Mostrando entradas con la etiqueta Retratos mínimos. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Retratos mínimos. Mostrar todas las entradas

martes, enero 31

Más que un exilio

Me parte el corazón.  La observo en silencio. Sus hermosísimos ojos negros, perfilados con tonos oscuros que los resaltan aún más. Un bello rostro que cambia de expresión por instantes. La escucho y siento su dolor como si fuera mío. A medida que se adentra en los detalles más delicados de su andadura vital, el volumen de su voz se apaga, se hace apenas perceptible al oído. Es como si no quisiera escucharse a sí misma. Demasiado sufrimiento para una mujer de tan pocos años.  Duelen sus palabras llenas de resentimiento, como de persona adulta, castigada por el tiempo, el desamor, la decepción, la desesperanza…  Parece acumular en sus miradas la tristeza  de un pueblo  antiguo,  que tiene un pasado glorioso y una vastísima  cultura. Persia es para ella el origen y el sueño de algo que quizás nunca conocerá y que identifica con la luz y la libertad que anhela.
Salió del infierno iraní porque se sentía asfixiada, oprimida, sin posibilidades de expandir su espíritu artístico, su expresividad natural que busca un cauce en el baile flamenco. Pero ese exilio abrió una tremenda brecha  en su corazón. Adiós a la familia, a los amigos, al paisaje natural y humano conocido y del que ya no espera nada.  Es como una gran muerte. Más que eso:  un terrible abandono, que la ha dejado huérfana y sin lazos afectivos donde agarrarse.
Obstinada, se empeña en conseguir su sueño, enfrentándose a todo cuanto se interponga en el camino, desoyendo las voces de la experiencia, pasando frío,  miedo, quizás hambre… ¡Ah, Nasif! Cómo me conmueven  tus medias palabras; tus reflexiones de vieja prematura, tus excusas… No soportas sentirte obligada, por eso te cuesta recibir ayuda y prefieres seguir sobreviviendo. Como tantos románticos, anhelas amores turbulentos;  de esos que en un abrazo consiguen que pierdas la cabeza y la dignidad.  Ojalá lo consigas, ojalá ese empeño ciego por alcanzar un sueño no te cause más dolor del que eres capaz de soportar.                

jueves, junio 9

El premio a la tenacidad

Cuando la conocí, era una joven madre que no había cumplido los treinta años. No recuerdo ni el día ni el momento en que cruzamos la primera palabra, pero si entré en contacto con ella fue porque tenía algo; un estilo que no cuadraba con las demás madres de la escuela; menuda y vivaracha, la sonrisa siempre a punto y un entusiasmo por todo, fuera de lo común. 

Castillo de Las Guardas
Hablaba de su infancia como ese paraíso perdido que algún día recuperaría. Fue niña de campo, de experiencias sensoriales y emotivas, a las que siempre acudía en sus relatos; en esos momentos de confidencias con los que entreteníamos muchos paseos domingueros, o los sabrosos cafés a media tarde, mientras los niños jugaban en la habitación de al lado, lejos de nuestras miradas. Conocedora de heladas matutinas, de toques de campanas, de rosados atardeceres, a la vera del cortijo donde vivió sus primeros años. Trepadora de árboles, buscadora de aventuras y misterios, por caminos y veredas, junto a la rivera del rio Guarimar; un paisaje y unos aromas que la han hecho como es; que son una parte muy importante de su identidad.
El lavadero del pueblo en la actualidad
Tal vez fue ese pasado común, ese aprendizaje de las cosas importantes de la vida, en contacto directo con la naturaleza, esa confianza en las personas sencillas, lo que nos acercó. Las dos teníamos una mirada algo idílica sobre nuestra infancia y soñábamos con volver algún día al paisaje perdido.
Yo sabía de su generosidad con todos. Había observado su capacidad para comprender las razones de los demás y por eso casi nunca se quejaba; podía incluso asumir responsabilidades ajenas, y siempre con una sonrisa a punto, como sin dar importancia a esas cualidades que la hacían admirable a mis ojos. Tenía casi diez años menos que yo y era más madura. Se mostraba más capaz de controlar sus emociones y de sobrellevar con éxito los pequeños contratiempos que nos depara la vida. Seguramente la echaba de menos por ese motivo. En mis días de soledad, hubiera querido tenerla cerca, disfrutar de su positividad, de su optimismo y de esa manera suya de quitar hierro a los dolores humanos. Pero mi orgullo me impedía decírselo abiertamente. Más bien esperaba que fuese ella quien se acercara; como si esperase que adivinara cómo me sentía y qué necesitaba.
Mari
Con los niños era la madre que todos desearíamos: cariñosa, desprendida, juguetona, casi siempre disponible, porque ellos eran lo primero. Diríase que no le pesaba ese papel maternal que a mí, por ejemplo, siempre se me hizo cuesta arriba. Y por eso, por todo eso, le confiaba el cuidado de mi hijo, cuando yo me encontraba con dificultades. Y no digamos con la aguja… Era primorosa, y lograba tener sus propios ingresos ejerciendo el oficio, de maneras diferentes, eficientemente y con gusto.
Me admiré cuando logró instalarse en plena sierra de Collserola. Durante años fue ideando ese momento en el que dejaría las cuatro paredes del piso, para poder disfrutar de las añoradas puestas de sol, y sembrar su pequeño huerto. Un éxito que debe a su firme voluntad, a su empeño en ser feliz. Por eso, contrariamente a la mayoría de la gente, nunca ha vivido para trabajar; sus ambiciones no han ido por ese camino tan trillado de tengo que ganar mucho dinero, tengo que tener éxito. Ella ha encontrado el camino para hacer en cada momento lo que le apetecía, lo que le resultaba más cómodo, más agradable, más adecuado a su circunstancia personal y familiar. Y la vida la ha premiado.
Juntas un dia importante en Cádiz
Hoy, la noticia de su ingreso en la Universidad, cuando está a punto de cumplir los cincuenta años, me ha confirmado lo que ya sabía: que esta pequeña gran mujer tiene una voluntad de hierro, una capacidad de trabajo impresionante, que conseguirá lo que se proponga.
Mari, Maria Ignacia, amiga mía. No sé cómo te sentirás, pero te aseguro que yo estoy feliz y muy emocionada. Ya ves, yo he conseguido volver a mi añorado sur. Tú, tienes tu huerto, tu puesta de sol y, muy pronto, te sentarás en las aulas de la Universidad: un sueño que celosamente has guardado para tí. Demasiado humilde, demasiado humilde.

Tu amiga, siempre…
Tere

lunes, marzo 14

Anita

No sé qué me pasa, pero cada vez me siento más alejada de los fastos  y festejos con que anualmente nos  bombardean los medios de comunicación, cuando llega el 8 de Marzo. ¿Será la edad?, me pregunto.  ¿Será que me estoy convirtiendo en una escéptica?  Me doy cuenta de que no soporto los discursos de género. ¡Hay tan pocas voces originales!  Es tan difícil escuchar algo que me haga prestar atención, entusiasmarme; algo verdaderamente motivador. Todo me resulta “requetesabido”, pero, sobre todo,  repetitivo y sin alma.   Por eso, esa tarde, cuando Anita, con la dulzura y la fuerza que la caracterzan, levantó su voz para recordar el dolor de las mujeres que se marchan, que cruzan el Atlántico,  dejando atrás a sus hijos, la sala quedó en silencio y se percibió una suerte de estremecimiento general. También ella está inmersa en esa aventura, pero se siente acompañada en el camino que tiene por delante... y lo agradece con ese exceso de humildad de algunos pobres,  que acompaña con su eterna sonrisa de niña bondadosa que aún cree en muchas cosas.
Imagen de Anita, con su cabello suelto
Su imagen la delata; la hermosa y negrísima trenza con que suele peinarse, habla de su origen y también de su resistencia a dejar de ser lo que es: una joven mujer que aún guarda en lo más hondo,  el misterioso encanto de lo genuino, eso de lo que estamos tan faltos.