miércoles, marzo 10

El dolor silencioso de Carmela

 De golpe las hermanas se quedaron solas. Su madre había decidido irse para siempre, y lo hizo sin despedirse ni explicar cuál era su dolor, sin hablar de ese sufrimiento que se le hacía más insoportable incluso que dejar de ver a sus hijas. Ellas, sus niñas, la necesitaban porque ya estaban en edad de “merecer”; pronto se echarían un novio,  se casarían y tendrían sus propios hijos. Sin embargo, estaba segura de que saldrían adelante por sí mismas, porque estaban preparadas para la vida: sabían coser, cocinar, lavar, planchar, pintar, conocían las labores del campo… Además, siempre podrían trabajar de sirvientas, porque ella les había enseñado todo lo que una mujer debe saber. Aquel día, cuando nadie la veía, en silencio, salió de la casa y buscó el abrazo de las aguas profundas y turbias del río. 

Allí se disolvió su inmenso dolor para siempre.  Aquel hombre, un campesino acostumbrado a dar órdenes, a tener la vida doméstica resuelta, una esposa sumisa y dos hijas obedientes, no pudo soportar las habladurías del pueblo. Una mujer no se quita la vida sin más, eso era lo que decían. Él sabía los motivos.   Sin mayores explicaciones cogió el dinero que había sacado de la venta de unas tierras de la familia y se marchó sin dejar rastro ni dirección. Las dejó solas, con un doble sentimiento de abandono que no podían comprender. Las muchachas habían sufrido en sus propias carnes la violencia en los peores días, cuando el alcohol convertía al hombre en un ser descontrolado y lleno de furia. No era el mejor padre, desde luego, pero era el que tenían. Antes, la madre se ocupaba de todo, podía resolver las cosas de la vida cotidiana; además, aunque era callada, desprendía cariño y comprensión y sustituía la falta de afecto paterno con su serena presencia. Ahora estaban definitivamente solas y tenían que hacer de tripas corazón, salir a buscarse la vida, trabajar y seguir viviendo. Y así lo hicieron. 

Pasaron más de veinte años sin tener noticias de él, sin saber qué camino había tomado… Y de pronto, con el mismo silencio con el que se había marchado, apareció por la casa familiar donde vivía Carmela, la pequeña de las hijas. Era viejo estaba enfermo y necesitaba cuidados. Allí estaba,  buscando lo que él nunca dio: cuidado, comprensión y consuelo.

 - Cumplí con mi obligación -dice Carmela- Hice lo que mi corazón me decía y le abrí las puertas de la casa. ¿Qué quieres que hiciera, si era mi padre?

 Pero lo peor estaba por venir. Su estupor fue mayúsculo el día que se lo encontró muerto. También él había optado por quitarse la vida, y su hija no podía comprender por qué lo hizo allí, en la casa donde ella intentaba olvidar el drama vivido cuando todavía era una cría. ¿Qué interés podía tener en hacerla revivir aquella trágica experiencia? ¿Qué clase de padre quiere eso para su hija?  

No es verdad eso de que el tiempo lo cura todo. Hay heridas que dejan un rastro de tristeza perpetuo. Carmela no sonríe fácilmente, es silenciosa y desconfiada. A veces quiere comunicarse, pero no logra hacerse entender. Todo son medias palabras. 

Sentada alrededor de una mesa camilla, donde varias mujeres ya maduras narran episodios del pasado y tratan de reconciliarse con las niñas que fueron, por fin, es capaz de hilar el relato, el tristísimo relato de una tragedia que ha ensombrecido sus días.

-         Nunca había hablado de esto, -dice con una triste sonrisa- Mientras dos perlas transparentes, se deslizan por sus mejillas.    

 

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