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lunes, febrero 24

No es qué haces, sino cómo lo haces...



Hasta el último día no supe que se llamaba Juan Carlos,  de apellido Pérez, para más señas. Lo venía observando día tras día, mientras desayunaba, o a la hora de la cena. De estatura media, pero fornido, eso sí, y de aspecto bonachón. Calculé  que no pasaba de la cuarentena,  disimulando mi interés por su actitud; por sus gestos afectuosos y cercanos con cualquier persona que se pasaba por el comedor. Incluso cuando alguien llegaba un poco tarde, él le quitaba importancia, con su amplia y cálida sonrisa, que acompañaba de una palmada en el hombro.   



 Me cautivó esa actitud suya de echarle alegría y cariño a algo tan prosaico como retirar los platos ya consumidos por ávidos turistas de la tercera edad. Sólo era un camarero; de esos que trabajan de sol a sol, y sin días libres, pero había decidido no amargarse la vida como sus compañeros.  Hay personas capaces de dignificar la tarea más sencilla.  Eso pensé,  la noche que se acercó a la mesa de mis vecinos de pelo rubio, ojos azules y piel quemada por ese sol traicionero de los días de invierno en la isla.  Tomó la mano del turista entre las suyas, esbozó la sonrisa más cálida que alguien pueda imaginar y, en un idioma extraño, que seguramente dominaba por responsabilidad profesional,  entabló una conversación que bien parecía la de dos amigos que estaban encantados de volver a encontrarse, que el saludo entre un camarero de hotel y un turista accidental.

martes, septiembre 17

El milagro de la vida

Maullidos en la noche, suaves llamadas indescifrables. Amanece y, sigilosamente, encamina sus pasos a la alcoba, que guarda todavía el calor de los cuerpos sobre las blancas sábanas de algodón.  Me sorprende el gesto. Se aproxima, me roza con su suave pelo color gris e intenta acurrucarse junto a mí. Me incorporo al instante y me sigue hasta la cocina. De inmediato, la veo dirigirse hacia el pequeño cuarto, donde vuelve a acurrucarse, esta vez junto al oso de peluche, que descansa sobre la cama. Ya no tengo ninguna duda:  ha llegado el momento. Está buscando un lugar recogido, lejos de las miradas y los ruidos. Una mancha oscura asoma bajo su cuerpo, que permanece echado de un modo que anuncia el acontecimiento. 
Improviso una  cama más adecuada, cerca de la bañera y la traslado, con mimo, silenciosamente. La dejo sobre los paños  limpios y cierro la puerta. Instantes después,   sigilosa, me asomo. El milagro se ha producido: Ona, mi gata ha parido.  Uno, dos, tres gatitos… en pocos minutos.  Limpia a las crías con su lengua, y se come la pequeña placenta, hasta dejar completamente  pulcro el lugar del parto.  Emociona verla tan frágil, pero tan atenta a las vidas que ha traído al mundo. Ya no existe nada más que esa tarea para la que, genéticamente, está programada: amamantar y sacar adelante su camada.  Y a mí me corresponde ayudarla,  con respeto; estar atenta a sus necesidades,  y procurarle un lugar cómodo para tan noble trabajo.  

viernes, febrero 10

La muerte, la tristeza y los remedios modernos

Tiene la mirada perdida y pálido el rostro. La observo,  hablando a Layca, como si se tratase de una persona, cuando sólo es una perrita que se ha convertido en ese ser  a quien mal criar, ya que los hijos tan anhelados,  nunca llegaron.  
 Totalmente vestida  de negro, porque así lo manda la costumbre, y tal vez porque su estado anímico no le pide otra cosa.  Ya no tiene prisa por volver a casa. Fernando no estará esperando para sentarse a cenar y a ver un rato la televisión. Pero se la ve cansada,  como si anduviese en una nube y sin la energía necesaria  para compartir un rato de charla en la plaza, donde coincide cada atardecer con las vecinas, todas amantes de los animales  y de la conversación. El médico le ha recetado un antídoto contra el dolor; de esos que adormecen la conciencia, que pretenden apagar el sufrimiento lógico ante la muerte, incluso cuando es anunciada. No hay que llorar, no hay que sufrir, es mejor descansar, dormir, dormir. Ya no se permite a nadie experimentar la tristeza natural tras estos acontecimientos vitales; de  hecho se le llama depresión, y a las expresiones de rabia, o de dolor propias de los primeros momentos, ansiedad. Estas palabras mágicas transforman un suceso corriente en enfermedad y nos incapacitan cada vez más para poder gestionar, como siempre se ha hecho,  los zarpazos que la vida, irremediablemente,  nos depara. ¡Qué pena!  

Me acerco para expresarle mis sinceras condolencias y sólo encuentro palabras ya gastadas y frases hechas. Lo sé, me doy cuenta de que no hay nada que pueda consolarla. ¡Qué estupidez! Cuando se ha perdido a la persona con la que hemos pasado la vida, ¿qué se puede decir? Elisa, muy seria, tiene la frase justa, eso que se espera de las mujeres que han dado su vida por la familia y no disponen de espacios propios: 
-    ¿Vivir yo…?  Si hemos estado juntos desde los 16 años. A mí me salva que soy creyente, ese es mi consuelo: la fe.

miércoles, octubre 5

Duelos eternos

La suelo encontrar en mis paseos por la ciudad. A veces, sentada en una terraza, casi siempre acompañada de otras mujeres más jóvenes. Desconozco el parentesco que las une, pero podría afirmar sin miedo a equivocarme que son hijas, nueras, o sobrinas.  Llama la atención su aspecto; cualquiera diría que nos hemos trasladado a otra época, a esos años en los que las mujeres no se desprendían del luto en toda su vida de adultas. Así viste ella: completamente de negro, sin adornos, como si su cuerpo, que adivino pudo ser lozano y garboso,  hubiese muerto aquel día.  Unas tupidas medias cubren sus piernas fuertes, acostumbradas a transitar por la ciudad, siempre acompañada, siempre grave, siempre hablando de lo mismo. De edad indefinida, aunque ha traspasado hace tiempo el medio siglo,  la frente despejada,  moño apretado y sin canas. Su rostro, moreno y curtido,  podría ser hermoso, pero el gesto áspero lo endurece;  da la sensación de rabia contenida, de una amargura que va mas allá del dolor.
                           
Me impresiona, me da pena; no tanto por el sufrimiento que se adivina en ella, sino porque la intuyo encerrada en la rabia, empeñada en no olvidar. Quiere seguir siendo esa madre coraje, sin permiso para vivir, y para sonreír; una Bernarda Alba, que transforma su sufrimiento en rencor, obligada a ser, de por vida, una mujer de negro, porque así son las madres, porque si olvidara a su hijo, tan joven, tan trabajador, tan cariñoso, sería como darle muerte de nuevo.   

miércoles, junio 9

El Corpus: impresiones desde una terraza de verano

Cae la tarde en uno de esos pueblos blancos andaluces, a la vera de la frontera portuguesa. Las calles poco a poco van poblándose de parejas jóvenes y maduras; matrimonios con niños, grupos de adolescentes estrenando las primeras galas veraniegas… La enorme iglesia, se eleva sobre una especie de montículo al final de la calle, aunque a su alrededor se puede disfrutar de recovecos y placitas, donde sentarse a tomar unas tapas, o un helado, mientras observas el ir y venir de la gente. 

De pronto, el camarero avisa de que algo va a ocurrir y pide a la clientela que despeje la terraza. Adivino que se trata de una procesión, porque a lo lejos suena cada vez con más claridad una banda de música. Tomo conciencia de que estamos en la semana de El Corpus y que estoy en el sur, donde todavía esas fiestas religiosas tienen una presencia en la vida cotidiana.
Ejemplo de umo de los altares que suelen ponerse en las calles el dia de El Corpus  

El comentario de una mujer, vecina de mesa, me hace reflexionar: Cuando pase la Custodia me levanto, exclama. 

¡Es verdad…! Pienso… Nunca había asistido a un acto religioso con una cerveza en la mano. Es un contrasentido, al menos para mí. Pero no veo que la gente se sienta incómoda, ni haga nada especial. Todos siguen su particular fiesta. A mi lado, una pareja de mediana edad, con dos niñas de unos diez o doce años, ni se miran a la cara, y por supuesto, no se dirigen la palabra. Cada cual en lo suyo, y las pequeñas igual: jugando a la maquinita. 

Ya han doblado la esquina de la calle las primeras niñas, vestidas de blanco. La imagen no puede ser más añeja y al mismo tiempo más familiar, ya que cuando yo era chica, las niñas y niños que habían hecho la Primera Comunión ese año, acudían a la procesión con todas sus galas.

La fila de los más pequeños, transcurre con total corrección y seriedad. Ellas, con sus preciosos trajes de organdí, con más o menos adornos. Algunas parecen emular a una novia, por el diseño del vestido: cuello barco, o quizás palabra de honor, como se dice ahora. Calzan zapatos blancos de distintos estilos: bailarina, abrochados al tobillo con una hebilla… y casi todas llevan guantes blancos. Curiosamente, se las ve cómodas dentro de toda esa parafernalia. Pienso que, probablemente, acaban de desasirse de una minifalda cortísima y un top de esos que dejan el ombligo al descubierto. Lo mismo ocurre con los varones: desde un sencillo traje de marinero, blanco o azul marino, hasta el más ostentoso, el que lleva hombreras doradas y demás abalorios que dejan claro el grado o estatus del que lo lleva. Atrás quedó la austeridad del Concilio Vaticano II con sus túnicas franciscanas. De nuevo me sorprendo y sonrío, entre divertida, nostálgica.



“Tres días hay en el año que relucen como el sol: Jueves Santo, Corpus Cristi y el día de la Ascensión”. Así rezaba un dicho popular en los años cincuenta y sesenta. ¡Qué lejos queda todo eso! Y sin embargo, cuando vives en Andalucía te das cuenta de que hay cosas que no cambian tan de prisa; hay tradiciones que siguen vivas, aunque al verlas en directo te parezca estar asistiendo a una escena de alguna película de Berlanga: los sacerdotes y monaguillos vestidos como antaño, con todo el boato que la celebración requiere. Los representantes de las distintas hermandades o cofradías de la población; trajeados ellos, y ellas, luciendo sus vestidos de verano. Las observo y pienso que no están acorde con la situación. Pareciera que se hubieran preparado para un desfile de modas, por lo escotado y ceñido de sus vestidos. Sólo una va enfundada en un traje de chaqueta negro perfectamente pensado para una ceremonia de tal calibre.


Observo la banda de música. Muchachos de ambos sexos, se desgañitan, interpretando una de tantas piezas creadas para estos rituales, en los que, realmente la participación es mínima… ¿Tal vez menos de un diez por ciento de la población...?

En la cola de la procesión, sin orden ni concierto, las mujeres van cantando, acompañando al sacerdote, que unos metros más adelante, y bajo palio traslada al templo principal de la población, la Custodia plateada, símbolo principal de este día. Escuchándolas, y viendo la seriedad con que desfilan, me acuerdo de mi infancia y pienso cuanta inocencia hay en todo esto. Quiero creer que muchas de ellas, y algunas personas que las anteceden en la comitiva, sean verdaderos y conscientes católicos; y sin embargo, tengo mis dudas de que así sea. Más bien tiendo a cavilar sobre estos fenómenos religioso festivos con un puntito de descreimiento y de crítica.

Pero vuelvo al relato. La plaza vuelve de nuevo a su estado anterior. La cerveza corre, los chocos, los pinchitos, las huevas aliñás… y el camarero, que va contando y compartiendo los goles del Betis, con un cliente que,  con los auriculares en los oídos, ignora totalmente lo que pasa a su alrededor, incluida a su propia mujer. El muchacho se dirige con total camaradería al hombre, como si lo conociera de toda la vida (quizás es así) Hasta tal punto llega el interés de ambos por el partido, que el resto de clientes quedan en segundo lugar, lo mismo que la mujer que acompaña al parroquiano. Pero ella… ni se inmuta: la fuerza de la costumbre, pienso. 

Las niñas del vestido blanco corren ahora, haciendo caso omiso al revoloteo de la falda y del taconeo de las suelas de sus zapatos. Las madres presumen y comentan entre ellas, los detalles de la tarde. Y los marineritos, ya no tan serios, se reúnen con sus familias para volver a los Lewis, a sus bermudas y a sus zapatillas Nike. Quizás dentro de un tiempo, no demasiado, vuelvan al templo con galas parecidas. Siempre hay algo que celebrar y la Iglesia parece ser el centro de la vida para muchos… por el momento.

jueves, junio 25

El Rocío: entre lo religioso y lo profano

En la hora violeta, ese momento de la tarde, frontera entre el día y la noche, las carretas avanzan desde la entrada en la ciudad, a la vera de la muralla. La gente se arremolina en Santiago, frente a la hermosa iglesia, afeada en este momento por las obras que intentan recuperarla de su enfermedad. La calle Ancha está repleta; el gentío se acerca a los peregrinos y algunos consiguen una ramita de oloroso romero, a cuyas propiedades naturales se ha añadido algo sagrado, eso difícil de definir y que tiene el camino de El Rocío.

El colorido es espectacular: rojo, verde, amarillo, naranja, violeta… con todos sus matices, aunque ya no tan brillantes: el sol de una semana ha dejado su huella. Mujeres, ancianas, niños, jóvenes, y hasta bebés, algunos sentados en las carretas; otros a caballo, a pie, subidos en hombros de los orgullosos padres, o en brazos de los abuelos. No hay diferencias: todas las generaciones se sienten parte de la fiesta, están integrados en ella y participan. Es increíble que después de un larguísimo día de camino, aún tengan el ánimo y la voz suficiente para seguir cantando y tocando las panderetas.

Es el tercer año que soy testigo de esa llegada a la ciudad y sigo sorprendida de la energía, la alegría y entusiasmo que derrochan los romeros. Una joven morena, de cabello negrísimo y cuerpo cimbreante, con un traje de gitana verde de lunares blancos, se pasea entre carretas y caballos, como buscando a alguien. Se me ocurre pensar que lo único que pretende es lucir el palmito, y no me extraña, porque es espectacularmente hermosa. Dos niños de unos seis o siete años, vestidos de corto, con todos sus avíos, incluido un vistoso sombrero, que les da un aire de adultos y hermosea sus inocentes rostros, por cuya frente se derraman unos rizos de color castaño. La multitud sigue a la comitiva, guiada por el brillante Sin pecado, junto al que se arremolinan unas cuantas personas que no paran de cantar y de bailar, al son de las palmas, las panderetas y el tambor il.

 Desde las terrazas, mientras se toman sus caracoles con una copa de fino, o la fresca cervecita, jóvenes y adultos comparten con los romeros la alegría de la celebración. Algunos, entre los que me incluyo, acompañamos al reguero de carretas, caballos y romeros. Muchos hacen fotos para el recuerdo; otros, los guiris, se quedan boquiabiertos y captan con sus cámaras digitales, las coloristas imágenes. Se cumple el tópico: la Andalucía de la bata de cola, la flor y la pandereta. Son testigos de una realidad que ni siquiera podrán explicar cuando, después de la impactante experiencia, regresen a un mundo tan diferente. Poco a poco, y con un orden que asombra a quienes, venidos de otros lugares, nos asusta un poco la masa, caballos, carretas y vehículos de motor, van dispersándose y se dirigen hacia las sedes de las hermandades; allí descargarán los avíos y guardarán todo lo necesario para el próximo “camino”.

 Mientras, el gentío se ha ido acomodando en Santo Domingo, un antiguo monasterio con un magnífico templo cuya construcción Gótica se mezcla con algunos elementos Renacentistas y Barrocos. Es una hermosa y rara mezcolanza, propia de las ciudades andaluzas bajo dominio musulmán hasta muy avanzada la Baja Edad Media, que sorprende al visitante. La iglesia está abarrotada y los fieles esperan, en silencio, que, como cada primavera, se produzca ese hermoso momento de la llegada del Sin Pecado. Desde el interior se escucha la suave musiquilla de la flauta; un instrumento pastoril, propio de esas fiestas, mitad religiosas, mitad paganas. El momento es mágico. Recuerdo la primera vez que asistí a la ceremonia.

Al llegar al umbral de Santo Domingo, la carreta que transporta el Sin Pecado se detiene y comienza el ritual: un hombre se encarga de recoger los ramos de flores que adornan el vehículo; otros los recogen y se dirigen al altar mayor, donde los depositan, hasta el momento en que definitivamente adornarán el hueco donde se venera la imagen de la Virgen del Rocío.


 Me emocionó el instante en que algunos padres alzan a los bebés, a la altura de la imagen; una especie de presentación, que me sugiere una rogativa de protección a la madre universal. Entonces no pude evitar las lágrimas, ante esa actitud confiada de tantas personas, en un mundo descreído y desacralizado. Y pensé que no deberíamos perder estos momentos mágicos en los que, por suerte, el ser humano muestra su lado más ingenuo y al mismo tiempo vulnerable y se pone en manos de la divinidad. El momento más solemne de la tarde se produce con un cierre perfecto: una salve rociera, cantada por hombres y mujeres, jóvenes y viejos, chicos y grandes; todos de pié elevan la oración a la madre. Voces hermosas, aflamencadas, armoniosas, llenas de matices y con afinación casi perfecta, Ole con ole con ole que voy pal Rocio ole con ole con ole la blanca paloma la llevo en mi sentío la llevo en mi sentío la llevo en mi sentío. Dios te Salve Dios te Salve…




 Ha anochecido, cuando salimos del templo. En silencio, sin saber qué decir, porque hay mucho que decir, pero no existen las palabras precisas para tantas sensaciones. Me doy cuenta de que este ritual medio religioso y medio profano me ha calado. Llevo tres años en la ciudad y no me pierdo esta fiesta que me transporta a otro tiempo: tiempo de inocencia, tiempo de creer en lo increíble…

miércoles, septiembre 24

En el tren


Los viajes desde Jerez a Sevilla me producen un enorme placer. Percibo el lento traqueteo del tren, que se va alejando de la ciudad y dejando atrás ese paisaje que homogeneiza a todas las poblaciones por donde transcurre la vía: los polígonos industriales, las chatarrerías y los desguaces, los grandes almacenes y los concesionarios de coches. Poco a poco el paisaje cambia, y entonces, me suelo quedar extasiada contemplando las suaves y siempre cambiantes ondulaciones del campo. Dejo la lectura, o cualquier otra cosa que esté haciendo y sólo me dedico a la contemplación. Estamos en Septiembre, y no ha llovido más que un día, pero la tierra lo agradece y nos ofrece un color pardo-ceniza, pero tan hermoso y cambiante, (según el camino que toman las nubes) que mis ojos se han humedecido por la emoción. No es la primera vez que me pasa. Estos paisajes me suscitan sensaciones muy placenteras; agudizan mi sentido poético. Hoy pensaba en ello, cuando divisé en el horizonte una humilde casa de campo, algo abandonada por el paso del tiempo y la falta de pintura, pero estaba allí, en lo alto, como sobrepuesta en la dulce colina de tonos amarronados, desprovista de cualquier elemento vegetal, pelada, a punto de recibir la siembra. Una imagen bucólica y tremendamente poética.
Luego, he observado cómo los cambios tecnológicos están modificando los campos que siempre han sido productores de cereal. Ahora, grandes y brillantes placas solares, anuncian que la energía empieza a ser un bien muy preciado y necesario. Justo al lado de las placas, la imagen es muy diferente: grandes plantaciones de algodón, al que en este tiempo ya se le ve blanquear. Después, un rebaño de cabras, el pastor y el perro, que acompaña al hombre en su celo para evitar que alguna de ellas se despiste. Me encanta contemplar un joven olivar, primorosamente plantado; hileras perfectas, que se desparraman, desde la vía hasta una edificación preciosísima, un cortijo, que parece sacado de una película publicitaria sobre Andalucía. Cuadrillas de hombres y mujeres, con sus espuertas de esparto, recogen el fruto: la aceituna de mesa, (pienso para mí) porque es muy pronto para la otra, la que se utiliza para la producción de aceite. Hace tiempo que no veía algo así; esa imagen me traslada a un tiempo ya muy lejano, cuando aún vivía en mi pueblo.
Al pasar por las poblaciones por las que transcurre la vía férrea, pienso en el desastre urbanístico que también aquí ha llegado, aunque menos: Lebrija se extiende hacia el sur y cada vez mas hacia la estación. Casas pareadas, todas iguales, como cualquier otro pueblo... una pena, porque pierde identidad, la personalidad que le dan sus calles y sus bonitas casas en el centro de la población. Me pregunto si hay tanta gente como para poder ocupar todo este gran barrio, una especie de pueblo nuevo, pegado al de siempre. También ocurre igual en Utrera y Dos Hermanas. Sus preciosas torres siempre me llaman la atención y me invitan a hacer una vista algún día, pero no puedo evitar pasar mi mirada crítica sobre esas terribles gruas que aféan tantísimo el paisaje urbano de nuestros pueblos; y lo peor, son el anuncio de que la construcción sigue avasallándonos, a pesar de todo eso de la crisis.
(El paisaje de la foto tiene los colores de la primavera. Ahora los colores son pardos)

viernes, agosto 15

El regreso. Impresiones de un viaje a La Barca

Tarde de miércoles. Arrastrando aún esa dulce sensación de sueño que me produce la siesta, sin apenas tiempo para dar un descanso a mis ojos, me dirijo a la parada del autobús que va hacia La Barca. Son las cinco; esa hora en que algunas mujeres que trabajan en Jerez vuelven cansadas a sus casas.
 Observo que siempre son las mismas y que entre ellas hay esa complicidad que da el compartir parecidos problemas, experiencias e ilusiones. Por eso, durante el viaje, aprovechan para hablar de sus cosas. En esas conversaciones suele participar el chofer, al que todos llaman Juan, porque ese es su nombre. Esta tarde, una mujer de casi setenta años habla sin pudor de su marido: del poco dinero que le da ahora, cuando antes, de jóvenes, era una alegría los billetes que le traía a casa. La “pobre” se queja, pero, con sorna, aclara que ella, con su pequeña paga ya se apaña, lo paga todo y ayuda a sus hijos en lo que puede. Bromea con el tema y, de forma muy graciosa, explica que cuando quiere sacarle algo (al marido) hace un poco de teatro y le anuncia que va a venir el de la electricidad a cortar la luz de la casa y además que ya puede ir llenando la bañera de agua, porque están a punto de cortarla. Para más “INRI” le advierte que no abra la puerta a nadie y así se escaparán del desastre que se avecina. La conversación transcurre entre la narración de la mujer y las risas escandalosas del conductor y las pasajeras, sentadas detrás de él, con el que muestran una gran familiaridad, porque también lo llaman por su nombre de pila. De pronto, una joven da una voz y le dice al chofer que no ha parado donde ella le ha dicho, que si piensa llevarla hasta el pueblo. En plena carretera, entre Jerez y La Barca, sin apenas arcenes, el autobús se para y deja a la chica cerca del camino que lleva a su casa, en mitad del campo. La mujer que antes explicaba sus “cuitas” con el marido pide parada. Debe vivir en unas casas de campo que se ven desde la carretera. Entonces recuerda a Juan que le guarda aquellas gallinas que le había encargado; que son buenísimas y que ponen cada día una docena de huevos. El chofer le sigue la corriente, como si quisiera “escaquearse”, porque debe haber resuelto ya esa compra y no tiene ganas de compromiso. 
La tarde cae y los cielos de este inmenso llano se colorean de rosa-rojizo. El verde de las siembras se oscurece por momentos. De vez en cuando un alcornoque solitario rompe la monotonía del paisaje y lo hace más hermoso si cabe. Yo escucho las conversaciones, sonrío de vez en cuando, pero no intervengo. Deben pensar que soy un bicho raro, porque en el autobús todos hablan entre ellos y hacen bromas continuamente. De pronto, Juan, el conductor grita con alborozo: - ¡mirad, mirad, conehos, conehos!, uno, dos, tres… qué cantidad de conehos. Las mujeres le emulan, miran a los sembrados y, efectivamente, todas ven los conejos; menos yo que me vuelvo loca mirando, mirando y nada, ni uno. Ahora la conversación gira en torno a las diferentes formas de guisar el animal. Juan, un hombre robusto, tirando a gordito, dice que a él le encanta el guiso de arroz con conejo y las mujeres van relatando, relatando… Cada cual comenta cual es su comida preferida y cuales sus pequeñas fobias y manías. 
Ya ha anochecido y voy de vuelta a casa. De nuevo es Juan quien conduce el autobús, que a esta hora no lleva más de 6 personas. Dos mujeres, sentadas justo detrás de él le recuerdan que es San Valentín y que su mujer debe estar esperando que llegue con algo para felicitarla. A Juan le parece normal eso de tener que comprar un regalo, aunque el hombre lleva 10 horas conduciendo. Esta vez la conversación va de detalles de amor entre las parejas; y de nuevo transcurre entre risotadas y bromas. Las mujeres le advierten que con una rosa sería suficiente para dejar contenta a su esposa, que a las mujeres nos gustan los pequeños detalles y que los hombres nos tienen que cuidar, porque ya estamos en otros tiempos y si no, nos largamos. La respuesta del conductor es divertida: - ¡Es que a las mujeres les gusta más una mudanza…! Las risas ahora se convierten en sonoras carcajadas. Y eso que el pobre Juan lleva 10 horas conduciendo, como él mismo se encarga de aclarar, preguntándose cómo puede tener todavía ese humor. En ese momento ya estoy participando del jolgorio, añadiéndome a las risas. De nuevo Juan muestra su gusto por la comida y confiesa que a él el mejor regalo que se le puede hacer es una buena comida. Esta afirmación no es más que el ejemplo de una especie de filosofía de la vida muy sencilla que también comparte con los viajeros: - Que la vida son dos días y como a mí lo que más me satisface es la buena comida, pues no me privo de nada. Yo no tendré dinero, pero disfruto de todo lo que me apetece- La noche se ha echado encima y hay poco tráfico por la estrecha carretera, sin señales, ni arcenes. Yo me sobresalto cada vez que se cruza otro vehículo, sobre todo si es grande. Pero Juan conoce cada tramo del camino, y tranquilamente coge el móvil y empieza una conversación con alguien a quien pide que limpie bien no sé qué coche. Debe ser un mecánico que le está poniendo a punto un vehículo propio. Mientras, conduce con una sola mano y yo estoy pendiente de todo, porque eso me da una cierta inseguridad. Luego comenta la “jugada” con las mujeres y se queja de lo poco cuidadosa que es la gente con la limpieza, que a él una de las cosas que más le molestan es la suciedad, y bla bla bla … Las mujeres bajan en otra de las pequeñas poblaciones gemelas de la zona; todas ellas tienen la misma estructura urbana y estilo de construcción. 

Son como puntos blancos en el inmenso verde del valle, con casitas que parecen de juguete, una pequeña iglesia y una plaza encantadora de planta cuadrada, con arcos y portales. Es la zona de colonización, nacida en los primeros decenios del régimen franquista. Ahora un chico joven, sentado al lado derecho de Juan, en el primer asiento, comenta con él algo de su trabajo. No hay duda: se conocen. Está buscando a su jefe, con el que ha quedado por “allí”, en alguna de las innumerables ventas del camino hacia Jerez. Como conoce el coche que lleva, cree que lo verá aparcado por alguno de los descampados cercanos a la carretera. Seguimos camino, pero esta vez, Juan va observando el panorama a ver si encuentra el coche del hombre al que busca el pasajero. Y lo encuentra: - Ahí está, para – le dice el muchacho. Y Juan para el autobús, sin dejar de advertir al joven que lo que tiene que hacer es sacarse el “carné” ahora que tiene tiempo. Ya estoy sola en el autobús. Quedan apenas dos o tres kilómetros y la situación es algo embarazosa. Hasta ese momento la conversación ha sido continuada y ahora, sólo una queja de Juan sobre las locuras que hacen algunos jóvenes conduciendo, refiriéndose a uno que se cruza en su camino. Luego… silencio, hasta que le anuncio que bajaré en la parada de El Minotauro, a cinco minutos de mi casa. Son las 9 de la noche y respiro, sonriendo… 
 Jerez, 16 de febrero de 2007