sábado, febrero 16

Ni Katiuskas, ni zapatos Gorila

Ni katiuskas, ni zapatos gorila, ni bañador para recorrer las albercas cuando el calor apretaba, ni triciclo, como aquel de Encarnita Peñas, con la que solía jugar en el patio de su abuela. Tampoco tuve muñecas de rostro redondo y mejillas sonrosadas, ni cocinitas de latón, para jugar a hacer comoditas, como las mamás.  Si acaso, un diábolo rojo de goma, que manejaba hábilmente enviándolo a lo más alto, para después recogerlo en un gesto de gran maestría.  O algo tan sencillo como el saltador, con el que recorría la calle empedrada, casi sin poner los pies en el suelo. Esos fueron mis juguetes. Y la calle, los llanos con rincones donde esconderse, o la rayuela y el tejo, la comba, los alfileres y el mocho, que era un juego de niños, pero al que nos incorporábamos las niñas, sin ningún tipo de cortapisa. Al fin y al cabo, ese, como otros juegos, tenían el escenario perfecto en la calle, y no necesitábamos  más que hacer uso de lo que nos facilitaba la propia naturaleza, o  como en la caso de la rayuela, un  trozo de ladrillo o baldosa sobrantes de alguna construcción.    Cuando descubrí la lectura, fueron los tebeos los que entraron en mi mundo infantil y fantasioso;  aquellas publicaciones llenas de dibujos idealizados sobre la vida de las chicas pobres, morenas y bondadosas, que serían compensadas con un príncipe azul que las libraría de una vida anodina y con quien serían felices por siempre. Las otras, rubias y ricas, acabarían siendo unas desgraciadas. Las injusticias se pagan de algún modo.  Así era más fácil estar conformes con la suerte que nos había tocado. Una cuestión de fe. En mi caso no se equivocaron, porque yo perseguía la bondad, como si de un tesoro se tratase. Desde muy pronto me sentí atraída por esos mensajes apaciguadores que llegaban por varias vías. Una de esas vías era la Iglesia, y la Escuela era una su firme aliada. Fui una niña obediente, cumplidora, nunca me rebelé. Acataba todas las normas con facilidad, buscando seguramente ser premiada por la divinidad en un futuro lejano, pero también en el día a día por mis maestras, compañeras de escuela, amigas y, por supuesto, por mi madre. Además, quizás llegaría ese príncipe capaz de valorar mis cualidades. Nunca se sabe…
Fue a partir de los diez años, en mi última escuela, cuando recuerdo haber desarrollado un interés algo insólito para mi edad. Me levantaba cuando aún no había luz del día para ir a la misa diaria y comulgar, como la niña más santa que jamás hubiera en aquel lugar. Arrastraba conmigo a mis vecinas. María Antonia era la más cumplidora. Ramona y su prima Loli faltaban habitualmente a la cita. Imagino que sus propias madres no las motivaban demasiado. En los meses de invierno hacía un frío terrible. Los charcos se helaban durante la noche y salir a la calle a esa hora de la mañana era casi una heroicidad. A falta de gorro de lana, mi madre me ponía un pañuelo de gasa en la cabeza, para protegerme de las frías temperaturas. Yo me veía horrorosa, pero nunca me opuse. Total, tampoco hubiese tenido éxito.      
Después de la misa, y reconfortada por la comunión, volvía a casa, desayunaba un tazón de malta y unos picatostes,  tomaba la cartera de madera y me marchaba a la escuela. A las nueve era la hora de entrada. Ya llevaba despierta dos horas. Nadie me obligaba; nadie externo, porque había en mí algo que me impulsaba hacia esa conducta demasiado sensata para una niña. Luego, las cuentas, los dictados, los análisis gramaticales, las lecciones aprendidas de memoria que se convertían en una especie de pasaporte al éxito: estar en el primer pupitre, acompañada de las más listas de la clase.
El recreo se hacía en la calle. Un circuito más o menos controlable alrededor de la escuela, pero completamente libre. La maestra se quedaba en el aula y las niñas, disciplinadamente, no nos salíamos de la zona señalada. Digo niñas, porque el sistema educativo entonces nos separaba. Los niños tenían maestros masculinos y sus propias escuelas. Uno de los recuerdos más exactos que tengo de esos recreos, me llevan a los muros de la iglesia, donde un grupo, las más fantasiosas, nos imaginábamos habitando en un palacio como princesas. Creábamos nuestro propio vestuario, como si de un teatro se tratara. Recuerdo haber vivido momentos en los que era la princesa, con mi tocado, imitando a los que veíamos en las películas y en los cuentos: una especie de cucurucho, terminado en punta, de donde colgaba un trozo de tul. Ani, una compañera que tenía una voz muy bonita, imitaba a Marisol y me cantaba “Tienes los ojos azules de tanto mirar al mar, pero el barquito que esperas, ya nunca más volverá…”  Gozábamos de nuestro propio universo, fuera de la realidad que nos tocó vivir, en la que faltaban cosas materiales. Nosotras dimos belleza y fantasía a ese mundo de carencias, desigualdad social y controles morales.            
Tres años duró esa etapa de mi infancia, durante los cuales no dejé de responsabilizarme de algunas tareas domésticas que me encargaba mi madre, pero también  iba haciendo incursiones en actividades extraescolares como el teatro y el coro. Mis últimos recuerdos, ya adolescente de catorce años, están vinculados a la actividad teatral.  Protagonicé una comedia muy divertida: Llueven tías.

Lo rememoro y sonrío porque fueron meses de alegría, de compartir con mis compañeras momentos llenos de complicidad y de risas. Y el viaje a un pueblo perdido en la sierra, que ni sabía que existiera, donde fuimos a actuar, y aquel chico tan guapo que, al acabar la función, vino a felicitarme y parecía embobado mientras me hablaba de mis dotes como actriz. Son instantes que permanecen en la memoria; como la despedida, que para una adolescente es un adiós sin retorno, pero también algo con que llenar sus sueños más íntimos.        


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