viernes, enero 29

La crianza en tiempos revueltos


No sé cómo me vino la imagen. De pronto, recordé su pequeña mano tibia en las mañanas frías de invierno, subiendo y bajando escaleras en el metro, para dirigirme al Hospital de Sant Pau, en Barcelona, ciudad donde vivía en ese momento. Mi memoria no ha guardado todos los detalles, pero sí esa sensación de arrastrarlo, con apenas año y medio, hasta aquellos hermosos jardines del antiguo edificio barcelonés.
Luego, recorrer los lúgubres pasillos, cruzándonos con médicos, enfermeras, mujeres con carros de limpieza… hasta la consulta del doctor Herrero, un neurólogo que me encargaba redactar trabajos para una revista médica. Era muy joven y no me había vuelto a incorporar al trabajo después de ser madre. Por eso, no dudé en aceptar el encargo del médico: tenía que leer y después sintetizar, con un lenguaje muy asequible,  el contenido de los artículos.  Con mi vieja máquina de escribir marca Olivetti, daba forma a todo aquel material tan farragoso, que luego cobraba calculando las palabras transcritas. Una pequeña ayuda a la exigua economía de una pareja recién casada.
 Compartía con mi hijo esos momentos por pura exigencia. No era fácil dejarlo a cargo de nadie. No había una abuela a mano, ni una hermana, ni una guardería que aceptara al niño durante unas horas, sin tener que gastar mucho y dejar mermado el único sueldo que entraba en la casa. Pero, afortunadamente, podía llevar a mi hijo a recoger la tarea de la semana, sin que eso complicase demasiado mi vida, ni la de los demás. Por otro lado, me  agradaban esos momentos entre los dos, mientras él descubría rincones de la ciudad y se  comunicaba con sus medias palabras, sus preguntas inocentes, sus sonrisas… Y aquel andar todavía inestable, pantalones a cuadros, tirantes, rizos dorados, ojazos que recorren  el mundo más próximo con curiosidad y alegría.   
De eso hace casi cuarenta años y curiosamente las imágenes y las sensaciones vividas cuando apenas tenía veinticinco años vuelven a mi memoria, delante del televisor. Una diputada toma posesión de su cargo como representante del pueblo y acude a Las Cortes con su bebé en los brazos.
Confieso mi extrañeza y no sé qué pensar ni qué decir ante esta situación anómala dentro de ese contexto. Yo, que estoy acostumbrada a escribir y a dar mi opinión en las redes, me planteo si debo decir algo, sobre todo cuando el personal empieza a pronunciarse: ¿Se trata de un gesto simbólico? ¿Es lo que se suele llamar “postureo”?, ¿está dejando patente la diputada las dificultades que tenemos las madres para compaginar nuestra vida privada con la tarea profesional?, ¿qué pretende decirnos con ese gesto, qué las madres deberíamos ir al trabajo con nuestros retoños?  ¿Cómo es posible que no se le haya ocurrido dejar al niño con una niñera, o en una guardería?, ¿es adecuado ese lugar para una criatura tan pequeña? ¿Está utilizando la madre al bebé para sus intereses partidistas? ¿Qué hubiera pasado de ser un hombre el protagonista del gesto?  
Reprimí  mi natural afición a escribir sobre temas de actualidad con los que me siento comprometida. Sabía que cualquier cosa que se me ocurriera sobre la cuestión podía ser mal interpretada, contestada, o considerada políticamente incorrecta. Y francamente, no está una ya para que la vapuleen por esas redes sociales; me protejo de la diarrea cotidiana de tantos opinadores profesionales y expertos.
 Los lectores de este artículo podéis imaginar, por el relato con el que lo inicio, que pertenezco a esa generación de mujeres con una profesión, que hemos tenido que resolver esa dificultad de cuidar de los hijos y de los padres, y al mismo tiempo mantener nuestra acción en el mundo público. Así que imagino que no soy sospechosa de defender ideas trasnochadas sobre el papel de los hombres y de las mujeres en nuestra sociedad. 
Sin embargo, debo confesar que no llego a comprender a aquellos y aquellas que, quizás considerándose los más “guays” del universo, se sorprenden de que la mayoría de la gente corriente expresara su estupor  por la imagen de la diputada  con el niño. “Pues no sé por qué es tan raro que una mujer venga al Congreso de los Diputados con su bebé en brazos”, han exclamado la mayoría de los biempensantes. Como si tal cosa fuera de lo más corriente. No salía de mi asombro.  No es corriente, no.              
Posicionarse en este tipo de cuestiones resulta delicado, porque lo políticamente correcto es estar al lado de lo más “moderno”, de lo que hacen los que solemos considerar “progresistas” y mucho más si quienes lo critican son gente con ideas cavernícolas, machistas y clasistas como algunos diputados de la derecha, que se echaron las manos a la cabeza y acusaron a la Diputada de ser más o menos una exhibicionista. 
Hemos escuchado los argumentos de la madre en cuestión, que, sinceramente, a mí no me  han convencido. A pesar de todo, no estoy muy segura de si en este espacio seré capaz de encontrar argumentos que den respuesta a todo lo que se ha dicho sobre lo ocurrido en la sesión del Congreso. Sé que estamos ante un tema con demasiadas aristas y no será posible tratarlo con la profundidad que merece, así que me centraré en las justificaciones de Carolina Bescansa: “Traigo a mi bebé conmigo porque quiero criarlo con apego"                                            
Cada madre está en su derecho de criar a su hijo de la manera que considere mejor: con apego, sin apego, con lactancia materna a demanda o estableciendo unos horarios,  con biberón, combinando distintos métodos,  en fin, que en eso no hay nada que decir, al menos por mi parte. Pero reconozco que hablar de derecho implica que el abanico de posibilidades sea factible para todas las personas que tienen hijos pequeños. Y la realidad de este país es que no todas las madres y padres están en condiciones de elegir, sino que la mayor parte simplemente hacen lo que pueden para criar a su prole y estoy segura de que también la mayoría ama a sus hijos y se dedica a criarlos con los recursos materiales y emocionales de que disponen.  
Creo necesario distinguir entre esa masa de la población que hace lo que puede, y los casos, como el de Carolina, que parece una de esas mujeres informadas y con capacidad para elegir. Unos y otros son igual de respetables, pero la gente, que como la diputada está en mejores condiciones para decidir cómo quiere criar a sus hijos, me parece a mí que también ha asumido lo que eso significa en términos de renuncia durante un tiempo a realizar ciertas actividades profesionales que le exigen horarios y
tareas incompatibles con su dedicación a la crianza y a lo que el bienestar de un bebé demanda.

Si una madre decide libremente que quiere establecer ese vínculo de apego entre su criatura y ella, sabe perfectamente que la mayor parte del día y de la noche va a tener que estar junto a su retoño. Esa forma de crianza exige de las mujeres dedicar todo su tiempo a esa digna y difícil tarea. Pretender que podemos seguir con nuestra vida como si tal cosa, conociendo la exigencia de tiempo y energía emocional que requiere lo que Carolina Bescansa ha decido, es una falacia. Y sé de lo que hablo. ¿Cuántos padres o madres, en los primeros años de sus hijos pueden dormir y descansar lo necesario para poder cumplir con sus tareas profesionales, y/o domésticas, sin sentirse sobrepasados? Naturalmente, aquí entran incluso esos padres que apoyan a las madres del modelo de apego y siguen su vida profesional. También ellos acaban agotados, a no ser que durante unos años se busquen una habitación propia, o puedan tomarse una baja laboral.  Y es que yo me pregunto: ¿Es posible desarrollar una carrera profesional y al mismo tiempo cuidar de una criatura de forma personal, con apego, tal y como las últimas tendencias promueven y nuestra diputada pretende?  Lo dudo, la verdad.       
             
Porque he vivido esa experiencia personalmente y la he observado en personas cercanas, puedo afirmar que lo que llamamos “Conciliación” es incompatible, al menos en los dos o tres primeros años de la crianza, con  llevar una vida mínimamente confortable, en la que sea posible gozar de ese tiempo que requieren los bebés, sin sentirse cansada, agobiada, preocupada por no llegar a todo, y a veces muy enfadada. La frustración es el último eslabón de esta carrera de obstáculos que la mayoría de mujeres tenemos que saltar, ya que nunca lograremos ser esa madre perfecta que la cultura actual está pidiendo.                                    
Y ya que hemos entrado en el modelo de madre perfecta que todas llevamos incorporado, aunque sea de forma inconsciente, me parece que el gesto de nuestra diputada contribuye a reforzar ese modelo. Carolina muestra una imagen de súper woman, al hacer lo que hace: representar a los españoles en el Congreso de los Diputados, lo cual implica una tremenda responsabilidad y estar con los cinco sentidos puestos en lo que los ciudadanos estamos exigiendo de los políticos; pero, mientras trabaja, no puede despegarse de uno de los papeles más difíciles y que exige total entrega: criar a su bebé. ¡Ostras! Yo desde luego no podría estar en los dos papeles al mismo tiempo y menos con esa relajación con la que se la ve, y acompañada de sus compañeros varones amorosísimos. Pero vamos, ¿Cuántas mujeres tendrían ese privilegio en un país como el nuestro?, que es el que tenemos, dicho sea de paso. 
 Bueno, estoy segura de que, con su gesto, la diputada de Podemos no quería reivindicar que las madres puedan llevar al trabajo a sus bebés. Es inimaginable una dependienta atendiendo a un cliente y dando el pecho, o una oficina cualquiera con diez criaturas berreando; y no digamos una doctora que tuviera que escuchar a un paciente, o realizar alguna intervención, mientras que alimenta a su criatura, que no atiende a otras urgencias que la suya propia. En definitiva, Carolina Bescansa ha puesto sobre el tapete un asunto central en nuestra sociedad. A saber: que existe el cuidado de la vida desde el nacimiento y que hasta ahora ha sido responsabilidad de las mujeres hacerse cargo de criaturas, enfermos y personas vulnerables. Vale, de acuerdo. Pero lo que a mí me parece que nadie ha señalado es la posibilidad de que, cuando llegan esos momentos dificilísimos que la mayoría experimentamos de una manera u otra, y en varias etapas de la vida, alguien tiene que ocuparse.        
No hay duda de que la vida exige renuncias y las personas adultas tenemos que ser capaces de asumir una cierta frustración cuando llegan esas duras  decisiones. No se puede tener todo. No sé si estoy en lo cierto, pero tengo la impresión de que a las parejas actuales les cuesta mucho tener que bajar su nivel de ingresos y dejar aparcada o dedicar menos energía a la profesión. Nuestro estilo de vida nos ha llevado a crearnos una serie de necesidades, casi todas prescindibles y parece que la única solución que encuentran muchos es colocar a las criaturas con los abuelos. Así se sienten tranquilos, los niños están bien cuidados, pero sobre todo, no se tienen que gastar un porcentaje importante de uno de los sueldos en una guardería o en una buena niñera que lo venga a cuidar a casa. Yo, por ejemplo, hice esto último, y no sólo eso, sino que ajusté mis horarios de trabajo a mis fuerzas físicas y emocionales, mientras mis hijos crecieron. Pude hacerlo porque no tenía en el centro de mis valores el éxito profesional. Pero claro, cada pareja debe llegar a un acuerdo sobre esta cuestión y no responsabilizar a terceros de lo que les corresponde a ellos.             
Lo ideal, claro está, sería conseguir que el Estado se haga cargo de pagar un salario a la persona que elige el trabajo de crianza durante ese tiempo. Y digo ideal, porque, siendo realistas, ¿alguien ve factible en este momento de recortes y de crisis del Estado del Bienestar que este país legisle sobre esta cuestión? Francamente, yo no. Y aunque siempre he pensado que tener un hijo y criarlo no sólo es un asunto personal, sino un bien social, me pregunto si, en estos momentos, y mientras se consiguen cambios legislativos que apoyen esta idea con políticas reales, no deberíamos cuestionar algunos valores que actualmente parecen inamovibles. Por ejemplo, que el trabajo sea el centro de nuestra vida; que nuestra identidad dependa de estar integrados o integradas en el mercado laboral, con nuestras energías puestas en alcanzar un status profesional socialmente valorado. Es desde luego un estilo de vida que cada cual es libre de elegir, pero desde mi punto de vista imposible de mantener cuando aparecen situaciones humanamente incontrolables, como enfermedades de personas allegadas, vejez de los padres, o crianza de los hijos.

Para mí, que la antigua Ministra de Defensa, Carme Chacón, o la actual Vicepresidenta del gobierno, no hayan dedicado más de una semana al cuidado de sus retoños recién nacidos, no es ningún progreso. Tampoco es eso, digo yo, no veo que sea un modelo a seguir por las mujeres. Lo verdaderamente progresista, sin querer entrar en lo que una bloguera feminista ha denominado "Feministómetro" sería tener la posibilidad de dejar durante un tiempo la vida laboral, sea cual sea su importancia social, para poder ejercer la maternidad. Y por ejercer la maternidad no entiendo, disfrutar de tu bebé, como se suele decir ahora. Para mí no se trata de mi placer, o mis deseos, sino de las necesidades vitales de un recién nacido, de darle importancia al cuidado de la vida en esos momentos tan fundamentales. De paso nos beneficiamos nosotras de un tiempo que es precioso y que se debería vivir con una cierta tranquilidad de espíritu. Cuidar de las personas vulnerables lo considero una responsabilidad de hombres y mujeres, y también puede ser una oportunidad de aprender mucho sobre nosotros y restituir, cuando se trata de los padres, aquello que nos fue regalado.  


No dudo de que puede haber familias que necesiten los ingresos de dos personas para vivir decentemente, pero estoy segura de que no son la mayoría. Saber ajustar nuestro presupuesto en periodos determinados de la vida, no sólo es posible, sino que lo considero deseable, como ejercicio de austeridad, y como alternativa al consumismo que nos devora. Parece que tenemos que acudir a las palabras del Ex Presidente Uruguay, José Mujica, que viene defendiendo aquel dicho de mis abuelos y que al escucharlo en boca de un hombre importante y actual, adquiere otro valor: “No es más rico el que más tiene, sino el que menos necesita”.         
Pues eso, que hay muchas formas de entender la función  parental, que dicho sea de paso, exige mucha paciencia y esfuerzo, amén de otras competencias psicoafectivas nada fáciles de adquirir y desarrollar. Hay numerosos argumentos y justificaciones para ser una madre apegada, despegada, trabajadora a tiempo parcial, dedicada en cuerpo y alma a la profesión. Y también para la defensa de un tipo de padre que pide la baja paterna para dedicar un tiempo a la crianza; o que, tras el nacimiento de sus hijos, sigue su vida como si nada hubiera cambiado. Los hay que prefieren volver a casa cuando las criaturas duermen, los que se sienten culpables porque su dedicación profesional les exige viajar y pasar mucho tiempo alejado de sus retoños… En definitiva, el mundo contemporáneo, al poner en cuestión los roles tradicionales, nos lo ha puesto mucho más difícil y nos obliga a seguir reflexionando, debatiendo, ensayando, buscando fórmulas que promuevan una “Vida buena”, que no es lo mismo que “Buena vida”.
Mientras tanto, la televisión nos sigue regalando mensajes que siguen incidiendo en esa madre que no puede permitirse ponerse enferma porque tiene que atender muchos frentes. (véase el último anuncio sobre un medicamento para el resfriado) Para eso están las farmacéuticas, esas empresas tan bondadosas que nos ofrecen una pastilla para cada cosa y nos permiten seguir funcionando, porque sin nosotras, el mundo se pararía. Y tampoco es eso, ¿no?                              

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