De
golpe las hermanas se quedaron solas. Su madre había decidido irse para siempre,
y lo hizo sin despedirse ni explicar cuál era su dolor, sin hablar de ese
sufrimiento que se le hacía más insoportable incluso que dejar de ver a sus
hijas. Ellas, sus niñas, la necesitaban porque ya estaban en edad de “merecer”;
pronto se echarían un novio, se casarían
y tendrían sus propios hijos. Sin embargo, estaba segura de que saldrían
adelante por sí mismas, porque estaban preparadas para la vida: sabían coser,
cocinar, lavar, planchar, pintar, conocían las labores del campo… Además,
siempre podrían trabajar de sirvientas, porque ella les había enseñado todo lo
que una mujer debe saber. Aquel día, cuando nadie la veía, en silencio, salió
de la casa y buscó el abrazo de las aguas profundas y turbias del río.
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miércoles, marzo 10
El dolor silencioso de Carmela
martes, diciembre 26
El olvido
La conocí en una academia de aquellas que, por la
época, poblaban una ciudad que estaba despertando a un nuevo tiempo. Era el año
1976. Estaba situada en el entresuelo de un edificio de La Meridiana; de
aquellos tan altos que se construyeron al amparo de la especulación del que
fuera uno de los últimos alcaldes franquistas: Porcioles.
miércoles, junio 8
Silencio asesino
“Es casi imposible mentir cuando se habla enfadado, lo decimos mal, pero decimos lo que pensamos. (…) Castigar con el silencio es más peligroso que con palabras. El silencio es asesino. Es un pozo sin fondo porque cuando se intenta salir ya no hay marcha atrás, se trata de un camino sin retorno cierto. Pertenece a la familia de la ira, pero puede ser más dañino que ella”.
(La ciencia del lenguaje positivo)¿Qué me pongo hoy? Se preguntó frente al gran espejo de su dormitorio. Abrió el armario, al que habían llegado, como cada temporada, las prendas de verano, incluso las que hace años que ni siquiera se pone. No hacía calor, así que pensó en algo ligero, pero no demasiado fresco. Encontró el pantalón marrón claro de estilo masculino y pensó: ¿me seguirá entrando? Pues sí, y además le quedaba tan amplio como cuando se lo regaló María. Nunca compraba ropa de tonalidades terrosas y ocres.
Sin saber por qué nunca se había sentido bien enfundada en esos colores. Lo suyo era el azul en todas sus gamas y matices, hasta llegar al malva, que era el preferido. Ahora tenía que encontrar la prenda superior que ligara con el pantalón y la encontró: un blusón con escote en pico, manga corta y dos aberturas en los lados. Era perfecto para combinar: tonos verde caqui y beis con un dibujo floral. Se lo probó… Ummmmm. No me veo, pensó.
Estaba elegante, pero no era su estilo. Recordó aquella prenda de punto color crudo que tanto le gustaba y que era difícil ponérsela porque en verano daba calor. Una especie de guardapolvo muy largo, con manga corta, para llevar sobre un vestido de tirantes cuando hace fresco. Recuerda que cuando la vio por primera vez en el cuerpo de su amiga, le pareció muy bonita. Nada más decírselo, ella se la regaló; como quien no quiere la cosa... Así era ella. Se la colocó y vio que le quedaba muy bien con la ropa elegida. El espejo le devolvió su imagen, pero también le recordó que iba vestida de otra persona, de María. De arriba abajo. Sólo los zapatos eran propios.
Salió a la calle y mientras caminaba ligera por la ciudad,
no podía quitarse de la cabeza la imagen del espejo. Era una huella dolorosa lo
que cubría su cuerpo ya maduro. Y pensó en tantas prendas de ropa, objetos
domésticos y abalorios con los que su amiga la había querido agasajar. Una
estela que permanece, tras más de dos años de silencio incomprensible y que
sigue doliendo. ¿Qué se puede hacer con los vestigios de una amistad que
parecía real y que, de pronto, sin mediar un conflicto, una mala palabra, una
deslealtad, queda en el más absoluto olvido?
Esta mañana ha encontrado la cita que le he empujado a poner
en palabras esas sensaciones y sentimientos tan cotidianos y tan repetidos
desde hace ya más de dos años.
viernes, julio 25
Parejas que se crecen en las dificultades
Los miro y observo el transcurrir
de sus días, siempre activos, siempre atentos a las necesidades de los
pequeños, y todo sin aspavientos, como si lo más normal del mundo fuera que la
vida cotidiana de unos jóvenes de treinta y pocos años consistiera en olvidarse
de ellos mismos y volcarse en esos frutos de un amor que, a pesar de todo,
parece fuerte. Los puso a prueba ese niño que nació diferente por obra y gracia
de algún descuido profesional, o quién sabe… A veces es el destino quien nos
pone a prueba y nosotros respondemos como podemos; hay quien se viene abajo con
cualquier cosa, otros son optimistas, creen en el futuro y están llenos de generosidad y de
esperanza. Ellos son de estos últimos. Por
suerte, tenían ya un hijo, Juanmi, que era la alegría de sus vidas y que crecía sin
problemas. Quizás por eso no se hundieron, sino que echaron agallas y se empeñaron en continuar luchando y viviendo lo más confiados posible.
Sabían que Dani acabaría corriendo y jugando a la pelota por la calle la Olla y
que compartiría pupitre con otros niños de los que llamamos normales. Confiaron.
Fue algo así como una corazonada y se dedicaron a él en cuerpo y alma; aunque
eso sí, con la ayuda de la abuela. A ella había que hacerle un monumento por
saber estar ahí, a las duras y a las maduras. Sin ella todo habría sido mucho
más difícil.
El paso del tiempo fue
confirmándoles que aquel pequeño, sin fuerza en sus miembros, tenía más
posibilidades de las que ellos habían previsto. Buscaron recursos adecuados,
invirtieron tiempo, energías, dinero, y mucho… mucho amor incondicional. Dani
se ha levantado; su cuerpo ha respondido y ya se desenvuelve, casi con
normalidad por la Correhuela. Tenían tanta confianza en el futuro que hasta
quisieron tener otro hijo y vino la niña Isabelita. Son jóvenes de una
generación educada en la comodidad, de espaldas al sacrificio y a la renuncia, individualistas
y hedonistas a más no poder. Por eso resulta más asombroso verlos con esa
alegría, asumiendo las responsabilidades que la vida y sus propias decisiones
les ha ha ido poniendo en el camino, y dando respuesta inteligente y libre a su
situación, por cierto, nada fácil.
Pero se les ve capaces de enfrentarse
incluso a las viejas costumbres: el hombre hace esto, la mujer esto… Ellos lo
comparten todo y parecen hacerlo sin muchos conflictos.
Una pareja ejemplar.
Así son Mary Loli y Juanmi. Así los veo y me producen una gran admiración. Ojalá que todo lo que están poniendo en la
crianza de sus hijos y la alegría y confianza con la que llenan sus días, les sean devueltas con creces. Se lo merecen.
miércoles, febrero 26
La desesperación de Alí
Pensaba que ya era casi un
ciudadano de pleno derecho en este país.
Llegó como refugiado. Estaba ya cansado de vivir en el desierto, bajo una lona,
sin agua corriente, y una temperatura de más de 50 grados en verano. Quería tener hijos y buscó un lugar más
confortable y con futuro para ellos.
Se instaló en un pueblo cercano a Jerez, donde
poco a poco los vecinos fueron conociéndole y apreciando sus cualidades. Un
profesor Saharaui no pasa desapercibido en un lugar tan pequeño. Allí han
nacido sus hijos y allí van al colegio. La vida transcurría de una forma sencilla,
sin grandes estridencias, austeramente, con lo poco que sacaba de su trabajo en
el campo, o en otros sectores en los que no es necesario tener una
cualificación específica. A él no se le caen los anillos, como se suele decir.
Sólo quiere tener un sueldo y atender a su familia lo mejor posible.
Pero todo cambió cuando dejaron
de contratarlo. Se quedó sin ingresos y empezaron los problemas. Hace más de un
año que no puede pagar la sencilla vivienda que alquiló por doscientos euros, pero
que su mujer mantiene limpia y primorosamente cuidada. No ha dejado ni un solo día de salir a la
calle a buscar un empleo, pero nada. El último hijo nació hace seis meses y
tienen dos más. El casero ya no le da más tiempo. Son doce mensualidades de
deuda y no puede pagar, porque ya hasta la comida tiene que pedirla al banco de alimentos.
Hoy ha llegado a pedir ayuda. Le
temblaban las manos y la voz, mientras contaba su historia. Y de pronto, un
hombre hecho y derecho, ha roto a llorar como un niño. Poco a poco ha ido
elevando la voz, porque la desesperación ya no le deja ser esa persona
prudente, que siempre ha sido… ¿Qué culpa tengo yo de no tener trabajo? …
Grita, lleno de impotencia… No me pueden dejar en la calle… Si sólo quiero un
trabajo…, qué culpa tengo yo…
domingo, marzo 24
Sobre los encuentros en Facebook
Puede ser que la haya encontrado por fin. Mi maestra, doña Rosa. Se marchó del pueblo cuando yo apenas tenía 10 años y no he olvidado ni sus apellidos. Un día dejé dibujada su sonrisa en un poema adolescente; busqué la foto de comunión, en la que recobrar su hermosa y joven imagen, junto a otras dos niñas de las que aún recuerdo el nombre: Antonia y Catalina.
Curiosamente, Facebook podría permitirme
recuperar esa memoria sentimental de la niña; de la escuela unitaria en la Plaza
de Abajo, junto a las cocheras de los Viedma. ¡Ah la redes! Es verdad que pueden ser traicioneras; que
tienen muchos defectos… y nos enganchan sin que seamos conscientes, porque al
fin y al cabo, la mayoría somos un poco Voyeur y muchos también exhibicionistas. No reniego de ninguna
de las dos cosas, porque soy humana y muy “normalita”, vamos, del montón… ¿Por qué lo voy a negar? Pues eso, que un amigo de otro amigo: Vicente
Jurado, de Málaga, de forma totalmente casual, me cuenta que desayuna cada
mañana con una vieja maestra de ese amigo común: Antonio Suárez. Casualmente, se llama Rosita. Se me ha encendido la luz y he pensado: ¡La
encontré! Ahora espero que ese deseo, más que evidencia, sea real, y que mañana pueda tener la respuesta que me
gustaría: el nombre completo: Mª Rosa Moles Hernández. Mi primera maestra.
Esos son los misterios y la parte
positiva de las redes. A Vicente nunca lo hubiera conocido, pero he aquí que es
amigo de Antonio, al cual ni recordaba, porque ambos nos marchamos por
distintos caminos, siendo todavía muy jóvenes. Ahora... están ahí. Sigo las hazañas
artísticas del segundo y recibo mensajes de su amigo Vicente, que, como buen
caballero, cumple con esa agradable costumbre de desear felicidades en el
cumpleaños, aunque sea a la “amiga”
desconocida de su amigo.
Lo dicho: Facebook tiene estas
cosas.
jueves, junio 7
El amor en tiempos de siega: una historia real
Pepa no tenía prisa. No es que no
quisiera casarse. Algún día seguro que encontraría al hombre adecuado para
ella; ese hombre que supiera quererla, que fuera agradable y trabajador. Pero
la muchacha se veía muy joven. Diecisiete años… demasiado pronto para el
compromiso.
Diariamente pasaba por el cortijo de
la Marmolilla, camino del pueblo. Los muchachos sonreían y la miraban
descaradamente, cuando la veían pasar con el cántaro de agua, y hacían bromas
entre ellos. Desde pequeña había visto llegar cuadrillas enteras de
trabajadores para incorporarse a las tareas de la siega, o a la labranza del
maíz. Entre los jornaleros solía haber
uno que se dedicaba a cocinar para todos. El cocinero recibía todos los meses
lo necesario para comprar y elaborar los guisos de todo el grupo: garbanzos,
patatas, tocino, arroz, pan, aceite... A final de mes los hombres pagaban el
importe de lo que habían consumido y de esa forma podían ahorrar para volver a
casa con algo de dinero.
Aquel año, el cocinero había puesto
sus ojos en la muchachita joven que siempre iba acompañada por su hermana. No
sabía aún su nombre, pero estaba decidido a acercarse; quería conocerla, porque
le gustaba mucho, a pesar de que era un poco huraña. Apenas había podido verle
los ojos, porque la joven pasaba siempre muy deprisa, sin levantar la cabeza,
como escondiéndose de las miradas escudriñadoras de tantos hombres. Un día, el
muchacho se armó de valor y abordó a las dos hermanas. Volvían de llenar los
cántaros y se dirigían a su casa, a la vera del cortijo. Pepa no pudo evitar el
encuentro. Él le pidió si podía acompañarlas y ayudarle con el peso. Ella no
pudo negarse, vaya, no quería, porque se sentía muy atraída por el muchacho.
Aquel día empezaron a hablar. Los tiempos no daban para mucho más. Los padres
controlaban especialmente a las jovencitas, porque había demasiados miedos;
demasiados tabúes sobre la honra, la virginidad, la honestidad femenina y ellas
tenían que andarse con cuidado.
Poco a poco, de una forma casi imperceptible,
le relación fue creciendo; se fue creando cierta confianza entre ellos. Pero la
muchacha se resistía; seguía pensando que hasta los veinte años no quería tener
novio…, era su decisión y no quería dar más explicaciones. No iba a contar a
nadie su íntimo secreto, ése que sólo compartía con su hermana y que le impedía
dar respuesta a su pretendiente. Cuando hablaba de sus sentimientos no era
capaz de explicarse, le faltaban palabras para poder expresar su lucha interna.
Sólo sabía que cuando él estaba lejos, echaba de menos su presencia, pero
cuando lo tenía delante, sobre todo cuando escuchaba su preciosa voz, cantando
las coplas de la Paquera, entonces no sabía si quería estar con él o no quería,
tenía una mezcla de sentimientos que ni siquiera su enamorado conocía. Esas
cosas no se decían; una muchacha decente no podía ser sincera, ni tener deseos,
ni reconocer su necesidad de caricias… Y así, entre trigales, paseos en
bicicleta, recados y besos furtivos, Pepa
aprendió a querer a aquel muchacho tan bueno y que la trataba tan bien. Ocho
años estuvieron de novios. Todavía ahora, cuando ya viven solos, jubilados y felices,
suele decir:”De mi marío sólo puedo hablar cosas bonitas”.
Relato extraido de mi libro Al hilo de la conversación.
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