Cae la tarde en uno de esos pueblos blancos andaluces, a la vera de la frontera portuguesa. Las calles poco a poco van poblándose de parejas jóvenes y maduras; matrimonios con niños, grupos de adolescentes estrenando las primeras galas veraniegas… La enorme iglesia, se eleva sobre una especie de montículo al final de la calle, aunque a su alrededor se puede disfrutar de recovecos y placitas, donde sentarse a tomar unas tapas, o un helado, mientras observas el ir y venir de la gente.
De pronto, el camarero avisa de que algo va a ocurrir y pide a la clientela que despeje la terraza. Adivino que se trata de una procesión, porque a lo lejos suena cada vez con más claridad una banda de música. Tomo conciencia de que estamos en la semana de El Corpus y que estoy en el sur, donde todavía esas fiestas religiosas tienen una presencia en la vida cotidiana.
Ejemplo de umo de los altares que suelen ponerse en las calles el dia de El Corpus
El comentario de una mujer, vecina de mesa, me hace reflexionar: Cuando pase la Custodia me levanto, exclama.
¡Es verdad…! Pienso… Nunca había asistido a un acto religioso con una cerveza en la mano. Es un contrasentido, al menos para mí. Pero no veo que la gente se sienta incómoda, ni haga nada especial. Todos siguen su particular fiesta. A mi lado, una pareja de mediana edad, con dos niñas de unos diez o doce años, ni se miran a la cara, y por supuesto, no se dirigen la palabra. Cada cual en lo suyo, y las pequeñas igual: jugando a la maquinita.
Ya han doblado la esquina de la calle las primeras niñas, vestidas de blanco. La imagen no puede ser más añeja y al mismo tiempo más familiar, ya que cuando yo era chica, las niñas y niños que habían hecho la Primera Comunión ese año, acudían a la procesión con todas sus galas.
La fila de los más pequeños, transcurre con total corrección y seriedad. Ellas, con sus preciosos trajes de organdí, con más o menos adornos. Algunas parecen emular a una novia, por el diseño del vestido: cuello barco, o quizás palabra de honor, como se dice ahora. Calzan zapatos blancos de distintos estilos: bailarina, abrochados al tobillo con una hebilla… y casi todas llevan guantes blancos. Curiosamente, se las ve cómodas dentro de toda esa parafernalia. Pienso que, probablemente, acaban de desasirse de una minifalda cortísima y un top de esos que dejan el ombligo al descubierto. Lo mismo ocurre con los varones: desde un sencillo traje de marinero, blanco o azul marino, hasta el más ostentoso, el que lleva hombreras doradas y demás abalorios que dejan claro el grado o estatus del que lo lleva. Atrás quedó la austeridad del Concilio Vaticano II con sus túnicas franciscanas. De nuevo me sorprendo y sonrío, entre divertida, nostálgica.

“Tres días hay en el año que relucen como el sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión”. Así rezaba un dicho popular en los años cincuenta y sesenta. ¡Qué lejos queda todo eso! Y sin embargo, cuando vives en Andalucía te das cuenta de que hay cosas que no cambian tan de prisa; hay tradiciones que siguen vivas, aunque al verlas en directo te parezca estar asistiendo a una escena de alguna película de Berlanga: los sacerdotes y monaguillos vestidos como antaño, con todo el boato que la celebración requiere. Los representantes de las distintas hermandades o cofradías de la población; trajeados ellos, y ellas, luciendo sus vestidos de verano. Las observo y pienso que no están acorde con la situación. Pareciera que se hubieran preparado para un desfile de modas, por lo escotado y ceñido de sus vestidos. Sólo una va enfundada en un traje de chaqueta negro perfectamente pensado para una ceremonia de tal calibre.

Observo la banda de música. Muchachos de ambos sexos, se desgañitan, interpretando una de tantas piezas creadas para estos rituales, en los que, realmente la participación es mínima… ¿Tal vez menos de un diez por ciento de la población...?
En la cola de la procesión, sin orden ni concierto, las mujeres van cantando, acompañando al sacerdote, que unos metros más adelante, y bajo palio traslada al templo principal de la población, la Custodia plateada, símbolo principal de este día. Escuchándolas, y viendo la seriedad con que desfilan, me acuerdo de mi infancia y pienso cuanta inocencia hay en todo esto. Quiero creer que muchas de ellas, y algunas personas que las anteceden en la comitiva, sean verdaderos y conscientes católicos; y sin embargo, tengo mis dudas de que así sea. Más bien tiendo a cavilar sobre estos fenómenos religioso festivos con un puntito de descreimiento y de crítica.
Pero vuelvo al relato. La plaza vuelve de nuevo a su estado anterior. La cerveza corre, los chocos, los pinchitos, las huevas aliñás… y el camarero, que va contando y compartiendo los goles del Betis, con un cliente que, con los auriculares en los oídos, ignora totalmente lo que pasa a su alrededor, incluida a su propia mujer. El muchacho se dirige con total camaradería al hombre, como si lo conociera de toda la vida (quizás es así) Hasta tal punto llega el interés de ambos por el partido, que el resto de clientes quedan en segundo lugar, lo mismo que la mujer que acompaña al parroquiano. Pero ella… ni se inmuta: la fuerza de la costumbre, pienso.
Las niñas del vestido blanco corren ahora, haciendo caso omiso al revoloteo de la falda y del taconeo de las suelas de sus zapatos. Las madres presumen y comentan entre ellas, los detalles de la tarde. Y los marineritos, ya no tan serios, se reúnen con sus familias para volver a los Lewis, a sus bermudas y a sus zapatillas Nike. Quizás dentro de un tiempo, no demasiado, vuelvan al templo con galas parecidas. Siempre hay algo que celebrar y la Iglesia parece ser el centro de la vida para muchos… por el momento.