miércoles, octubre 5

Duelos eternos

La suelo encontrar en mis paseos por la ciudad. A veces, sentada en una terraza, casi siempre acompañada de otras mujeres más jóvenes. Desconozco el parentesco que las une, pero podría afirmar sin miedo a equivocarme que son hijas, nueras, o sobrinas.  Llama la atención su aspecto; cualquiera diría que nos hemos trasladado a otra época, a esos años en los que las mujeres no se desprendían del luto en toda su vida de adultas. Así viste ella: completamente de negro, sin adornos, como si su cuerpo, que adivino pudo ser lozano y garboso,  hubiese muerto aquel día.  Unas tupidas medias cubren sus piernas fuertes, acostumbradas a transitar por la ciudad, siempre acompañada, siempre grave, siempre hablando de lo mismo. De edad indefinida, aunque ha traspasado hace tiempo el medio siglo,  la frente despejada,  moño apretado y sin canas. Su rostro, moreno y curtido,  podría ser hermoso, pero el gesto áspero lo endurece;  da la sensación de rabia contenida, de una amargura que va mas allá del dolor.
                           
Me impresiona, me da pena; no tanto por el sufrimiento que se adivina en ella, sino porque la intuyo encerrada en la rabia, empeñada en no olvidar. Quiere seguir siendo esa madre coraje, sin permiso para vivir, y para sonreír; una Bernarda Alba, que transforma su sufrimiento en rencor, obligada a ser, de por vida, una mujer de negro, porque así son las madres, porque si olvidara a su hijo, tan joven, tan trabajador, tan cariñoso, sería como darle muerte de nuevo.   

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