Maullidos en la noche, suaves llamadas
indescifrables. Amanece y, sigilosamente, encamina sus pasos a la alcoba, que
guarda todavía el calor de los cuerpos sobre las blancas sábanas de
algodón. Me sorprende el gesto. Se
aproxima, me roza con su suave pelo color gris e intenta acurrucarse junto a
mí. Me incorporo al instante y me sigue hasta la cocina. De inmediato, la veo dirigirse
hacia el pequeño cuarto, donde vuelve a acurrucarse, esta vez junto al oso de
peluche, que descansa sobre la cama. Ya no tengo ninguna duda: ha llegado el momento. Está buscando un lugar
recogido, lejos de las miradas y los ruidos. Una mancha oscura asoma bajo su
cuerpo, que permanece echado de un modo que anuncia el acontecimiento.
Improviso una cama más adecuada, cerca
de la bañera y la traslado, con mimo, silenciosamente. La dejo sobre los paños limpios y cierro la puerta. Instantes después,
sigilosa, me asomo. El milagro se ha
producido: Ona, mi gata ha parido. Uno,
dos, tres gatitos… en pocos minutos. Limpia
a las crías con su lengua, y se come la pequeña placenta, hasta dejar
completamente pulcro el lugar del
parto. Emociona verla tan frágil, pero
tan atenta a las vidas que ha traído al mundo. Ya no existe nada más que esa
tarea para la que, genéticamente, está programada: amamantar y sacar adelante
su camada. Y a mí me corresponde
ayudarla, con respeto; estar atenta a
sus necesidades, y procurarle un lugar cómodo
para tan noble trabajo.
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