martes, diciembre 17

El poder evocador de la música

¿Quién me iba a decir a mí que después de tantos años iba a emocionarme con una canción de Raphael? Confieso que era mi ídolo cuando apenas tenía quince años.  En esa época claro que me gustaban Los Beatles, Los Salvajes, Los Brincos… Me volvía loca bailando un twist o el Black is black de Los Bravos y no me dolían prendas si tenía que arrancarme a cantar una copla.

Vaya, que siempre he sido una ecléctica en lo de la música. Aún guardo varias postales, algunas como la preciosa foto en blanco y negro firmada por Karina, que no debía de tener más de 18 años y también escribí una vez al Dúo Dinámico pidiéndoles una foto firmada. Aún recuerdo la dirección de Barcelona: Rosellón, 402. Era un poco peliculera. Tenía ese espíritu de las fans que ahora critico, capaces de hacer cualquier cosa por ver a sus ídolos. Una vez me pasé la tarde entera en los estudios de Televisión de Hospitalet, con la baba caída, mientras veía a los Brincos grabar un programa. ¡Ay, la adolescencia! Quizás era en lo único que me atrevía a hacer pequeñas locuras, porque en lo demás, con la madre tan severa que tenía, ni se me ocurría. Ni minifalda, ni cigarro, ni chicos, y mucho menos protestar por las tareas domésticas.  Además, mi vida era más parecida a la de una adulta que a la de una niña que aún no sabe dónde situarse.

Me levantaba entre las cinco y media y las seis de la mañana para ir a trabajar y volvía a casa a las cuatro de la tarde, con hambre y ganas de echarme una siesta para recuperarme del madrugón. No tenía ni un tocadiscos con el que poder disfrutar de la música que tanto me gustaba. El primer aparato nos lo regaló alguien el primer año de casados, cuando ya tenía veintiuno. Mientras, la radio y las revistas de música me mantenían informada. La radio durante las mañanas del sábado hacía más llevadero eso de dar un repaso a las habitaciones. En aquella época se decía "Hacer sábado" a eso de pasar el trapo del polvo y la fregona, cambiar las sábanas y ordenar los armarios. Una chica de quince o dieciséis años tenía que ayudar a su madre, así que mis sábados eran de marujeo. Mientras, escuchaba “El gran musical” de José María Iñigo. Recuerdo Mundo Joven, una revista muy barata que solía comprar, en la que había una sección de anuncios que podría ser una especie de red de las de ahora. A través de los mensajes, nos poniamos en contacto con otros jóvenes y manteníamos correspondencia entre nosotros. Era mi mundo más allá de los paseos por el barrio, el cine de domingo y mi trabajo en la oficina.   

¿A qué viene ahora este llanto? Pronto voy a cumplir sesenta y nueve años y desde hace mucho tiempo  no me gusta Raphael. Entiendo que ha sido un gran cantante y lo confirma la película que acabo de ver esta tarde “Cuando tú no estás” Año 1966. Un joven de veintitrés años con una voz espectacular, unos falsetes inigualables y una fuerza escénica que siempre lo ha acompañado, aunque en ese momento no tenía ese histrionismo que es lo peor de él, para mi gusto. Dejó de gustarme cuando empecé a hacerme políticamente mayor; cuando descubrí a los cantautores y otro tipo de música más comprometida, y otros estilos que conectaban emocionalmente con una joven ya no tan adolescente: Serrat, Aute, Paco Ibáñez, Rosa Léon, Victor Manuel, Massiel, Mari Trini, Amancio Prada…  Ya tenía posibilidades para comprar discos y fui creando mi rincón de LPs. 

 Me gustaban también otros cantantes melódicos no tan comprometidos, pero con voces espectaculares, que es lo que siempre he admirado: Camilo, Nino Bravo o Albano, por ejemplo. Los escuchaba mucho en la radio y me gustaba cantar sus canciones, pero tengo sólo un disco de cada uno de ellos. En realidad la banda sonora de mi vida es muy variada, ecléctica como he dicho.

Estoy haciendo todo este recorrido porque necesito explicarme a mí misma el porqué de esta emoción incontrolada, mientras escucho “Cuando tú no estás”. Llanto… dulce. Chorros de lágrimas corren por mis mejillas no tan jóvenes como entonces, cuando Raphael era mi ídolo. El cine y la música tienen esa virtud; rescatan del pasado emociones y experiencias olvidadas. ¡Dios mío! Raphael ha logrado que deje a un lado mis prejuicios. Me he dispuesto a contemplar la historia con la sencillez y la apertura de corazón de aquella chica de quince años. He llorado sin saber muy bien por qué.

“Estuve enamorado, de ti,

Pero ya no siento nada,

ni me importa tu mirada,

como ayer..."

Acuden a mi memoria los sonidos, el ajetreo de los talleres de costura. Adolescentes corriendo de un lado para otro arrastrando percheros, acercando el botijo de agua fresca a las oficialas, mientras otras recogían los trozos de tela que iban quedando olvidados junto a los pedales  de las máquinas de coser. En pocos días te acostumbrabas al alboroto de las muchachas, mezclado con el olor de las planchas, las bocanadas de  vapor que envolvían los cuerpos sudorosos de hombres y mujeres, jóvenes, alegres, acompañando las canciones  que sonaban en los altavoces de la gran planta cuadrada del taller.

Completa la ruidosa escena un muchachito callado, sensible y tímido: Antonio. Enamorado hasta las trancas de una chica guapísima; una costurera que se sentaba muy cerca de nuestras mesas de oficina. Tere se llamaba, como yo. Antonio no podía resistir más tiempo sin decirle nada, sin poder estar cerca de ella fuera del trabajo, lejos de las miradas impertinentes que nos rodeaban, porque los espacios eran totalmente abiertos. Él tenía dieciocho año y yo quince. Con esa diferencia de edad, dudo de que hubiera confidencias entre nosotros, aunque sí mucha simpatía. Entre risas, bromas de las compañeras mayores, y medias palabras, supe de su obsesión por aquella belleza. Un día se armó de valor y la invitó a salir. Y se produjo el encuentro. La gran ciudad permitía muchos rincones y lugares donde poder tener un mínimo de intimidad, donde poder hablarle de sus sentimientos.  Él no cabía de gozo, pensando en el momento del encuentro, aunque el miedo al fracaso podía paralizarlo, de eso estoy segura.  Nunca supe qué paso aquella tarde. Hoy viendo la película de Raphael he recordado que otras veces he asociado esas canciones con la historia de mi amigo y compañero. ¿Por qué? Es una asociación que tiene que tener alguna explicación y que me remueve por dentro hasta las lágrimas. Imagino que algo me explicó… No sé. Quizás pudieron ir a ver el estreno. En los siguientes días, sólo recuerdo la decepción de él.  Antonio sufrió mucho la indiferencia de Tere, tras su esperada cita de enamorado adolescente. Al poco tiempo, él se marchó a otra empresa y, que yo recuerde, nunca hablamos de aquella historia.

Repito: me he quedado enganchada a la tristísima canción que inicia la película.  Luego… “Cuando tú no estás” y otras que tenía agazapadas entre las costuras de mi corazón de niña que estrenaba una nueva vida. Todas han arrancado de mí una emoción olvidada, que he dejado libre. ¿Por qué esconder que esa música me estaba devolviendo un momento esencial para mí.

Cuando he visto la fecha lo he comprendido. 1966, año fundacional en mi vida, maleta de cartón, despedida de mi mundo infantil, el pueblo, todo lo conocido, un duelo que nunca llegué a hacer. Sigo preguntándome cual ha sido el resorte que ha destapado esa emoción. Me pregunto cómo era aquella muchachita que grabó en su memoria, como si se tratase de una historia en blanco y negro, propia de una escena del Neorrealismo italiano, la vida cotidiana de un taller de confección. Todo ha ocurrido así, como una película, con sus protagonistas, con aquella luz tamizada por el vapor de las enormes máquinas, con el vocerío y los ruidosos carros cargados de pantalones y chaquetas a punto de ser planchados para acabar colgados en los percheros, donde acababa el trayecto en cadena de la ropa confeccionada. De fondo la banda sonora de Manuel Alejandro en la voz de Raphael.   

Nunca sabré qué ha ocurrido dentro de mí, pero no importa, porque ha sido un bálsamo para esta tarde gris de otoño. 

 


No hay comentarios:

Publicar un comentario