Eso es lo que me ha pasado a mí, mientras miraba los cabezudos y los fuegos artificiales que llegan a través de las redes y me conectan con esa dulce época en la que, niña aún, apenas tuve oportunidad de pavonearme con mis amigas, paseo arriba, paseo abajo, esperando al príncipe azul que me despertara y me llevara a un mundo desconocido y que intuía capaz de enseñarme eso que llaman felicidad.
Para mi madre no existían las fiestas. Desde que yo la recuerdo, vivía prácticamente enclaustrada en la Carrera Alta.
Hacía su vida por los barrios altos, se ocupaba de nosotros, visitaba a los conocidos y la familia en fechas muy señaladas o los domingos iba a misa de alba, que tal como indica su nombre era a una hora intempestiva, amaneciendo. Así cumplía con el refrán que tanto le gustaba: antes es la obligación que la devoción. Estaba de vuelta en casa antes de las ocho de la mañana, justo para preparar la capacha de mi padre, darle un repaso con la escoba a la puerta de la casa, hacer las camas y ocuparse de que nosotros, sus hijos saliéramos bien puestos y limpios a la misa de las nueve, que era la de los niños. Lo dicho: mi madre salía en contadas ocasiones a la plaza.Mi madre: una mujer de pueblo. Tenía aquí 38 años |
Cuando llegaba la fiesta se permitía bajar a la plaza. Justo
en la calle principal, enfrente del horno de las molineras, pegando a la
posada, vivía su hermana, mi tía María dolores. Mi tía estaba casada con el
Peluso y tenían la barbería en el mismo portal de la casa. Abrían la puerta,
ponían unas sillas y allí se sentaban. La única diversión consistía en ver a la gente pasar. No recuerdo que
se acercara a la pililla a ver la Virgen llegar. Desde allí podían ver la
entrada en procesión. Desde allí podían observar y churretear todo lo que
pasaba en ese día tan señalado porque estaban en el centro de la fiesta. Seguro
que “les cortaban un traje” a todas las que pasaban por la puerta: “Mira
fulanita, qué vestido tan feo”, “vaya novio que se ha echao menganita”, “dicen
que la niña de… se ha ido con el novio”.
La moda de finales de los cincuenta y principio de los sesenta |
De vez en cuando, las conocidas se
paraban a saludarlas y echaban un ratito de conversación. Lo máximo que se
permitían era un cartucho de camarones o un trozo de turrón de Manolito, nada
más. Entonces no se bebía tanta cerveza, ni mucho menos. Los hombres un vaso de vino
peleón, y ellas, si había ponche, solían
tomarse su vaso de tan rica bebida, acompañada de melocotones de la huerta. Y
antes de medianoche mi madre, imagino que acompañada por mi padre, tiraba calle
arriba, hacia La Carrera. Y por supuesto, con sus hijos de la mano. Eso no lo recuerdo, ni tampoco haberla visto nunca
pasear, ni sentarse en un bar, ni tomarse una cerveza, ni en la verbena. Es
como si tuviera luto, pero no, no era por eso. Estoy segura que durante al menos dos años después de morir su padre, con el que tenía una relación muy especial, ni siquiera
bajó al portal de su hermana. Pero yo era pequeña y son detalles que se han
perdido en mi memoria. Se entenderá que una madre así vigilaba todos mis pasos y daba pocas oportunidades para la diversión. Eso sí lo recuerdo. Mi adolescencia fue una lucha continua para arrancarle, en las tardes de verano, permiso para salir con mis amigas. Pocas veces lo conseguí. Para ella eso del paseo era cosa de fiesta, no para cada día. Y como vivíamos lejos, era muy difícil compartir con mi pandilla las risas y la alegría de los atardeceres por la carretera.
Mi madre, todavía joven |
La fiesta, ay la fiesta. Mis primeros recuerdos tienen un paisaje de fondo: la huerta de mis abuelos. Era un tiempo en que los
hortelanos se trasladaban a las huertas todo el verano. Los niños pasábamos
unos meses de juegos en libertad,
refrescándonos en el rio, cogiendo ranas, caracoles, y disfrutando de todo lo
que suponía vivir en plena naturaleza. De pronto, muy cerca ya de las fechas, desde el llano del cortijo,
veíamos pasar los camiones de las cunicas y el carrusel por la carretera, al
otro lado del río. Los chiquillos,
alborotados y con la vista fija en la empinada ruta de los vehículos, soñábamos
con esos días; un tiempo que se nos antojaba maravilloso, porque
se rompía con la monotonía de la vida y todo nos parecía extraordinario: se
estrenaba vestido, se salía por la noche… Hasta se nos permitía la entrada al baile determinadas horas… y un simple trozo de turrón, o un cartucho de
camarones, eran manjares extraordinarios. Cosas absolutamente sencillas, pero que nos sacaban de
aquella vida parca en placeres y regalos.
No sé por qué me ha quedado grabada aquella imagen tan
pintoresca de los hortelanos, desparramándose desde el pilar de la rambla,
hasta la plaza de abastos. En los días de feria, protegidos del sol justiciero
por los frondosos árboles que adornaban la calle, a un lado y a otro, hasta la
entrada del mercado, ocupado esos días con mesas, sillas y escenario para las verbenas, exponían y vendían los productos más frescos
traídos de las huertas del rio Cuadros. Y cómo no recordar, justo enfrente, la
humareda y el aroma que desprendía la elaboración de los churros de la Clavellina. Imágenes, olores y sabores
que permanecen en la memoria sensorial.
Otro de los momentos que han quedado para siempre en mi
retina, es el paso de la banda de música, anunciando el inicio de la fiesta, muy
temprano, cuando el sol todavía no había llegado a la Carrera. La algarabía de
los chiquillos, corriendo detrás de los músicos y los municipales poniendo
orden con aquellas pestuguillas que siempre llevaban en la mano, los estruendos de los cohetes… Era un
despertar festivo, para no olvidar. Pero curiosamente, lo que debería de haber sido un momento
alegre para mí, lo truncaban las lágrimas de mi madre, año tras año. Entonces
no lo comprendía. Ahora sé que era el recuerdo de su padre, mi abuelo el Mastriche,
que tantos años había dirigido la banda, lo que le provocaba tal pena, que no
era capaz de asomarse a la puerta para disfrutar de la música. Yo me
identificaba con esa pena. Me llegaba tan hondo que tampoco yo era capaz de
disfrutar como los demás niños. Gerónimo Caballero, hermano de mi madre, dirigiendo la banda de música a la que han puesto su nombre |
Un recuerdo muy íntimo que con los años me ha
ayudado a comprender el porqué yo misma, sin saber muy bien la razón, echo mis
lagrimitas cuando escucho la banda de música en cualquier fiesta popular. Las
emociones son muy misteriosas...
Por supuesto, yo era muy chica para ir a la verbena en esa
época, aunque aún guardo una foto en la que estamos un grupo de amigas.
Seguramente era en el horario que había para la gente menuda. ¡Y cómo bailaba
yo el Twist! Mi última fiesta fue la del año 1965, o sea que sólo tenía 14 años.
Mi última fiesta con mis amigas en la verbena en horario permitido |
El twist. Baile de moda en los primeros sesenta |
De ese año puedo recordar los primeros conjuntos musicales que llegaron al
pueblo, con guitarras eléctricas y mucho ruido. Durante las horas de la tarde,
los adolescentes teníamos vía libre en el salón de Chicuelo, en la plaza de
arriba, junto a la casa de Suárez. Éramos unas crías y, como las de ahora, nos
prendábamos enseguida de los músicos, pero sobre todo de los cantantes. Todos
nos resultaban guapísimos, ¡¡y eran tan modernos…!!! Un poco más tarde, mis
amigas ya empezaron a ir a guateques y verbenas acompañadas por los amigos, algunos ya novios.
Mi amiga Pepa, elegida reina de las fiestas |
Aún guardo las fotos que
me mandaban a Barcelona, con su pandilla, guapísimos todos, la elección de la reina de las fiestas y los primeros amores. Así que esos años en que todo es novedoso, los pretendientes, los guateques a media luz… el
paseo por los pinetes, del que tanto se habla en el pueblo..., todo eso, no lo viví. Mi mundo ya estaba en Barcelona,
aunque la nostalgia me comía por dentro cuando llegaban estas fechas. Todavía
recuerdo un poema que escribí dos o tres años después de marcharme. No me
atreví a mandarlo a un concurso que había por entonces, pero alguien lo hizo
por mí, sin consultarme, y gané el primer premio. Como lo presentaron con un
seudónimo, nunca recibí ese galardón personalmente. Luego, una amiga me dijo
que le habían comprado un ramo de flores a la virgen. ¡Vaya por Dios! Para una vez que tengo un premio literario, nadie se entera.
Y estos son los recuerdos que he podido rescatar en esta
tarde de final del verano. Ni coches locos, ni carrusel, ni cunicas, ni caballitos.
Siempre he sido muy miedosa y me mareaba fácilmente. No he disfrutado de nada
de eso. Un poco rara era, para qué nos vamos a engañar. Demasiados miedos y
muchas recomendaciones y advertencias de una madre a la que le arrebataron su
infancia.
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