Aquella
mañana, el despertador había sonado muy pronto, sobre las siete. Después de un
desayuno en el que no faltó el bendito zumo de naranja, que me resultaba tan
necesario para despertar, me dirigí hacia la parte baja del pueblo. El tren que
cogía cada día, quedaba a unos veinte minutos de la casa. En las mañanas de primavera era un agradable y vitalizador
paseo, así que no me costaba trabajo, ni echaba de menos disponer del
tan preciado carné de conducir.
Claro que, al llegar la noche, o cuando ya llevaba unas cuantas horas en la ciudad, la vuelta a casa se convertía en una trabajosa “excursión” de la que ya empezaba a estar harta. Hacía más de veinte años que vivíamos en una población del cinturón metropolitano de Barcelona. Cuando llegamos allí yo era joven: tenía poco más de treinta años. Era capaz de casi todo y pensaba que aquella casa que conseguimos con tanta ilusión iba a ser la última. El lugar era adecuado para criar a nuestros hijos con libertad y aire puro y la ciudad quedaba relativamente cerca.
Claro que, al llegar la noche, o cuando ya llevaba unas cuantas horas en la ciudad, la vuelta a casa se convertía en una trabajosa “excursión” de la que ya empezaba a estar harta. Hacía más de veinte años que vivíamos en una población del cinturón metropolitano de Barcelona. Cuando llegamos allí yo era joven: tenía poco más de treinta años. Era capaz de casi todo y pensaba que aquella casa que conseguimos con tanta ilusión iba a ser la última. El lugar era adecuado para criar a nuestros hijos con libertad y aire puro y la ciudad quedaba relativamente cerca.
Ahora, mis
hijos habían crecido, eran suficientemente mayores como para independizarse; de
hecho, uno de ellos ya se valía por sí mismo y el otro quería volar. Yo, me
había quedado sin trabajo y desde ese momento empecé a fantasear con la
posibilidad de volver al Sur: ese lugar mítico de donde salí con apenas 15
años. El verano anterior conseguí
convencer a mi marido, de que era bueno comprar una vivienda en una ciudad
mediana de la Baja Andalucía, aprovechando los bajos precios y mi entusiasmo
por vivir en la zona.
Mis viajes
diarios a Barcelona tenían una razón: empezaba un curso formativo para preparar
esa vuelta. Era el momento de iniciar un trabajo autónomo, quizás una pequeña
librería, donde ganarme la vida y seguir activa.
Sobre las 8,45
llegué a la estación de metro de Glorias. Era un día normal y no pensé en nada
especial. Bajé del tren y, lentamente,
me dirigí a la escalera que llevaba a la calle. Crucé las puertas de salida,
franqueadas por las taquillas, donde unos empleados atendían a los viajeros.
Me
sorprendió verlo todo tan parecido a cómo lo recordaba: el pequeño bar con su
mostrador y los taburetes, donde la gente se tomaba el primer café del día; y
fue entonces cuando, entrando en el pasillo subterráneo que llevaba a la calle,
el corazón empezó a latir más deprisa de lo normal. Notaba su aceleración, al
tiempo que contemplaba, como si lo viera
por primera vez, ese túnel tan lejano y al mismo tiempo tan familiar para mí.
Salí a la calle y, sin que pudiera decidir nada, mis pasos se dirigieron a la
calle Bolivia. Pero ahora ya estaba llorando. Las lágrimas corrían por mi
rostro, y aunque era evidente que estaba
en plena calle, no me importaba: quería llorar. Quería llorar, y quería volver
a ver aquel lugar. Después de casi treinta años allí estaba: un edificio de
planta cuadrada, haciendo esquina: Manufacturas Petronius, S.L. Bolivia, 32.
¡Asombroso!, estaba tal y como lo recordaba: un gran portalón por donde se
entraba a los talleres y donde descargaban los camiones de reparto.
Cinco plantas y sótano, iluminadas con grandes ventanas que dejaban entrar el aire y la luz, pero que formaban parte del muro; sólo que cada hueco se cerraba con una especie de cuadrículas de metal que tenían la función de marco de pequeños cristales. Era una edificación funcional, con amplias naves, en cada una de las cuales había una pequeña separación para oficinas. Se confeccionaba ropa masculina, principalmente, aunque a final de los años sesenta, una de las plantas se dedicó a la ropa de mujer, que hasta entonces se confeccionaba en otro edificio.
Las imágenes
fueron apareciendo poco a poco, al
tiempo que un llanto dulce y balsámico dejaba su sabor salado en mi
cara. No quería preguntarme el porqué de aquella emoción incontrolada; me
sentía bien y prefería dejar hablar a algo que había quedado dentro de mí, y que ahora, muchos años después afloraba. Los andenes de la estación en la actualidad |
Cinco plantas y sótano, iluminadas con grandes ventanas que dejaban entrar el aire y la luz, pero que formaban parte del muro; sólo que cada hueco se cerraba con una especie de cuadrículas de metal que tenían la función de marco de pequeños cristales. Era una edificación funcional, con amplias naves, en cada una de las cuales había una pequeña separación para oficinas. Se confeccionaba ropa masculina, principalmente, aunque a final de los años sesenta, una de las plantas se dedicó a la ropa de mujer, que hasta entonces se confeccionaba en otro edificio.
Delante del edificio, con mis compañeros de trabajo (año 1968) |
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ResponderEliminarDespués de muchos meses, encuentro este comentario. Me deja sin palabras, emocionada y con ganas de saber quién es esta mujer tan generosa que recibe mis relatos de esa forma. Muchísimas gracias, amiga MuCha. Un abrazo.
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