Hacía años que no volvía por la
ciudad y pensaba que todavía podría encontrar la confitería en aquella vieja
esquina de la plaza, muy cerca de la fábrica de cerveza El Alcázar. Pero el tiempo había acabado con todo lo que
recordaba. Recorrió las calles y plazas por donde aquel año 1964 paseó su
recién estrenada adolescencia.
No quedaba ni rastro de nada y le pareció que
todo había sido un sueño: Los primeros
días viviendo en la capital, aprendiendo a moverse de otra forma; disimulando, para parecer una niña como las demás y no una
cateta, como se solía decir de las muchachas que venían de los pueblos.
No tenía la edad para trabajar,
pero ya había renunciado a ese sueño de
su madre, potenciado por la maestra, que se empeñaba en verla cursando el
Bachillerato, como algunas de sus
compañeras de clase. Así que, entre unos
y otros, moviendo los hilos necesarios, mediante pequeños engaños sobre su
edad, acabó vendiendo pasteles en la
Confitería Gómez.
No hizo falta ningún documento que acreditara quién era ni de
dónde venía, porque la amistad de Victoria, vecina y benefactora, con el
dueño del negocio lo resolvió todo.
Adiós al colegio, adiós a los
libros de texto, a los juegos y paseos con sus amigas por la carretera y el
parque… Dejó atrás todo lo que conocía y renunció a sus deseos más íntimos,
para convertirse en dependienta. Y
estaba contenta, sí, lo estaba. Iba a cobrar un pequeño sueldo. Pero tenía miedo, un miedo sólo perceptible
para ella. Lo notaba en aquel pellizco que le oprimía el pecho, en la forma
cómo le palpitaba el corazón cuando se acercaba la hora de irse al trabajo.
No fue fácil aquello, porque sus compañeras eran muy crueles y se metían con ella; se aprovechaban de su inocencia para ponerla en ridículo siempre que tenían ocasión. Al fin y al cabo era lógico tener errores con sólo trece años y todos los complejos del mundo.
Mucho tiempo después, casualmente, encontró una vieja fotografía. Allí estaba: la esquina de la plaza, el cartel “Confitería Gómez”, los seiscientos aparcados, los edificios más viejos de lo que recordaba, la calle de adoquines, por donde tantas mañanas veía pasar una joven bellísima, a la que llamaban la Reina Gitana, y las mujeres con sus cestos camino del mercado de abastos. Acostumbrada como estaba a un mundo tan pequeño, el guirigay matutino que solía contemplar desde la ventana, la dejaba abstraída de lo que ocurría dentro de la tienda.
No fue fácil aquello, porque sus compañeras eran muy crueles y se metían con ella; se aprovechaban de su inocencia para ponerla en ridículo siempre que tenían ocasión. Al fin y al cabo era lógico tener errores con sólo trece años y todos los complejos del mundo.
Mucho tiempo después, casualmente, encontró una vieja fotografía. Allí estaba: la esquina de la plaza, el cartel “Confitería Gómez”, los seiscientos aparcados, los edificios más viejos de lo que recordaba, la calle de adoquines, por donde tantas mañanas veía pasar una joven bellísima, a la que llamaban la Reina Gitana, y las mujeres con sus cestos camino del mercado de abastos. Acostumbrada como estaba a un mundo tan pequeño, el guirigay matutino que solía contemplar desde la ventana, la dejaba abstraída de lo que ocurría dentro de la tienda.
¡Lo que son las imágenes! De
pronto recordó la farmacia, justo en la otra esquina de la plaza. Y el muchacho
rubio, flequillo lacio cayendo sobre la frente, hasta casi cubrir sus hermosos ojos azules.
La nostalgia de un tiempo en blanco y negro. Retazos de una
vida, cuyas imágenes se diluyen como el paso de los años. Emociones vividas
imposibles de recuperar. Memoria y olvido.
Ay, esa mirada tuya. Las fotos que aparecen y nos desvelan el mundo que fue y que sigue en nosotros hasta que nos vayamos. Ojalá supieras qué fue de aquél del flequillo y los ojos azules. Qué hermoso, mi amiga. Solo una cosa ¿qué relación tenía ese chico con la farmacia? ¿era el hijo del farmacéutico? ¿uno que hacía recados?.
ResponderEliminarQué más da. Mejor que no sepas qué es de él ahora, no sea que te pase como al protagonista de un cuento de Saramago.
Lo prefiero, Alfonso. Prefiero recordarlo así. Probablemente tiene una buena barriga y se ha quedado sin aquel precioso flequillo. Hasta puede ser que no tuviera flequillo y yo me lo he inventado... Seguramente era el chico de los recados. Lo que entonces se llamaba mancebo.
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