jueves, junio 25

El Rocío: entre lo religioso y lo profano

En la hora violeta, ese momento de la tarde, frontera entre el día y la noche, las carretas avanzan desde la entrada en la ciudad, a la vera de la muralla. La gente se arremolina en Santiago, frente a la hermosa iglesia, afeada en este momento por las obras que intentan recuperarla de su enfermedad. La calle Ancha está repleta; el gentío se acerca a los peregrinos y algunos consiguen una ramita de oloroso romero, a cuyas propiedades naturales se ha añadido algo sagrado, eso difícil de definir y que tiene el camino de El Rocío.

El colorido es espectacular: rojo, verde, amarillo, naranja, violeta… con todos sus matices, aunque ya no tan brillantes: el sol de una semana ha dejado su huella. Mujeres, ancianas, niños, jóvenes, y hasta bebés, algunos sentados en las carretas; otros a caballo, a pie, subidos en hombros de los orgullosos padres, o en brazos de los abuelos. No hay diferencias: todas las generaciones se sienten parte de la fiesta, están integrados en ella y participan. Es increíble que después de un larguísimo día de camino, aún tengan el ánimo y la voz suficiente para seguir cantando y tocando las panderetas.

Es el tercer año que soy testigo de esa llegada a la ciudad y sigo sorprendida de la energía, la alegría y entusiasmo que derrochan los romeros. Una joven morena, de cabello negrísimo y cuerpo cimbreante, con un traje de gitana verde de lunares blancos, se pasea entre carretas y caballos, como buscando a alguien. Se me ocurre pensar que lo único que pretende es lucir el palmito, y no me extraña, porque es espectacularmente hermosa. Dos niños de unos seis o siete años, vestidos de corto, con todos sus avíos, incluido un vistoso sombrero, que les da un aire de adultos y hermosea sus inocentes rostros, por cuya frente se derraman unos rizos de color castaño. La multitud sigue a la comitiva, guiada por el brillante Sin pecado, junto al que se arremolinan unas cuantas personas que no paran de cantar y de bailar, al son de las palmas, las panderetas y el tambor il.

 Desde las terrazas, mientras se toman sus caracoles con una copa de fino, o la fresca cervecita, jóvenes y adultos comparten con los romeros la alegría de la celebración. Algunos, entre los que me incluyo, acompañamos al reguero de carretas, caballos y romeros. Muchos hacen fotos para el recuerdo; otros, los guiris, se quedan boquiabiertos y captan con sus cámaras digitales, las coloristas imágenes. Se cumple el tópico: la Andalucía de la bata de cola, la flor y la pandereta. Son testigos de una realidad que ni siquiera podrán explicar cuando, después de la impactante experiencia, regresen a un mundo tan diferente. Poco a poco, y con un orden que asombra a quienes, venidos de otros lugares, nos asusta un poco la masa, caballos, carretas y vehículos de motor, van dispersándose y se dirigen hacia las sedes de las hermandades; allí descargarán los avíos y guardarán todo lo necesario para el próximo “camino”.

 Mientras, el gentío se ha ido acomodando en Santo Domingo, un antiguo monasterio con un magnífico templo cuya construcción Gótica se mezcla con algunos elementos Renacentistas y Barrocos. Es una hermosa y rara mezcolanza, propia de las ciudades andaluzas bajo dominio musulmán hasta muy avanzada la Baja Edad Media, que sorprende al visitante. La iglesia está abarrotada y los fieles esperan, en silencio, que, como cada primavera, se produzca ese hermoso momento de la llegada del Sin Pecado. Desde el interior se escucha la suave musiquilla de la flauta; un instrumento pastoril, propio de esas fiestas, mitad religiosas, mitad paganas. El momento es mágico. Recuerdo la primera vez que asistí a la ceremonia.

Al llegar al umbral de Santo Domingo, la carreta que transporta el Sin Pecado se detiene y comienza el ritual: un hombre se encarga de recoger los ramos de flores que adornan el vehículo; otros los recogen y se dirigen al altar mayor, donde los depositan, hasta el momento en que definitivamente adornarán el hueco donde se venera la imagen de la Virgen del Rocío.


 Me emocionó el instante en que algunos padres alzan a los bebés, a la altura de la imagen; una especie de presentación, que me sugiere una rogativa de protección a la madre universal. Entonces no pude evitar las lágrimas, ante esa actitud confiada de tantas personas, en un mundo descreído y desacralizado. Y pensé que no deberíamos perder estos momentos mágicos en los que, por suerte, el ser humano muestra su lado más ingenuo y al mismo tiempo vulnerable y se pone en manos de la divinidad. El momento más solemne de la tarde se produce con un cierre perfecto: una salve rociera, cantada por hombres y mujeres, jóvenes y viejos, chicos y grandes; todos de pié elevan la oración a la madre. Voces hermosas, aflamencadas, armoniosas, llenas de matices y con afinación casi perfecta, Ole con ole con ole que voy pal Rocio ole con ole con ole la blanca paloma la llevo en mi sentío la llevo en mi sentío la llevo en mi sentío. Dios te Salve Dios te Salve…




 Ha anochecido, cuando salimos del templo. En silencio, sin saber qué decir, porque hay mucho que decir, pero no existen las palabras precisas para tantas sensaciones. Me doy cuenta de que este ritual medio religioso y medio profano me ha calado. Llevo tres años en la ciudad y no me pierdo esta fiesta que me transporta a otro tiempo: tiempo de inocencia, tiempo de creer en lo increíble…

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