Aquel mes de septiembre se anunciaba como un tiempo sin contenido claro. En junio había terminado la enseñanza primaria con muy buenas notas; pero sólo tenía 12 años. ¿En qué se iban a convertir a partir de entonces sus días? Allí no había posibilidades de elegir. Algunas de sus compañeras ya llevaban al menos un año en la capital estudiando el Bachillerato y tenían un horizonte claro. Seguramente se convertirían en maestras. Ella no. Su familia no podía permitirse invertir los pocos recursos económicos de que disponían en pagar un colegio en la ciudad. Le gustaba estudiar. Siempre había disfrutado con la vuelta al cole al finalizar el verano. Sentía curiosidad por lo nuevo, y sabía que se encontraría a sus compañeras de siempre, con las que se lo pasaba muy bien en el recreo.
Pensar en otra alternativa le resultaba difícil, porque el
pueblo no ofrecía nada para esa edad. Si acaso aprender a coser en algún taller
de costura. No le entusiasmaba. No era lo suyo. Su padre la sorprendió. Se le
ocurrió hablar con Juan y Sebastián, los escribientes del Sindicato de
Labradores y Ganaderos. Eran dos personas muy afables, que recibieron la
propuesta de aquel hombre sencillo con sorpresa, pero entendiendo que era una
posibilidad para una niña con fama de aplicada: sería una auxiliar para ellos y
al mismo tiempo aprendería a escribir a máquina.
Con cierto miedo y timidez, se dirigía cada mañana a aquel edificio que a ella se le antojaba muy antiguo, aunque bonito. Tomaba asiento delante de una mesita donde una máquina de escribir Olivetti esperaba que alguien la hiciera rejuvenecer, ya que tenía unos cuantos años y sus teclas empezaban a oxidarse por falta de uso. Una Lexicon 80. Un trasto muy grande, pero estupendo para aprender.
Quizás no estaba muy segura de que era una pionera. No
pensaba en esos términos. No le importaba el hecho de que ninguna chica, hasta
entonces, había ocupado una mesa en aquella institución tan tradicional. Pronto
le dieron algunas responsabilidades administrativas muy básicas, como pasar a
los libros de registro las comunicaciones que llegaban de entidades parecidas,
o de la administración pública en general. Con aquella letra tan infantil,
trasladaba a los libros todo lo que llegaba por correo. Allí dejó su rastro de
niña que aprendía a marchas forzadas, todo lo que sus mayores le encargaban. No
era consciente de que estaba haciendo historia y que pasado el tiempo, alguien
se acercaría a aquellos registros y se encontraría con una parte de ella. Recuerda
que aquellos años muchos hombres salían hacia Alemania como emigrantes, y todo
el papeleo se hacia en el sindicato. También aquellas tareas se las encargaban
a ella: rellenaba los impresos y los pasaba a cada interesado para la firma. Se
sentía importante, para que va a negarlo. Tenía sólo 14 años y manejaba asuntos muy
serios. Ahora es cuando puede valorarlo.
Cuando ya ha pasado de los 70 y siente cierta ternura por
aquella adolescente que no se comportaba como tal, porque tenía responsabilidad.
Sus funciones estaban a medias entre el aprendizaje y el trabajo. Por eso a
veces piensa que ella no ha tenido adolescencia. Ahora, cuando se inicia la vuelta al cole, se
entretiene en volver a aquella imagen, pero sobre todo se detiene en el empeño que
ponía en pasearse por las calles del pueblo, hasta llegar a la zona alta, donde
vivía, con su libro de mecanografía a la
vista. Si, a la vista, porque quería dejar claro que ella era una jovencita
interesante, que quizás no estaba estudiando el bachillerato, pero si ensayaba
para convertirse en una futura secretaria de las que escribían más de 200
palabras por minuto. No lo podía imaginar siquiera, porque era un mundo
desconocido para ella, pero en las películas sí lo había visto.
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