viernes, septiembre 27

Tiempo de churros y turrón de almendra

En estos días me ha dado por arañar en la memoria. Intento encontrar ahí, como en los antiguos baúles, esos tesoros que sólo las niñas soñadoras son capaces de rescatar. Las mejores historias son las que alguien con suficiente imaginación es capaz de inventar aprovechando esos hallazgos del viejo desván. A falta de de esa cualidad imaginativa, yo busco y rebusco; vuelvo al pasado para recomponer estampas de mi vida que han quedado algo borrosas, pero que, de pronto, vuelven para recordarme de donde vengo. Es verdad que mi infancia quedó muy lejos y mi memoria ya no es lo que era; aunque es cierto que a medida que tiras del hilo del recuerdo, la madeja suele desenredarse y de pronto surgen imágenes olvidadas y personajes del pasado remoto que creía enterrados.  
Eso es lo que me ha pasado a mí, mientras miraba los cabezudos y los fuegos artificiales que llegan a través de las redes y me conectan con esa dulce época en la que, niña aún, apenas tuve oportunidad de pavonearme con mis amigas, paseo arriba, paseo abajo, esperando al príncipe azul que me despertara y me llevara a un mundo desconocido y que intuía capaz de enseñarme eso que llaman felicidad.
Paseando por la carretera con 14 años

Para mi madre no existían las fiestas. Desde que yo la recuerdo, vivía prácticamente enclaustrada en la Carrera Alta.
Hacía su vida por los barrios altos, se ocupaba de nosotros, visitaba a los conocidos y la familia en fechas muy señaladas o los domingos iba a misa de alba, que tal como indica su nombre era a una hora intempestiva, amaneciendo. Así cumplía con el refrán que tanto le gustaba: antes es la obligación que la devoción. Estaba de vuelta en casa antes de las ocho de la mañana, justo para preparar la capacha de mi padre, darle un repaso con la escoba a la puerta de la casa, hacer las camas y ocuparse de que nosotros, sus hijos saliéramos bien puestos y limpios a la misa de las nueve, que era la de los niños. Lo dicho: mi madre salía en contadas ocasiones a la plaza.

Mi madre: una mujer de pueblo. Tenía aquí 38 años 
No me extraña que aquel traje de chaqueta azulón, tan bonito, que estrenó los días anteriores a  su boda, le durase tantos años. No lo usaba más que en fiestas muy señaladas: Semana Santa o el día que entraba la Virgen de Cuadros. Ese traje, junto con otro de entretiempo, color gris, de paño, fueron los dos vestidos que recuerdo colgados en el armario.  Según contaba ella, se los compro mi abuela, junto con el vestido de novia, en una tienda de Baeza y allí mismo se los confeccionaron. Todo un lujo para la época, pero la suegra era la encargada de hacer esos regalos a la joven casadera. 
Cuando llegaba la fiesta se permitía bajar a la plaza. Justo en la calle principal, enfrente del horno de las molineras, pegando a la posada, vivía su hermana, mi tía María dolores. Mi tía estaba casada con el Peluso y tenían la barbería en el mismo portal de la casa. Abrían la puerta, ponían unas sillas y allí se sentaban. La única diversión consistía en ver a la gente pasar. No recuerdo que se acercara a la pililla a ver la Virgen llegar. Desde allí podían ver la entrada en procesión. Desde allí podían observar y churretear todo lo que pasaba en ese día tan señalado porque estaban en el centro de la fiesta. Seguro que “les cortaban un traje” a todas las que pasaban por la puerta: “Mira fulanita, qué vestido tan feo”, “vaya novio que se ha echao menganita”, “dicen que la niña de… se ha ido con el novio”.
La moda de finales de los cincuenta y principio de los sesenta

De vez en cuando, las conocidas se paraban a saludarlas y echaban un ratito de conversación. Lo máximo que se permitían era un cartucho de camarones o un trozo de turrón de Manolito, nada más. Entonces no se bebía tanta cerveza, ni mucho menos. Los hombres un vaso de vino peleón,  y ellas, si había ponche, solían tomarse su vaso de tan rica bebida, acompañada de melocotones de la huerta. Y antes de medianoche mi madre, imagino que acompañada por mi padre, tiraba calle arriba, hacia La Carrera. Y por supuesto, con sus hijos de la mano. Eso no lo recuerdo, ni tampoco haberla visto nunca pasear, ni sentarse en un bar, ni tomarse una cerveza, ni en la verbena. Es como si tuviera luto, pero no, no era por eso. Estoy segura que durante al menos dos años después de morir su padre, con el que tenía una relación muy especial, ni siquiera bajó al portal de su hermana. Pero yo era pequeña y son detalles que se han perdido en mi memoria. Se entenderá que una madre así vigilaba todos mis pasos y daba pocas oportunidades para la diversión. Eso sí lo recuerdo. Mi adolescencia fue una lucha continua para arrancarle, en las tardes de verano, permiso para salir con mis amigas. Pocas veces lo conseguí. Para ella eso del paseo era cosa de fiesta, no para cada día. Y como vivíamos lejos, era muy difícil compartir con mi pandilla las risas y la alegría de los atardeceres por la carretera.  
 
Mi madre, todavía joven
 

La fiesta, ay la fiesta. Mis primeros recuerdos tienen un paisaje de fondo: la huerta de mis abuelos. Era un tiempo en que los hortelanos se trasladaban a las huertas todo el verano. Los niños pasábamos unos meses de juegos en  libertad, refrescándonos en el rio, cogiendo ranas, caracoles, y disfrutando de todo lo que suponía vivir en plena naturaleza. De pronto, muy cerca ya de las fechas,  desde el llano del cortijo, veíamos pasar los camiones de las cunicas y el carrusel por la carretera, al otro lado del río.  Los chiquillos, alborotados y con la vista fija en la empinada ruta de los vehículos, soñábamos con esos días; un tiempo que se nos antojaba maravilloso, porque se rompía con la monotonía de la vida y todo nos parecía extraordinario: se estrenaba vestido, se salía por la noche… Hasta se nos permitía la entrada al baile determinadas horas… y un simple trozo de turrón, o un cartucho de camarones, eran manjares extraordinarios. Cosas absolutamente sencillas, pero que nos sacaban de aquella vida parca en placeres y regalos.
No sé por qué me ha quedado grabada aquella imagen tan pintoresca de los hortelanos, desparramándose desde el pilar de la rambla, hasta la plaza de abastos. En los días de feria, protegidos del sol justiciero por los frondosos árboles que adornaban la calle, a un lado y a otro, hasta la entrada del mercado, ocupado esos días con mesas, sillas y escenario para las verbenas, exponían y vendían los productos más frescos traídos de las huertas del rio Cuadros. Y cómo no recordar, justo enfrente, la humareda y el aroma que desprendía la elaboración de los churros de la Clavellina. Imágenes, olores y sabores que permanecen en la memoria sensorial.
Otro de los momentos que han quedado para siempre en mi retina, es el paso de la banda de música, anunciando el inicio de la fiesta, muy temprano, cuando el sol todavía no había llegado a la Carrera. La algarabía de los chiquillos, corriendo detrás de los músicos y los municipales poniendo orden con aquellas pestuguillas que siempre llevaban en la mano,  los estruendos de los cohetes… Era un despertar festivo,  para no olvidar. Pero curiosamente, lo que debería de haber sido un momento alegre para mí, lo truncaban las lágrimas de mi madre, año tras año. Entonces no lo comprendía. Ahora sé que era el recuerdo de su padre, mi abuelo el Mastriche, que tantos años había dirigido la banda, lo que le provocaba tal pena, que no era capaz de asomarse a la puerta para disfrutar de la música. Yo me identificaba con esa pena. Me llegaba tan hondo que tampoco yo era capaz de disfrutar como los demás niños. 
Gerónimo Caballero, hermano de mi madre, dirigiendo la banda de música a la que han puesto su nombre 


Mi abuelo tocando el violín 

Un recuerdo muy íntimo que con los años me ha ayudado a comprender el porqué yo misma, sin saber muy bien la razón, echo mis lagrimitas cuando escucho la banda de música en cualquier fiesta popular. Las emociones son muy misteriosas...
Por supuesto, yo era muy chica para ir a la verbena en esa época, aunque aún guardo una foto en la que estamos un grupo de amigas. Seguramente era en el horario que había para la gente menuda. ¡Y cómo bailaba yo el Twist! Mi última fiesta fue la del año 1965, o sea que sólo tenía 14 años. 
Mi última fiesta con mis amigas en la verbena en horario permitido
El twist. Baile de moda en los primeros sesenta 

De ese año puedo recordar los primeros conjuntos musicales que llegaron al pueblo, con guitarras eléctricas y mucho ruido. Durante las horas de la tarde, los adolescentes teníamos vía libre en el salón de Chicuelo, en la plaza de arriba, junto a la casa de Suárez. Éramos unas crías y, como las de ahora, nos prendábamos enseguida de los músicos, pero sobre todo de los cantantes. Todos nos resultaban guapísimos, ¡¡y eran tan modernos…!!! Un poco más tarde, mis amigas ya empezaron a ir a guateques y verbenas acompañadas por los amigos, algunos ya novios. 
Encarnita Peñas, Loli y Agueda Medina, chicas de mi edad, en la verbena
Mi amiga Pepa, elegida reina de las fiestas

Aún guardo las fotos que me mandaban a Barcelona, con su pandilla, guapísimos todos, la elección de la reina de las fiestas y los primeros amores. Así que esos años en que todo es novedoso, los pretendientes, los guateques a media luz… el paseo por los pinetes, del que tanto se habla en el pueblo..., todo eso,  no lo viví. Mi mundo ya estaba en Barcelona, aunque la nostalgia me comía por dentro cuando llegaban estas fechas. Todavía recuerdo un poema que escribí dos o tres años después de marcharme. No me atreví a mandarlo a un concurso que había por entonces, pero alguien lo hizo por mí, sin consultarme, y gané el primer premio. Como lo presentaron con un seudónimo, nunca recibí ese galardón personalmente. Luego, una amiga me dijo que le habían comprado un ramo de flores a la virgen. ¡Vaya por Dios! Para una vez que tengo un premio literario, nadie se entera.        

Y estos son los recuerdos que he podido rescatar en esta tarde de final del verano. Ni coches locos, ni carrusel, ni cunicas, ni caballitos. Siempre he sido muy miedosa y me mareaba fácilmente. No he disfrutado de nada de eso. Un poco rara era, para qué nos vamos a engañar. Demasiados miedos y muchas recomendaciones y advertencias de una madre a la que le arrebataron su infancia.   

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