sábado, abril 25

La cómoda de la abuela

Abrí los cajones de la cómoda con sumo cuidado. La pobre estaba vieja; tan vieja como aquella estancia, en la que ventanas, puertas y hasta el piso de baldosas rojas descascarilladas, hablaban del abandono de la casa. Durante muchos años, el mueble había lucido su esplendor en el dormitorio de la abuela, una sala grande en la que cada mueble destacaba por sí solo: la cama de hierro y cabezales con terminaciones doradas, una mesa muy elegante, que sustituía al clásico tocador de todos los dormitorios, un arcón, dos mesitas muy altas, y dos o tres sillas. Recordaba ahora esos detalles porque siempre había tenido una querencia especial por la cómoda.
Mama Teresa, que era como llamábamos a la abuela, tenía terminantemente prohibido escudriñar en aquellos grandes cajones; aunque siempre había una oportunidad de  saltarse la norma.
Cuando nos reuníamos las primas y sabíamos que ella andaba lejos, subíamos al primer piso, casi sin poner los pies en la escalera, como no queriendo hacer ruido, sigilosamente. Era el momento de desentrañar los pequeños secretos, de romper las prohibiciones. Emoción y miedo, risas nerviosas, empujones… La aventura no era para menos. No fue sólo una vez, qué va. Fueron muchas las oportunidades que tuvimos de asomarnos al misterio, a los sencillos tesoros que la abuela había ido creando con sus propias manos. Allí dormían el sueño del tiempo preciosas ý blanquísimas sábanas bordadas por sus propias manos, con primor, con paciencia, con un gusto exquisito: bodoques, realce, vainica ciega, cordoncillo, festón. Qué se yo.
 
 Era todo un oficio lo que las mujeres desarrollaban desde muy niñas y que luego quedaba para siempre en los maravillosos ajuares que algún día aportarían al matrimonio. Humilde y artístico patrimonio que luego nunca usaban. Por eso, la abuela mantenía aquel tesoro envuelto en papel de seda, bien planchadas las sábanas, las fundas de los almohadones, incluso toallas de algodón, rematadas con flecos, un entredós con cintas rosas, cuando no con algún encaje de bolillos. Guardaba mama Teresa un camisón de dormir amarillo con puntillas de croché, y ropa interior íntima que a nosotras nos parecía un poco rara y que no nos atrevíamos a preguntar para qué servía. Aquellos cajones escondían también viejas fotografías que el tiempo había gastado hasta quedar muchas veces agrietadas. Nos acercábamos a aquellas imágenes con los ojos como platos, preguntándonos quienes eran aquellas personas y por qué estaban allí tan escondidas.




¡Ah, la cómoda de la abuela! Vieja, cubierta de polvo y con los cajones dislocados. Y ahora estaba ahí, en la habitación que había sido de mis padres en los últimos años. Mi madre acababa de morir. Yo me había trasladado al pueblo para cerrar la casa familiar. Tenía que decidir qué llevarme, qué tirar, qué regalar… Tuve miedo. Me preguntaba si aquellos cajones guardarían algún secreto de esos inconfesables que siempre hay en las familias. Todo era muy reciente. Estaba en pleno duelo y emocionalmente me sentía frágil. En cualquier momento podría echarme a llorar.
No, aquella no era la cómoda de mi infancia. Pensé que mis recuerdos infantiles me engañaban. Tal vez no era real esa visión tan perfecta y estética del ajuar de mama Teresa; quizás lo había soñado, o idealizaba aquel tiempo; tiempo de cerezas, de manzanas crujientes, de higueras chorreando azúcares por las hendiduras de sus frutos. Tenía cincuenta años y ya nada era como entonces. Temblando, me dispuse a descubrir qué había guardado mi madre en la vieja cómoda. La muerte acaba con todo, pensé. Si ella viera lo que va a ocurrir con todo esto que fue suyo: su ajuar, sus papeles, la ropa de cama que fue acumulando, de forma irracional, porque sí, porque había que tener esas cosas. Por si pasaba algo. Los muebles y utensilios domésticos que nosotros no vamos a necesitar y que tendremos que regalar o tirar. El niño Jesús sobre el tocador. Sonreí, recordando cómo se empeñaba en taparlo con cualquier paño en las noches de invierno. Como si fuera un niño real, porque para ella representaba algo que nunca comprendimos. El retrato del abuelo que siempre había presidido la sala, el rosario y los libros de oraciones y cánticos.    
 Y el armario que le construyó su padre cuando se casó. Un mueble desvencijado que llevaba años casi escondido en aquella habitación tan lúgubre del fondo que nadie usaba. Nunca quiso deshacerse de él, aunque en más de una ocasión estuvo a punto de desmoronarse. Todo estaba a punto de desaparecer. Me daba cuenta de que las lágrimas que recorrían mi rostro eran las suyas; las que no había podido derramar porque no le dio tiempo a despedirse. Agarré el viejo libreto de “Morena Clara”, la obra de teatro que tanto declamó porque le recordaba los tiempos felices de su adolescencia, y lo guardé en mi bolso, junto con su libreta de cánticos religiosos, un misal y El Nuevo Testamento, cuidadosamente encuadernado. No quise seguir. No pude. Bajé las escaleras y sentada junto a la ventana del salón, di rienda suelta a mi dolor.
Diciembre de 2005     

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