jueves, octubre 3

Memoria y olvido: retratos en blanco y negro

Hacía años que no volvía por la ciudad y pensaba que todavía podría encontrar la confitería en aquella vieja esquina de la plaza, muy cerca de la fábrica de cerveza El Alcázar.  Pero el tiempo había acabado con todo lo que recordaba. Recorrió las calles y plazas por donde aquel año 1964 paseó su recién estrenada adolescencia. 
No quedaba ni rastro de nada y le pareció que todo había sido un sueño:  Los primeros días viviendo en la capital, aprendiendo a moverse de otra forma; disimulando,  para parecer una niña como las demás y no una cateta, como se solía decir de las muchachas que venían de los pueblos.

No tenía la edad para trabajar, pero  ya había renunciado a ese sueño de su madre, potenciado por la maestra, que se empeñaba en verla cursando el Bachillerato, como algunas de  sus compañeras de clase. Así que, entre unos y otros, moviendo los hilos necesarios, mediante pequeños engaños sobre su edad,  acabó vendiendo pasteles en la Confitería Gómez.
No hizo falta ningún documento que acreditara quién era ni de dónde venía, porque la amistad de Victoria, vecina y benefactora, con el dueño del negocio lo resolvió todo.

Adiós al colegio, adiós a los libros de texto, a los juegos y paseos con sus amigas por la carretera y el parque… Dejó atrás todo lo que conocía y renunció a sus deseos más íntimos, para convertirse en dependienta.  Y estaba contenta, sí, lo estaba. Iba a cobrar un pequeño sueldo.  Pero tenía miedo, un miedo sólo perceptible para ella. Lo notaba en aquel pellizco que le oprimía el pecho, en la forma cómo le palpitaba el corazón cuando se acercaba la hora de irse al trabajo.  
No fue fácil aquello, porque sus compañeras eran muy crueles y se metían con ella; se aprovechaban de su inocencia para ponerla en ridículo siempre que tenían ocasión. Al fin y al cabo era lógico tener errores con sólo trece años y todos los complejos del mundo. 

Mucho tiempo después, casualmente, encontró una vieja fotografía. Allí estaba: la esquina de la plaza, el cartel “Confitería Gómez”, los seiscientos  aparcados,  los edificios más viejos de lo que recordaba, la calle de adoquines, por donde tantas mañanas veía pasar una joven bellísima, a la que llamaban la Reina Gitana, y las mujeres con sus cestos camino del mercado de abastos. Acostumbrada como estaba a un mundo tan pequeño, el guirigay matutino que solía contemplar desde la ventana, la dejaba abstraída de lo que ocurría dentro de la tienda. 
 ¡Lo que son las imágenes! De pronto recordó la farmacia, justo en la otra esquina de la plaza. Y el muchacho rubio, flequillo lacio cayendo sobre la frente, hasta casi cubrir sus hermosos ojos azules. 
La tenía fascinada.  Y el lenguaje de las miradas, de las tímidas sonrisas… Y las bromas entre las dependientas porque el encanto del joven era muy evidente y ella no sabía disimular.   
La nostalgia de un tiempo en blanco y negro. Retazos de una vida, cuyas imágenes se diluyen como el paso de los años. Emociones vividas imposibles de recuperar. Memoria y olvido.        

2 comentarios:

  1. Ay, esa mirada tuya. Las fotos que aparecen y nos desvelan el mundo que fue y que sigue en nosotros hasta que nos vayamos. Ojalá supieras qué fue de aquél del flequillo y los ojos azules. Qué hermoso, mi amiga. Solo una cosa ¿qué relación tenía ese chico con la farmacia? ¿era el hijo del farmacéutico? ¿uno que hacía recados?.
    Qué más da. Mejor que no sepas qué es de él ahora, no sea que te pase como al protagonista de un cuento de Saramago.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Lo prefiero, Alfonso. Prefiero recordarlo así. Probablemente tiene una buena barriga y se ha quedado sin aquel precioso flequillo. Hasta puede ser que no tuviera flequillo y yo me lo he inventado... Seguramente era el chico de los recados. Lo que entonces se llamaba mancebo.

      Eliminar