miércoles, marzo 10

El dolor silencioso de Carmela

 De golpe las hermanas se quedaron solas. Su madre había decidido irse para siempre, y lo hizo sin despedirse ni explicar cuál era su dolor, sin hablar de ese sufrimiento que se le hacía más insoportable incluso que dejar de ver a sus hijas. Ellas, sus niñas, la necesitaban porque ya estaban en edad de “merecer”; pronto se echarían un novio,  se casarían y tendrían sus propios hijos. Sin embargo, estaba segura de que saldrían adelante por sí mismas, porque estaban preparadas para la vida: sabían coser, cocinar, lavar, planchar, pintar, conocían las labores del campo… Además, siempre podrían trabajar de sirvientas, porque ella les había enseñado todo lo que una mujer debe saber. Aquel día, cuando nadie la veía, en silencio, salió de la casa y buscó el abrazo de las aguas profundas y turbias del río. 

Allí se disolvió su inmenso dolor para siempre.  Aquel hombre, un campesino acostumbrado a dar órdenes, a tener la vida doméstica resuelta, una esposa sumisa y dos hijas obedientes, no pudo soportar las habladurías del pueblo. Una mujer no se quita la vida sin más, eso era lo que decían. Él sabía los motivos.   Sin mayores explicaciones cogió el dinero que había sacado de la venta de unas tierras de la familia y se marchó sin dejar rastro ni dirección. Las dejó solas, con un doble sentimiento de abandono que no podían comprender.