía en la calle. Un circuito más o menos controlable alrededor de
la escuela, pero completamente libre. La maestra se quedaba en el aula y las
niñas, disciplinadamente, no nos salíamos de la zona señalada. Digo niñas,
porque el sistema educativo entonces nos separaba. Los niños tenían maestros masculinos
y sus propias escuelas. Uno de los recuerdos más exactos que tengo de esos
recreos, me llevan a los muros de la iglesia, donde un grupo, las más
fantasiosas, nos imaginábamos habitando en un palacio como princesas. Creábamos
nuestro propio vestuario, como si de un teatro se tratara. Recuerdo haber
vivido momentos en los que era la princesa, con mi tocado, imitando a los que
veíamos en las películas y en los cuentos: una especie de cucurucho, terminado
en punta, de donde colgaba un trozo de tul. Ani, una compañera que tenía una
voz muy bonita, imitaba a Marisol y me cantaba “Tienes los ojos azules de tanto mirar al mar, pero el barquito que
esperas, ya nunca más volverá…”
Gozábamos de nuestro propio universo, fuera de la realidad que nos tocó
vivir, en la que faltaban cosas materiales. Nosotras dimos belleza y fantasía a
ese mundo de carencias, desigualdad social y controles morales.
Tres
años duró esa etapa de mi infancia, durante los cuales no dejé de
responsabilizarme de algunas tareas domésticas que me encargaba mi madre, pero
también iba haciendo incursiones en
actividades extraescolares como el teatro y el coro. Mis últimos recuerdos, ya
adolescente de catorce años, están vinculados a la actividad teatral. Protagonicé una comedia muy divertida: Llueven tías.
Lo
rememoro y sonrío porque fueron meses de alegría, de compartir con mis
compañeras momentos llenos de complicidad y de risas. Y el viaje a un pueblo
perdido en la sierra, que ni sabía que existiera, donde fuimos a actuar, y aquel
chico tan guapo que, al acabar la función, vino a felicitarme y parecía
embobado mientras me hablaba de mis dotes como actriz. Son instantes que
permanecen en la memoria; como la despedida, que para una adolescente es un
adiós sin retorno, pero también algo con que llenar sus sueños más
íntimos.
jueves, octubre 3
Memoria y olvido: retratos en blanco y negro
Hacía años que no volvía por la
ciudad y pensaba que todavía podría encontrar la confitería en aquella vieja
esquina de la plaza, muy cerca de la fábrica de cerveza El Alcázar. Pero el tiempo había acabado con todo lo que
recordaba. Recorrió las calles y plazas por donde aquel año 1964 paseó su
recién estrenada adolescencia.
No quedaba ni rastro de nada y le pareció que
todo había sido un sueño: Los primeros
días viviendo en la capital, aprendiendo a moverse de otra forma; disimulando, para parecer una niña como las demás y no una
cateta, como se solía decir de las muchachas que venían de los pueblos.
No tenía la edad para trabajar,
pero ya había renunciado a ese sueño de
su madre, potenciado por la maestra, que se empeñaba en verla cursando el
Bachillerato, como algunas de sus
compañeras de clase. Así que, entre unos
y otros, moviendo los hilos necesarios, mediante pequeños engaños sobre su
edad, acabó vendiendo pasteles en la
Confitería Gómez.
No hizo falta ningún documento que acreditara quién era ni de
dónde venía, porque la amistad de Victoria, vecina y benefactora, con el
dueño del negocio lo resolvió todo.
Adiós al colegio, adiós a los
libros de texto, a los juegos y paseos con sus amigas por la carretera y el
parque… Dejó atrás todo lo que conocía y renunció a sus deseos más íntimos,
para convertirse en dependienta. Y
estaba contenta, sí, lo estaba. Iba a cobrar un pequeño sueldo. Pero tenía miedo, un miedo sólo perceptible
para ella. Lo notaba en aquel pellizco que le oprimía el pecho, en la forma
cómo le palpitaba el corazón cuando se acercaba la hora de irse al trabajo.
No fue fácil aquello, porque sus compañeras eran muy crueles y se metían con ella; se aprovechaban de su inocencia para ponerla en ridículo siempre que tenían ocasión. Al fin y al cabo era lógico tener errores con sólo trece años y todos los complejos del mundo.
Mucho tiempo después, casualmente, encontró una vieja fotografía. Allí estaba: la esquina de la plaza, el cartel “Confitería Gómez”, los seiscientos aparcados, los edificios más viejos de lo que recordaba, la calle de adoquines, por donde tantas mañanas veía pasar una joven bellísima, a la que llamaban la Reina Gitana, y las mujeres con sus cestos camino del mercado de abastos. Acostumbrada como estaba a un mundo tan pequeño, el guirigay matutino que solía contemplar desde la ventana, la dejaba abstraída de lo que ocurría dentro de la tienda.
No fue fácil aquello, porque sus compañeras eran muy crueles y se metían con ella; se aprovechaban de su inocencia para ponerla en ridículo siempre que tenían ocasión. Al fin y al cabo era lógico tener errores con sólo trece años y todos los complejos del mundo.
Mucho tiempo después, casualmente, encontró una vieja fotografía. Allí estaba: la esquina de la plaza, el cartel “Confitería Gómez”, los seiscientos aparcados, los edificios más viejos de lo que recordaba, la calle de adoquines, por donde tantas mañanas veía pasar una joven bellísima, a la que llamaban la Reina Gitana, y las mujeres con sus cestos camino del mercado de abastos. Acostumbrada como estaba a un mundo tan pequeño, el guirigay matutino que solía contemplar desde la ventana, la dejaba abstraída de lo que ocurría dentro de la tienda.
¡Lo que son las imágenes! De
pronto recordó la farmacia, justo en la otra esquina de la plaza. Y el muchacho
rubio, flequillo lacio cayendo sobre la frente, hasta casi cubrir sus hermosos ojos azules.
La nostalgia de un tiempo en blanco y negro. Retazos de una
vida, cuyas imágenes se diluyen como el paso de los años. Emociones vividas
imposibles de recuperar. Memoria y olvido.
viernes, agosto 16
Un secreto a voces...
El tren, con su traqueteo incesante y cansino, se aleja de
la ciudad y se lanza ya sin respiro hacia la bahía de Cádiz. Los asientos van
quedado vacíos y las maletas tienen prisa por avanzar por los pasillos, camino
de las puertas.
Hasta ese momento apenas había reparado en ella, pero me llamó
la atención la conversación que mantenía por el móvil, que, por cierto, no había
dejado de toquetear durante todo el trayecto. Seguramente enviando
mensajes de esos banales que entretienen tanto a la gente.
-
Oye, te voy a contar una cosa. Es algo que no le
he dicho todavía a nadie… Me gusta mucho un chico. Sí, sí… Se llama Enrique y es
Ingeniero de Minas. Muy mono y eso… Pero que esto no lo sabe nadie…
La joven acompaña su curiosa confesión… un secreto a voces,
con una picaresca sonrisa, que su interlocutor seguro percibía en la distancia.
Diríase que trata de seducirlo, aunque, incomprensiblemente, lo usa como
confidente de un amor imposible.
-
Mira,
lo único es que tiene dos defectos: le gusta bailar y tiene novia. Como
puedes imaginar no puedo hacerme ilusiones… Una pena, ¿no crees?
Lo de la novia lo entendí al minuto. Pero ¿el baile…?
-
Sí, claro, es que un chico al que le gusta tanto
bailar… no sé… no sé…
Y sigo sin comprenderlo. Porque, la verdad es que se
comunicaba con medias palabras, como si su oyente al otro lado fuera capaz de
comprenderla, a pesar de todo.
-
Sí, sí, Ingeniero de Minas… ¡Y es tan mono!
-
¿Y tú qué?
Imagino que su interlocutor le confiesa que está libre, que
él no tiene novia ni está enamorado, aunque seguramente admite que está
deseando vivir una historia de amor. Porque ella, con la misma expresión y un
tono cada vez más seductor, le pregunta:
-
Pero, ¿tú qué pides? Sí, sí, porque seguro que
tienes alguna idea de lo que te gusta, ¿no? ¡Venga, no seas tan tímido!
-
Bueno, bueno… eso no es fácil… pero veremos qué
se puede hacer… ¡ja, ja, ja!
Una sonora carcajada, parece cerrar las confidencias. Me pregunto cuántos de los que viajan en el
vagón están escuchando la conversación. El hombre que comparte asiento con la
chica, cierra el libro, seguramente porque le distrae la conversación
telefónica, o tal vez por la curiosidad que le despierta la escena. Los
anuncios luminosos, informan de que estamos llegando a San Fernando. La
muchacha acuerda con premura la hora y el lugar donde van a encontrarse para
seguir compartiendo sus íntimas y mutuas revelaciones.
-
¡Vale, que estamos llegando! Nos vemos esta
noche, en esa cafetería tan bonita… ¿cómo se llama…? Sí, hombre, esa que queda
frente al restaurante Casa Paco. A las 8, ¿vale?
Y se corta la conversación, sin un adiós. El tren acaba de
situarse en la vía de la estación Bahía Sur. Arrastro mi maleta hacia la puerta
y pierdo de vista a la joven del teléfono. Durante unos minutos no dejo de
pensar en su gesto, el tono y la intención de su conversación… Y sobre todo, lo
del Ingeniero de Minas… ¡Santo cielo! En el 2013 y todavía esperamos al
príncipe azul, eso sí, sin caballo ni
corona. Los de ahora llevan casco protector y título de ingeniería, que es lo
que más mola.
martes, enero 15
El muchacho de la fila de atrás
La foto le llegó como por
casualidad. En un primer momento ni se fijó en los rostros de los muchachos;
había pasado mucho tiempo y la mayoría de ellos no significaban nada para ella.
Luego, en una segunda mirada llamó la atención ese muchacho delgado, con cara
de niño, cabello ensortijado y despeinado, un jersey de lana, hecho a mano, con
cuello alto, algo gastado y demasiado
corto; como si lo hubiera heredado de su hermano mayor. Lleva una especie de
bolso colgada en el hombro; parece una capacha de esparto, o quizás una de esas
damajuanas que se cubrían con pleita. Mira a la cámara, con la cabeza alta,
algo artificial en su pose. No hay duda: es él. Aquel chiquillo que, siendo
todavía muy niña, llamaba su atención.
Era guapo, diferente a los que pasaban cada
día por delante de su casa, muy temprano, porque con sólo trece o catorce años
ya trabajaba en el campo. Le gustaba… claro que le gustaba porque había en él
algo que lo diferenciaba del resto de sus vecinos, generalmente más rústicos y
con rostros sin ningún tipo de atractivo.
sábado, septiembre 8
Amor en el tren
Como
cada mañana, desde hace más de un año, se dirige lentamente a la estación. A
veces, sus pies no le responden con la celeridad que quisiera. Se siente cansada, saturada, un
poco harta de cargar con tantas obligaciones, y emocionalmente muy triste, desde
que decidió acabar con una relación que estaba herida de muerte.
Acaba
de estrenar un vestido que compró en un mercado callejero. Como siempre, se ha
esmerado en su arreglo. Su exótica piel morena y esos ojos tristes y profundos,
agradecen el colorido con que se suele adornar. Es consciente de que no pasa
desapercibida, pero también es tímida y no mira directamente a los rostros que,
adormecidos a primera hora de la mañana, viajan con ella en el mismo
vagón.
Busca
dentro del bolso color canela, como su piel, y agarra un libro con el que el
viaje se le hace más llevadero. Esta mañana ha salido algo más tarde y está
preocupada porque no llegará con tiempo a la reunión. De pronto, se siente
observada. Levanta los ojos de la página ciento cincuenta, casi al final de la
novela y sus miradas se cruzan. Él se ha sentado frente a ella, en la fila de
la derecha.
martes, mayo 22
Las cosas que no nos dijimos...
Como cada mañana, Laura se ha levantado muy
temprano. Durante todo el año, siempre que puede, camina durante una hora,
antes de ir a trabajar. Lo necesita. Las caminatas le dan una energía que
necesita para seguir adelante. Antes de eso, ya ha dejado listo el desayuno a
su padre, que se está haciendo mayor y cada vez la necesita más. Por esa razón,
cuando se mudó hace ya más de un año, buscó un piso cerca de él; así puede
compatibilizar su dedicación profesional, con el cuidado del anciano.
sábado, mayo 12
El regreso
Este
año la primavera se ha adelantado. Las siestas se están convirtiendo casi en una
necesidad para mí; el calor del sur me empuja hacia la indolencia, y el sofá se
convierte en un buen aliado. Adormecida aún,
miro las agujas del reloj, que se encargan de anunciarme el final de este
dulcísimo momento del día.
lunes, abril 23
¿Quién dice que fue un sueño…?
El yo pasado, lo que ayer sentimos y pensamos vivo, perdura
en una existencia subterránea del espíritu. Basta con que nos desentendamos de la
urgente actualidad para que ascienda a flor de alma todo ese pasado nuestro y
se ponga de nuevo a resonar. Con una palabra de bellos contornos etimológicos
decimos que lo recordamos —esto es, que lo volvemos a pasar por el estuario de
nuestro corazón—. Dante diría per il lago del cor”[José
Ortega y Gasset)
Alguien me dijo que fue un niño de grandes ojos tristes, y que, como todos nosotros, al principio, volvía cada año. Pero el tiempo y las largas ausencias borraron muchos rostros de su memoria de hombre ya maduro. Hasta que, de pronto, las líneas escritas por una desconocida, le devolvieron la imagen de su princesa; la muchacha mil veces soñada, a la que poco a poco había ido reinventando. Una estrategia que le permitía mantener vivo el recuerdo y la esperanza de volver a tenerla cerca y contemplar aquellos ojos, y sus cabellos al viento… Hasta el nombre: Tere, resultó ser una quimera, un ensueño producido por quién sabe qué historia cruzada.
De pronto, supo que no quería verla; que prefería mantener viva la imagen jovencísima
y bella de su princesa. Lo que le dejó totalmente descolocado fue el empeño de
su prima en ponerle rostro y nombre a aquel primer amor, sacándolo
definitivamente de su error. Ya no sabe si esa Tere fue real, pero ¿qué más da?
, se dice a sí mismo, mientras vuelve a fantasear con su princesa mil veces soñada.
lunes, septiembre 27
Historias en Face Book
Cada mañana lo veía subir por la rampa que conducía desde el almacén al gran vestíbulo donde se cargaban y descargaban los camiones.
Sobre las nueve y media de la mañana, las muchachas de los talleres bajaban a almorzar al comedor. Ella acababa de aterrizar en la empresa. Con la carita de niña, salpicada de pecas, y un aspecto que delataba su origen pueblerino, aún no se sentía segura lejos de sus primas. Por eso, a la hora del almuerzo, se confundía con la masa de jovencitas llegadas del sur; mucho más parecidas a ella que sus compañeras del despacho, con las que todavía no tenía confianza.
El muchacho casi siempre portaba una especie de carro con alguna mercancía; a veces, un perchero cargado de vestidos o trajes. Se movía nerviosamente. De estatura más bien pequeña, y aspecto frágil, parecía más joven de lo que en realidad era, más o menos dieciocho años. Pero lo que destacaba en aquel chico moreno, era su mirada pícara y su brillante sonrisa, siempre a punto de seducir a quien se pusiera a tiro. Pero Rafa, así se llamaba, quizás no lo supiera. Tal vez no era consciente de ese encanto personal, y por eso era fácil acercarse a él. Claro que Maria tardó algún tiempo en darse cuenta de eso y durante meses, su corazón latía más aceleradamente de lo normal, cada vez que lo veía. Lo peor era encontrarse en el reducido espacio del ascensor. Allí sus traviesos ojillos la ponían muy nerviosa y no sabía hacia dónde dirigir la mirada. Sólo tenía quince años y sus compañeros de oficina, burlonamente, le hablaban de él y de otros muchachitos… recuerda un tal Hilario, con el que también estaban empeñados en emparejarla.
Ella, inocente y llena de miedos y complejos, procuraba pasar desapercibida, ser lo más natural posible, pero sobre todo, evitaba los encuentros comprometidos.
Sobre las nueve y media de la mañana, las muchachas de los talleres bajaban a almorzar al comedor. Ella acababa de aterrizar en la empresa. Con la carita de niña, salpicada de pecas, y un aspecto que delataba su origen pueblerino, aún no se sentía segura lejos de sus primas. Por eso, a la hora del almuerzo, se confundía con la masa de jovencitas llegadas del sur; mucho más parecidas a ella que sus compañeras del despacho, con las que todavía no tenía confianza.
El muchacho casi siempre portaba una especie de carro con alguna mercancía; a veces, un perchero cargado de vestidos o trajes. Se movía nerviosamente. De estatura más bien pequeña, y aspecto frágil, parecía más joven de lo que en realidad era, más o menos dieciocho años. Pero lo que destacaba en aquel chico moreno, era su mirada pícara y su brillante sonrisa, siempre a punto de seducir a quien se pusiera a tiro. Pero Rafa, así se llamaba, quizás no lo supiera. Tal vez no era consciente de ese encanto personal, y por eso era fácil acercarse a él. Claro que Maria tardó algún tiempo en darse cuenta de eso y durante meses, su corazón latía más aceleradamente de lo normal, cada vez que lo veía. Lo peor era encontrarse en el reducido espacio del ascensor. Allí sus traviesos ojillos la ponían muy nerviosa y no sabía hacia dónde dirigir la mirada. Sólo tenía quince años y sus compañeros de oficina, burlonamente, le hablaban de él y de otros muchachitos… recuerda un tal Hilario, con el que también estaban empeñados en emparejarla.
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Maria, con sus compañeros |
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El día de la boda del amigo de Rafa |
Es verdad, piensa… Eran la misma imagen de la felicidad; ambos vestidos de blanco y bailando como posesos. Una tarde de verano, y en un entorno que no podía ser más bucólico: una pequeña iglesia románica, rodeada de pinos, muy cerca de la ciudad donde vivían.
Después… nada. La vida, los estudios, los trabajos…, los hijos… Un tiempo en blanco.
Un día, como tantos otros, ella entró en la red. Tenía uno de esos momentos de soledad y quietud, propicios para el recuerdo y la nostalgia. Seguía siendo una sentimental y no había olvidado aquellos primeros descubrimientos y experiencias vitales. A veces le asaltaban recuerdos de escenas de la primera época en la ciudad, y solía soñar muchas noches con sus compañeros de la oficina. Eran sueños que la devolvían a la vida cotidiana en su primer trabajo, a los afectos, pero también a los miedos y las inseguridades, que de todo hubo.
Habían pasado más de treinta años, pero se atrevió a abrir una puerta al encuentro con el pasado. Escribió su nombre y apellidos: Rafael Romero Torres. Esperó que alguien, al otro lado, diera una respuesta. Y allí estaba. Con algunos años más, y sin embargo…, con aquella sonrisa llena de encanto.
Genio y figura, pensó…, y una alegría casi adolescente se le coló entre los pliegues de su alma ya madura.
Habían pasado más de treinta años, pero se atrevió a abrir una puerta al encuentro con el pasado. Escribió su nombre y apellidos: Rafael Romero Torres. Esperó que alguien, al otro lado, diera una respuesta. Y allí estaba. Con algunos años más, y sin embargo…, con aquella sonrisa llena de encanto.
Genio y figura, pensó…, y una alegría casi adolescente se le coló entre los pliegues de su alma ya madura.
lunes, junio 28
Verano del sesenta y siete
Aquel año el verano había llegado casi sin avisar. De pronto las tardes se alargaron; mientras los cuerpos iban pidiendo telas livianas, colores alegres y sol a la orilla del mediterráneo. En junio todo cambiaba. Recordaba la época en la que la escuela cerraba por la tarde, precisamente por ese calor temprano, que anunciaba una nueva estación. Desde que llegó a Barcelona, ése era un mes en el que podía ocurrir cualquier cosa, sobre todo si tenías dieciséis o diecisiete años. Porque entonces, ese gran misterio que nunca acababa de descubrirse podía estar a punto de hacerse algo tangible, palpable.
Cuando se acercaba la fecha, los grupos de chiquillos recorrían las calles, buscando todo aquello que, por el paso del tiempo, pudiera ser lanzado a las llamas. Antes del gran día, se amontonaban en las plazas y en cualquier rincón más o menos escondido del barrio, sillas, aparadores desvencijados, sillones con las tripas al aire, mesas, mesillas y demás cachivaches inservibles, susceptibles de convertirse en cenizas, por obra y gracia del fuego purificador. Año tras año la misma tónica; la tradición se repetía de forma invariable, porque siempre había alguien que se iniciaba en el ritual.
viernes, julio 31
Sueños premonitorios
El invierno estaba siendo largo y
crudo. Las mañanas no invitaban a saltar de la cama; todo lo contrario. A pesar
del poco confortable colchón de farfolla con que se cubría el viejo catre, lo
que esperaba al otro lado era aún peor: la casa helada; la lumbre,
que a veces quedaba de la noche anterior, había que reavivarla de
nuevo para hacer un poco de malta, y, con suerte, un cazo de leche para los niños, no siempre asequible
para la maltrecha economía familiar. Cuando los troncos se tornaban de color rojo,
era el momento en que mi padre solía tostar un cacho de pan, al que le ponía un
chorro del mejor aceite del año, con un diente de ajo bien restregado y un
pedazo de tocino, al que le chorreaban lágrimas de grasa, que avivaban el fuego
y exhalaban un aroma que impregnaba toda la estancia. Y es que,
como decía mi madre, los hombres se tenían que ir al campo con algo más
contundente en el estómago.
Esa mañana, perezosa, y protegida de las prisas cotidianas, disfrutaba de las únicas horas del día en que se me permitía una cierta soledad, desperezándome en mi catre. Abajo, al final de la escalera, había un “camapé” y una mesa camilla, donde transcurrían las conversaciones privadas, y también las “churreterías” cotidianas. No era el único día que me despertaban las voces de la vecina, que había llegado con alguna noticia cierta, o un “mira lo que dicen” malintencionado.
martes, octubre 7
El traje de chaqueta

El relato fue emitido por Canal Sur, que lo seleccionó entre los que muchos ayentes enviaron a un programa literario.
"Aquella primavera todo anunciaba que Carmina estaba abandonando la infancia. Ella no se reconocía dentro de aquel cuerpo, que parecía ajeno y que le producía un desasosiego que no podía explicar a nadie. No era una niña, pero tampoco era una mujer, y aunque tenía unos hermosos ojos azules, se sentía un patito feo, sobre todo, cuando iba al lado de sus amigas. Sus amigas sí que eran guapas y podían lucir preciosos vestidos. Carmina no comprendía cual era la razón de tanta diferencia, porque ellas, incluso recibían cartas de muchachos enamorados, que iban pasando de mano en mano y provocaban risas y cuchicheos varios entre todo el grupo. Aquel día, poco antes de Semana Santa, su madre le trajo un corte de vestido. Lo había comprado en un comercio del pueblo. Allí era más fácil que le fiaran, porque las cosas no estaban como para ir a la ciudad a gastarse los cuartos. La tela era de color verde, con una trama que imitaba a una espiga… bonito, pero a ella le pareció de mayor. La modista del pueblo le confeccionó un trajecito: la falda recta, sin tablas ni nada, y una chaqueta, con cuello a la caja, como se decía entonces.
Carmina no tenía voz, todo se decidía sin contar con sus gustos, y cuando se quiso dar cuenta tenía puesto aquel vestido, con el que no sabía qué hacer.
El Domingo de Ramos se colocó el traje y unas medias de seda, con costura; todo comprado por su madre. Se dirigió a la plaza, a reunirse con sus amigas. Le parecía que todo el mundo la miraba y podían darse cuenta de la incomodidad con la que llevaba todo aquel disfraz de mujer.
Ya no recuerda qué pasó cuando la vieron sus amigas, qué le dijeron del traje y las medias… lo ha olvidado. Pero sí quedó grabada aquella tarde de cine. La película era, como casi siempre, de indios, pero ese día no se divirtió nada. Al apagarse las luces, una mano que llegaba de la fila de atrás se coló entre su chaqueta y la cinturilla de la falda nueva. Un contacto inocente, piensa cuando lo recuerda ahora, pero la mantuvo quieta y en silencio durante toda la sesión. No se atrevía a decir nada a sus amigas, tampoco era tan valiente como para volverse y enfrentarse al “niñato” que intentaba violar su intimidad. Estaba avergonzada y cayó. La humillación y el impacto moral que le provocó el incidente, fueron tan tremendos, que durante varios días no se atrevió a subir a comulgar".
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