Parecía un verano como cualquier otro, pero no era así. Desde
primero de año iba diciendo adiós a la casa que había sido su hogar durante dos
décadas. Recorría las habitaciones y recogía todo lo personal para empaquetarlo
con cuidado. Cajas y cajas de ropa, de libros, de vajilla y utensilios
domésticos, cuadros… Era el momento de hacer limpieza, de tirar todo lo que
acumulaba en el sótano. A veces somos incapaces de desprendernos de las cosas y
ella tenía un apego grande a sus libros y a tantos y tantos materiales que
habían formado parte de su vida en la Universidad y luego como profesora. Revisando aquel arsenal de libretas y papeles, iba comprobando la importancia
de todo aquello. Se sentía el resultado de esos años de estudio y de trabajo
intelectual.
¿Cómo desprenderse de eso que consideraba alimento espiritual y
que tanto valoraba? Pero lo hizo. Se armó de valor y fue llenando bolsas y
bolsas de papel y tirándolo a la basura. Los libros de Historia, que nunca más
volvería a usar los regaló a un joven estudiante que los necesitaba, y muchos
de Filosofía fueron a parar a las estanterías de su hijo. El pequeño piso donde
iba a vivir a partir de ahora no le permitía mantener la biblioteca que había
ido acumulando, año tras año… Hoy un libro, la semana que viene tres, el mes
próximo unos cuantos más. No veía el final nunca, porque siempre pensaba que
tenía que saber más, que tenía que estar al día para poder ponerse delante de
su clase y aportar algo interesante.

Volver al Sur. Ese sueño, ese deseo se fue gestando, imperceptiblemente primero; luego, se convirtió en un proyecto más concreto. Pensado, calculado y también ansiado. Estaba superando la cincuentena. Había vivido más de la mitad de la vida. Los primeros catorce años en un pequeño pueblo, donde tenía sus raíces y donde había construido su identidad primera. Curiosamente, después de tantos años, se sentía mujer del sur, aunque muchos valores, costumbres y formas de sentir se habían ido superponiendo a esa primera piel de niña de pueblo. Estaba segura de que, a pesar de eso, lograría iniciar un nuevo trayecto vital en la frontera sur de Andalucía. Lo necesitaba. Tenía que cerrar los oídos a las voces de siempre; esas que consideran cualquier cambio un riesgo. Contrariamente a esa mirada temerosa de lo nuevo, ella sentía la necesidad de ese cambio. Ya eran muchos años de lucha y de esperar a las vacaciones para disfrutar. Quería recobrar una alegría que había perdido en el camino, nuevas motivaciones para seguir adelante, ahora que eso del “Nido vacío” era un hecho.

La vida familiar apenas se modificó durante esos meses, aunque
seguía día a día revisando, guardando,
tirando, empaquetando con cuidado y organizando la carga en el sótano. Mientras, el resto de la familia seguía sus
rutinas, su hijo las clases en la Universidad, su compañero haciendo grandes
esfuerzos por mantener a flote su pequeño negocio, con horario completo, pero
en la oficina que habían improvisado en una de las estancias de la casa. Las habitaciones cambiaban, se iban vaciando poco a poco y dejaban un rastro, sólo un rastro de lo que un día fueron. Y el
tiempo libre lo ocupaban con actividades agradables, algunas de las cuales eran
una despedida de la hermosa ciudad donde habían pasado tantos años. Cine, paseos cerca del mar, Teatro Griego…
Y el calor de julio llegó. Con él la necesidad de cerrar una
etapa con algún viaje que apaciguara el estrés que supone cualquier traslado.
Mucho más cuando se está diciendo adiós a toda una vida, con la incerteza del
futuro en otro paisaje y con otras condiciones.
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Torla: Pirineo Aragonés |

Pero quedaba la última fase: cerrar la casa, y decir adiós a su delicioso patio. ¡Ay, la parra! Siempre la consideró el mejor regalo que recibió de su padre y cuando pensaba en marcharse, sabía que todo era transportable menos esa sombra que tamizaba el sol de la mañana y daba una luz y un color al patio que ella adoraba. Luego llegaron las despedidas. Fueron días raros. Tenía que pasar eso; tenían que marcharse para tomar conciencia de todo el cariño que les rodeaba y que apenas sabían que existiera. Cenas y encuentros amorosos, de mucho afecto y reconocimiento. Reconciliación con la vida que percibían muy solitaria y que, sin embargo, ahora podían valorar de otra forma.
Día 19 de agosto de 2005. El coche repleto de los últimos enseres y las maletas. Se reían sintiéndose una especie de emigrantes de esos que cruzan la península desde Francia hacia el Estrecho de Gibraltar. Ella no lloró al abandonar su casa y al despedirse de sus hijos. Quizás se protegía, para no sufrir demasiado. Un viaje en dos tramos. Pasó por su pueblo de origen con intención de descansar de tan largo camino, pero debía de haber algo más en aquella parada. Volvía al origen después de más de 40 años. Despedida calurosa de su hermano y los últimos cuatrocientos kilómetros hasta llegar a la nueva casa. Una tranquila y bonita plaza muy céntrica, donde planeaban acabar su vida, si todo salía como habían imaginado.

De eso hace ya diez años. Las canas revelan su edad. Abuela desde hace más de un año y sigue con ese espíritu romántico que la lleva de vez en cuando a la nostalgia, casi, casi cayendo en la melancolía. En la soledad del estudio ha llamado a los recuerdos, ha mirado viejas fotografías y de pronto ha sido consciente del paso irremediablemente vertiginoso del tiempo.
Querida Tere:
ResponderEliminarUn hermoso relato del proceso de cambio de la residencia de un lugar a otro, ya en perspectiva, después del paso del tiempo. Un relato que seguramente te ha construido de otra manera por el hecho tan sencillo de historizar.
Recibe mis felicitaciones,
Un abrazo, querida amiga.
Gracias Pepa. Un abrazo.
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