Los Reyes
nunca subían por mi calle. La Carrera Alta les debía parecer demasiado para sus
viejos camellos, y para ellos que tampoco eran ya jóvenes. La verdad es que
tampoco, que yo sepa, se dignaron pasar por mi pueblo; una gran mancha blanca
desparramándose por la ladera de la Serrezuela, con calles empinadísimas y sin
acceso por la carretera general. Hasta puede ser que nunca hubieran oído hablar
de él. Tal vez tuvieron a alguien que los desanimara a emprender ese camino
nada asequible. Total, para llevar alguna cosilla a unos mocosos que no saben
nada de camellos, y desconocen dónde demonios está eso que llaman Oriente, era
inútil el viaje.
Y luego estaba eso de la cabalgata. ¿De dónde iban a sacar las carrozas? Aquel pueblo era muy pobre y seguro que nadie iba a dar un duro por algo tan fantasioso. ¡Pues estamos nosotros pa carrozas!, dirían algunos, mientras esperaban poder echar un jornal en cualquier olivar de la comarca. “Que la vida está mu mala como pa gastar en fantasías” Así que Los Reyes se paseaban por la España urbana; las grandes capitales se vestían de fiesta para recibirlos, con sus camellos, o subidos majestuosamente en una gran carroza, mientras nosotros, los chiquillos de cientos de pequeños pueblos ni nos enterábamos de todo ese jolgorio. Ah, claro… Es que la televisión no había llegado tampoco a la mayor parte del país. “Ojos que no ven, corazón que no siente”, como dice el refrán. Y tiene razón, porque al fin y al cabo, nosotros, los niños y niñas de la España pobre y olvidada sabíamos de su existencia por las historias que nos contaban en la escuela, por aquellos villancicos que decían: “Tan tan van por el desierto, tan tan Merchor y Gaspar, tan tan le sigue un negrito que todos le llaman el Rey Baltasar…” Pero yo nunca vi nada que me confirmara que la estrella y los tres reyes, personajes centrales en el Belén que habíamos montado en la clase, (con el pequeño rio de papel plata, el musgo verde y mullido traído del campo, y la nieve, aquellos pequeños copos de algodón…) eran reales y un día podría ver sus rostros.
Yo creo que vivía esa fiesta como eso, como un cuento hermoso que se repetía año tras año y que a medida que íbamos creciendo se hacía más increíble. De hecho, yo fui la encargada de descubrir el gran secreto a mi hermana pequeña: los reyes son los padres, fue lo que le dije y la llevé de la mano hasta el arcón viejo de madera donde mi madre había guardado las cosillas que le había comprado. Creo que siempre me ha odiado por ello. Rompí su ilusión cuando todavía era una cría. Y sin embargo, por más increíble que pareciera la historia, lo cierto es que, al menos yo, seguía colocando los zapatos cerca del balcón, esperando que un día u otro los reyes se dignaran dejarme una cocinita, una pelota de colores, o aquella preciosa muñeca que había en la tienda de Julio el Chófer o de su hija Valentina.
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