Ya casi nada es igual. Han desaparecido los rincones donde nos refugiábamos del rigor del invierno y éramos capaces de pasar la tarde con un café con leche; pero eso sí, charlando hasta por los codos, riendo y filosofando. Ya no existe El Rincón del César, aquel bareto, justo donde terminaba la calle Esteban Grau, testigo de momentos inolvidables. Fina, mi prima Marina, la pequeña del grupo, Virginia, una morena muy guapa, que había vivido en París y ahora formaba parte del grupo. Y los chicos: Antonio y mi hermano eran los que no fallaban.

No queda rastro de El Quijote, la discoteca que a mi se me antojaba la más elegante de la zona, aunque apenas recuerdo nada de su interior. Y aquella otra: Gogó, cerca de la casa de Virginia, mucho más moderna y minifaldera. De esa me quedan algunas imágenes y aquellas conversaciones tan trascendentes con que nos hacíamos los interesantes, en los escasos momentos en que sonaba una lenta. Y qué decir de los cines: el Navarra, el Florida y el Rívoli. ¡Parece mentira! A menos de un cuarto de hora de nuestra casa tres grandes salas con doble proyección, donde pasábamos las largas tardes de domingo, viendo películas clásicas, casi siempre muy serias y dramáticas, que era lo que más nos gustaba. Todavía recuerdo una de las que más nos impactó, protagonizada por Kil Douglas y Deborah Kerr: El compromiso.

En el cine Navarra se hacían conciertos y era fácil conocer en persona a los cantantes famosos de la época. Allí asistí a una actuación de Toni Ronald y bailé como una loca al ritmo de sus canciones.
Ahora hemos tenido que adivinar exactamente dónde estaban esas salas, porque los bloques de pisos y las cajas de ahorros, han arrasado con todo. Nos ha costado incluso reconocer aquel bar, debajo mismo de mi casa, donde los chicos del grupo se reunían, y donde se forjaron relaciones importantes. Ha cambiado el nombre, pero también sus clientes. Ahora los jóvenes y menos jóvenes que se congregan en el local, han llegado de otros continentes y aunque hablen castellano, la musiquilla de su lengua suena de un modo diferente.
Sus voces y sus rostros morenos, nos han obligado a volver la mirada a nuestra llegada al barrio, por los años sesenta. ¿Recuerdas…? Teníamos las mismas esperanzas; y era fácil, porque había un largo camino por descubrir. Pero también sufríamos la misma extrañeza, el mismo desconocimiento, parecidos prejuicios entre los vecinos de toda la vida, y los nuevos, venidos de toda España, especialmente del sur.
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Parte del grupo de amigos |
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Los amigos de entonces en un día de piscina
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Una tarde de domingo en casa de Virginia |
Éramos demasiado jóvenes para preocuparnos de cómo nos veían los demás, pero el libro que acabo de leer: "Els castellans", escrito por Jordi Punti, ha aclarado mi sospecha de aquellos días: para los nativos, los inmigrantes del resto de España éramos diferentes, y lo seríamos durante mucho tiempo, al menos hasta que los matrimonios mixtos rompieran esas falsas ideas, miedos y distancias entre unos y otros… “Nosotros” y los “otros”, siempre lo mismo, pero con distintos protagonistas.
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En El Tibidabo año 1969 |
Pero claro, nos empeñamos, nos resistimos a creer que también un día nosotros tuvimos necesidades, nos vimos obligados a dejar nuestra tierra para buscar un lugar donde poder ganarnos la vida y progresar, no sólo económicamente. Nuestros padres deseaban para nosotros sobre todo oportunidades para trabajar, pero también para estudiar y desarrollarnos como personas. Y llegamos en el momento oportuno, en una época que dudo se vuelva a dar. No teníamos nada, pero éramos jóvenes y había trabajo, mucho trabajo. Fíjate ahora, quizás porque tenemos mucho que perder es por lo que nos sentimos tan invadidos y asustados.
Y nos enfrascamos en una conversación que nos lleva a lo de siempre, mientras paseamos por la Avenida Miraflores, hasta la iglesia de La Florida, que no ha cambiado nada. Incluso el Centro Parroquial se sigue usando, aunque ha perdido el nombre y ahora lo ocupan grupos de jóvenes anarquistas. No me resisto a pasar por la calle donde vivía mi amiga Mª Rosa y Mª Ángeles, una chica algo más joven que nosotros, que un día se añadió al grupo. Nos conocimos en la academia donde íbamos a estudiar francés y nos hicimos amigas. A ella, como a nosotros, le gustaba la poesía y era encantadoramente sonriente. Un día la perdimos de vista... como a tantos otros que los años han alejado de nuestra vida, pero siguen en el recuerdo.
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Iglesia de La Florida en la actualidad |
Allí, justo donde estaba el mercado, se ha abierto una avenida, y los viejos tienen un lugar agradable para tomar el sol y charlar. Por cierto, que pongo el oído..., simple curiosidad… Se sigue hablando en andaluz. Tantos años y no se ha perdido el acento. ¡Es asombroso! He pensado cuántas cosas podrían explicar estos jubilados. Muchos de ellos, como mi propia familia, seguro que estuvieron realquilados durante algún tiempo, hasta que dispusieron de ahorros para la compra de una vivienda de no más de sesenta metros. Te explico por enésima vez cómo vivíamos en el barrio de Horta en el año sesenta y siete. Vuelvo sobre el tema porque yo sí tengo memoria y ojalá que no la pierda nunca. Vaya, que hablo de mi experiencia, y no de lo que se oye por ahí.
Allí vivíamos dos familias de cinco y siete personas respectivamente. Luego se añadieron un tio mío, y dos jóvenes paisanos que llegaron a buscar trabajo y se quedaron. Total, unas catorce o quince personas, entre adultos y niños. El piso era grande, cinco habitaciones, cocina y baño, pero claro, teníamos que compartir habitación, por supuesto, sin apenas intimidad y el uso de los servicios, podrás suponer...
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Bloque donde vivimos un año en el barrio de Horta |
Me imagino lo que debían pensar los vecinos sobre aquella troupe. Lo mismo que ahora, cuando la gente se queja de que en el piso de arriba hay por lo menos diez o doce personas. Algunos se echan las manos a la cabeza, como si fuera un fenómeno curioso y completamente inusual, y es que, ya te digo, la memoria es débil.
Por supuesto, como puedes suponer, vivir en aquella situación de estrechez no suponía que fuéramos depravados, pervertidos, o ladrones. De ninguna manera. Hacíamos una vida de lo más sobrio y decente: nos levantábamos a las seis de la mañana y salíamos a trabajar todos. Mi hermano y yo llegábamos casi las cuatro de la tarde, y éramos unos privilegiados, porque otros, sobre todo los hombres, volvían a la hora de la cena, agotados y con ganas de irse a dormir, cosa que hacíamos tempranísimo, porque en el año 67 no tenía tele casi nadie. Me pregunto qué harían los nuevos vecinos si no dispusieran, como nos pasaba a nosotros, de aparatos de música, ni de televisión. Seguramente irse a descansar temprano para volver al trabajo al día siguiente, o a buscarlo, si lo han perdido, como ocurre en este momento, que no deben estar para muchas fiestas… digo yo, vamos.