miércoles, enero 6

Viejas heridas

                     
Los Reyes nunca subían por mi calle. La Carrera Alta les debía parecer demasiado para sus viejos camellos, y para ellos que tampoco eran ya jóvenes. La verdad es que tampoco, que yo sepa, se dignaron pasar por mi pueblo; una gran mancha blanca desparramándose por la ladera de la Serrezuela, con calles empinadísimas y sin acceso por la carretera general. Hasta puede ser que nunca hubieran oído hablar de él. Tal vez tuvieron a alguien que los desanimara a emprender ese camino nada asequible. Total, para llevar alguna cosilla a unos mocosos que no saben nada de camellos, y desconocen dónde demonios está eso que llaman Oriente, era inútil el viaje. 

Y luego estaba eso de la cabalgata. ¿De dónde iban a sacar las carrozas? Aquel pueblo era muy pobre y seguro que nadie iba a dar un duro por algo tan fantasioso. ¡Pues estamos nosotros pa carrozas!, dirían algunos, mientras esperaban poder echar un jornal en cualquier olivar de la comarca. “Que la vida está mu mala como pa gastar en fantasías” Así que Los Reyes se paseaban por la España urbana;  las grandes capitales se vestían de fiesta para recibirlos, con sus camellos, o subidos majestuosamente en una gran carroza, mientras nosotros, los chiquillos de cientos de pequeños pueblos ni nos enterábamos de todo ese jolgorio. Ah, claro… Es que la televisión no había llegado tampoco a la mayor parte del país. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, como dice el refrán. Y tiene razón, porque al fin y al cabo, nosotros, los niños y niñas de la España pobre y olvidada sabíamos de su existencia por las historias que nos contaban en la escuela, por aquellos  villancicos que decían: “Tan tan van por el desierto, tan tan Merchor y Gaspar, tan tan le sigue un negrito que todos le llaman el Rey Baltasar…” Pero yo nunca vi nada que me confirmara que la estrella y los tres reyes, personajes centrales en el Belén que habíamos montado en la clase, (con el pequeño rio de papel plata, el musgo verde y mullido traído del campo, y la nieve, aquellos pequeños copos de algodón…) eran reales y un día podría ver sus rostros.

Yo creo que vivía esa fiesta como eso, como un cuento hermoso que se repetía año tras año y que a medida que íbamos creciendo se hacía más increíble. De hecho, yo fui la encargada de descubrir el gran secreto a mi hermana pequeña: los reyes son los padres, fue lo que le dije y la llevé de la mano hasta el arcón viejo de madera donde mi madre había guardado las cosillas que le había comprado. Creo que siempre me ha odiado por ello. Rompí su ilusión cuando todavía era una cría. Y sin embargo,  por más increíble que pareciera la historia, lo cierto es que, al menos yo, seguía colocando los zapatos cerca del balcón, esperando que un día u otro  los reyes se dignaran dejarme una cocinita, una pelota de colores, o aquella preciosa muñeca que había en la tienda de Julio el Chófer o de su hija Valentina. 
Pero no, cuando despertábamos y corríamos ilusionados a la habitación de nuestros padres, donde estaba el balcón, sólo encontrábamos algún dulce navideño. A veces, un plumier y lápices de colores para la escuela, o una cartera nueva y si acaso, un saltador o un diábolo de goma.
 
Ese era el juguete con el que habré pasado más horas en esos años. De hecho, todavía hoy lo manejo con auténtica pericia. Pero claro, yo soy una niña de la posguerra. He vivido una infancia de mucho juego, pero pocos juguetes, y la verdad es que no me parece un drama. La calle era el escenario perfecto para inventar, compartir, correr, escondernos y descubrir el entorno.
 Estos días me siento un poco rara cuando observo en las redes cuanta nostalgia y fantasía sobre estas fechas navideñas derrochan algunas personas nacidas y crecidas en un mundo de más posibilidades. Por eso me ha dado por buscar en mis recuerdos por si encuentro alguna respuesta a esa inquietud que me perturba y me hace sentir fuera de lugar. Definitivamente, no  han quedado en mi memoria imágenes de fantasía, de ilusión y de momentos que quisiera volver a vivir.  Por más que lo intento, no doy con esa niña fantasiosa que todos tenemos más o menos escondida. Y sólo encuentro una explicación: crecí bajo el influjo del miedo y la escasez, en una realidad demasiado prosaica donde no cabían los sueños.    

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