lunes, diciembre 16

Una clase de Pilates

Un día más entro en el vestuario. El frío se hace esperar, aunque falta nada para que empiece el invierno. Me coloco dos calcetines… bueno, quiero decir, uno encima del otro, porque dos calcetines es normal que nos pongamos todos; aunque mi hijo Pablo, por ejemplo, se los suele poner de colores diferentes. Pero vaya, es que él está un poco loco.
Pues como decía… Me preparo para entrar en mi clase de Pilates como cada lunes y miércoles. Mientras esperamos, hay comentarios para todos los gustos, la mayoría sobre la temperatura, la humedad, los resfriados… Menos mal que estamos en una zona que frío, lo que se dice frío, no hace. Por eso nos asustamos en cuanto el mercurio se sitúa por debajo de diez grados y armamos un tremendo jaleo con las alertas de todos los colores. Acabo de salir de casa, después de tres días encerrada por uno de esos resfriados que me dejan hecha una pena. Apenas me sostengo sobre mis piernas, pero yo, erre que erre, venga, que tengo que hacer ejercicio, que hay que esforzarse, que no quiero ponerme como una vaca con esto de la Navidad. Comento con una compañera que eso de hacer ejercicio siempre exige forzar nuestra naturaleza, que en general es muy vaga para todo y especialmente para eso de darle una paliza la musculatura. Me da la razón. 
Entro en la sala y preparo una colchoneta donde colocarme. ¡Qué fastidio! Hoy nos toca el rulo. No me gusta, pienso. Debe de ser porque salgo machacada. En el fondo no es del agrado de ninguna, aunque pocas se atreven a decir lo que piensan. Si acaso el único hombre que tenemos: Luis. Nos tumbamos, mientras suena una música de fondo pensada para crear un ambiente propicio para la relajación. Pero hoy, a pesar de mi voluntad, no logro desconectar.  No hace frío, pero es mi estado general el que no me deja centrarme en el aquí y ahora.  
Lo peor está por llegar. Hoy Mercedes quiere hacer una clase guay. La chica se ha esforzado este fin de semana en un curso y va a practicar con nosotras. Y lo hace, ya lo creo que lo hace. No recuerdo haberme sentido tan inestable sobre el dichoso rulo. Toñi, sin embargo, está en su salsa. La miro y la remiro. ¡Ostras, parece que tiene cuatro piernas! Mientras ella parece disfrutar de la ejecución más saltimbanqui que conozco, yo me alegro de que Mercedes no se fije en mi cuerpo serrano, medio derrengao sobre el rulito. Al fondo Luis se queja. Menos mal, pienso. No soy la única. De pronto, Mecedes me dice algo del empeine. ¿El empeine, donde está eso? No acierto con el lugar. Así somos los de letras, que eso del esqueleto nos suena a chino.  
¡Qué bien estaría yo ahora en mi camita! Quién pillara ahora mismo el sofá, la mesa camilla y el brasero… Mmmmm  qué calentito… 

Cuando llegue a casa tengo que preparar la comida, pero hoy no pienso cocinar mucho. Pongo la olla de lentejas con calabaza, puerro, zanahorias, patatas, tomate, pimiento, su cabeza de ajos, su hoja de laurel…  en fin, todos sus avíos, como se dice por aquí, y lo dejo cocer mientras me dedico a otros menesteres. Por cierto, que ya le va haciendo falta un repasito a los cristales, que casi no veo a la vecina de enfrente… ¡Vaya rollo! ¡Ah!, y tengo que llamar a mi hijo, que casi se me ha olvidado su voz. ¡Se podrán quejar! Si no los llamo, ellos, ni caso, a lo suyo. Pero bueno, menos mal que están bien y los veré por Navidad.  La voz de la profe me saca de mi momento preocupación. Uffff… tengo que incorporarme, coger el rulo y metérmelo debajo. Como sigamos dándole al pubis, quien sabe lo que puede ocurrir. Ahora a levantar las piernas… ¡Halaaaaa!, al suelo… Hoy he gritado varias veces. Teresa, hay que ver cómo estás… Bueno, todo sea por conseguir un cuerpo diez. Menos mal que dentro de nada estaré divina de la muerte.     

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