Cuando se habla de vocación,
generalmente se hace referencia al sentido etimológico del término y su
relación con el concepto de profesión. Ciertamente ambos conceptos suelen ir
unidos cuando hablamos de ética profesional, y aunque no significan lo mismo,
en la realidad se requieren mutuamente. El buen profesional ha de tener
vocación, es decir, debe sentir una inclinación interna hacia una tarea, oficio
u ocupación. Esa “llamada”[1]
que la persona siente como una forma de responsabilidad consigo y con el mundo,
sin embargo, ha de materializarse en una actividad concreta, a la que dedicará
su esfuerzo y sus capacidades como si de una “profesión”[2]
religiosa se tratase. En definitiva, se trata de dos elementos que
tradicionalmente se han considerado definitorios para poder hablar del trabajo
como algo que trasciende la pura necesidad y los intereses individuales. El
valor ético del trabajo está ligado, por
tanto, a la libertad humana, entendida como indeterminación, como posibilidad, como proyecto siempre inacabado hacia el
autoperfeccionamiento[3].
Pero también a la responsabilidad que implica vivir en el mundo y formar parte
de una comunidad con la que nos sentimos comprometidos. Hanna Arendt habla del trabajo como “acción” en ambos sentidos: como algo
revelador de la propia identidad y como el encuentro con los demás en una
esfera pública y plural[4].
Ahora
bien, lo que quiero plantear aquí es una
reflexión sobre la vocación, no desde el concepto, sino desde la experiencia[5]. Al fin y al cabo
las palabras sirven para expresar la riqueza y complejidad de la vida, cosa harto difícil de encerrar en una
definición precisa, en la que los matices y las vivencias singulares
desaparecen. De hecho la simple evocación de la palabra VOCACIÓN, nos lleva a cada cual a un escenario y una
experiencia distintas. Rememorar esos escenarios vitales donde el trabajo ya no
es una idea, sino una experiencia subjetiva
e histórica, creo que ayuda a
esclarecer algunas cuestiones relativas a la propia vivencia como docentes, de
forma muy específica a la motivación primera que nos ha llevado a este campo y
cómo se ha ido transformando a lo largo del tiempo.
El hecho de
vivir en un lugar y un tiempo determinado condiciona inexorablemente la forma
en que nos aproximamos a las cosas. La trayectoria vital nos marca y muy
especialmente los primeros años, esos en los que ignorando tanto sobre la vida,
nuestros sentidos permanecen abiertos a todo lo que nos rodea. No somos capaces
de vislumbrar claramente el futuro, pero por eso mismo necesitamos mirar,
escuchar, sentir las vidas ajenas, porque es a través de esas vidas como podemos imaginar y proyectar el
por-venir.
La
imagen de los primeros maestros que tuvimos, creo yo que es capaz de dejar
huella en nosotros, hasta tal punto que ellos, con su actitud pueden haber sido
artífices en parte de muchas vocaciones docentes. Lo mismo ocurre con otro tipo de
profesionales con los que tuvimos contacto en la infancia o adolescencia. Las
impresiones que dejaron en nosotros aquellos hombres y mujeres que practicaban
no sólo un saber, sino un bien hacer y una relación cercana y cálida con sus
semejantes, son las que perduran en el tiempo y sirven como referentes a la
hora de plantearnos qué es eso de la vocación. Elías Canetti lo ha expresado de
esta forma en una de sus obras:
«No sería
difícil y tal vez resultara productivo analizar la propia vida en función de
cuáles y cuántos de estos profesores uno volvió a encontrar bajo otro nombre,
qué gente amó uno a causa de ello, de quienes se apartó uno sólo a causa de una
vieja antipatía, qué decisiones tomó uno a causa de este tipo de remotos
conocimientos, qué hubiera hecho uno de otro modo sin esa experiencia»[6]
Esas
primeras nociones acerca del sentido del trabajo, no se alejan en exceso de las definiciones
académicas. A través de la observación cotidiana del modo de hacer y de
comportarse de nuestros maestros, por ejemplo, era posible captar que aquella
tarea cotidiana tenía unos componentes que la convertían en deseable, a los ojos de cualquiera que buscara en la
vida algo más que ganarse un sustento. Era bastante evidente que la docencia
formaba parte de aquellas actividades elegidas,
con la que se establecía un compromiso de por vida. Compromiso que no
quedaba limitado al ámbito íntimo de la persona, sino que casi siempre se
manifestaba a través de la entrega desinteresada y la pasión por hacer de todo
ello un modo de vida, un carácter incluso[7].
Esta
impresión podía resultar atractiva a los ojos de quien aún no había encontrado
su propio camino en la vida. Ahora bien, también es cierto que en nuestra
imaginación no sólo cabía la posibilidad de convertirse en profesores/as o
maestros/as, sino de hacer algo que nos permitiera realizar ese ideal de autodesarrollo y autonomía personal, a través de un trabajo con y para los demás.
No es extraño la cantidad de niñas y adolescentes que en la época a la que me
refiero manifestaban un claro interés por ser misioneras, o simplemente religiosas[8].
Y es que, como futuras mujeres no parecía posible otro tipo de vida donde poder
desarrollar las naturales ansias de proyectarse y de trascender una realidad
demasiado gris y prosaica[9].
Estoy hablando de un mundo lleno de
limitaciones y condicionamientos, en el que las expresiones personales tenían
pocas posibilidades de aflorar, y donde tener un medio de vida digno era todo
lo que la mayoría podía soñar. Así pues, la primera imagen que tengo acerca del
trabajo y su significado ético está enmarcada en este contexto, por otra parte
sociológicamente constatable Del mismo
modo que esos ejemplos nos resultan útiles y necesarios para poder acercarnos a
una noción de trabajo que todos nos gustaría poder experimentar, otras imágenes
menos amables pueblan nuestros recuerdos y nos hablan de que trabajar no
siempre es fuente de satisfacción. El trabajo, para muchas personas puede
resultar embrutecedor, rutinario, insatisfactorio y alienante.
En
el mismo contexto al que me estoy refiriendo,
se podía observar la convivencia de esas dos realidades o experiencias
distintas: mientras que ciertas personas encontraban en el trabajo una
satisfacción psicológica y moral, otras
sólo podían pensar en ello como una especie de castigo u obligación a la que se
veían sometidos para poder sobrevivir. Además, estaba claro que los primeros,
tenían una motivación fundamental, que compensaba los escasos ingresos
percibidos por su trabajo. Me refiero al servicio que hacían a la comunidad:
educar o procurar incidir en la salud la población, eran bienes preciosos, que se premiaban de forma explícita con el reconocimiento y prestigio social del que
gozaban los maestros y profesionales de la medicina dedicados a tan nobles
tareas[10].
Dudo,
sin embargo, de la existencia de muchos campesinos que hayan entendido su
trabajo como vocación, ni que den mayor
importancia a las repercusiones sociales de su tarea, que a los intereses materiales de su núcleo
familiar más cercano. Lo cual no elimina la posibilidad de ciertos alicientes y satisfacciones
personales en las personas dedicadas a las tareas del campo. Lo que quiero
destacar aquí es el componente de necesidad y falta de elección que hay en
algunos trabajos, de los que sólo he puesto un ejemplo. En definitiva, dejar de
señalar las múltiples determinaciones, especialmente de orden social y económico, a las que nos vemos sujetos viviendo en
sociedad, nos puede hacer olvidar, que para gran parte de la humanidad el trabajo[11],
tal y como la etimología nos dice, es
esfuerzo, sufrimiento, tortura incluso, y casi siempre necesidad.
Y
es que hablar de profesión, vocación o incluso trabajo, sin enmarcarlo en un contexto específico con
unas condiciones materiales y sociales,
no conduce nada más que a idealizaciones[12]. Me temo que ser un simple agricultor,
trabajar de sol a sol y esforzarse por sacar adelante a su familia, a veces sin
resultado, es difícil poder enmarcarlo en eso que llamamos vocación. Bien es
cierto que existen otras actividades marcadas además por la alienación que
supone ser únicamente un instrumento de la cadena de producción, realizando
tareas repetitivas y sin a penas capacidad de control sobre el resultado de
ésta. Entre un campesino, pequeño propietario de su tierra y el obrero
tradicional, el primero, al menos tiene
ciertas posibilidades de control sobre su trabajo, cosa que no podemos decir
del trabajo industrial en general, sobre todo del no especializado.
No
podemos negar, sin embargo, la existencia de una identidad y un ethos propio de
ciertos colectivos, que aunque no puedan considerarse vocacionales, desarrollan un sentimiento de pertenencia en
el transcurso de los años en que
realizan un oficio o trabajo. Richard Sennett ha plasmado esta idea, de forma muy ilustrativa, en su último ensayo
sobre la ética del trabajo en el nuevo capitalismo. El sociólogo nos presenta
la misma empresa en dos épocas diferentes: años 40-50 y final del siglo XX. Los trabajadores de una panadería a mitad del
siglo XX eran capaces de comprometerse con su trabajo, se identificaban con
ciertos valores como la honradez, la cooperación, la responsabilidad, en
definitiva, tenían una ética del trabajo. Por el contrario, a final de
siglo, dice Sennett, los trabajadores en
la misma empresa, son meros instrumentos, pura alienación. Cuando se les pide
que expliquen cómo entienden su trabajo, expresan indiferencia y falta de
vinculación con la tarea, en definitiva,
no hay identidad ni nada que tenga relación con una idea de
autorrealización y compromiso[13].
Y es que como dice Gilles Lipovestky[14],
las mismas sociedades que han profesado la moral del trabajo, se han dedicado a desembarazarla
sistemáticamente de toda dimensión humana. Tan negativo desde el punto de vista
de una ética del trabajo, entendida como vocación, es este modelo para el que
el trabajo es un simple medio de subsistencia, alejado totalmente de cualquier
idea de proyecto existencial con sentido; como esa otra imagen del profesional volcado de manera
exclusiva en la actividad laboral, propio de un mundo en el que el valor de la
persona se mide en términos de
beneficios económicos, o el prestigio
social resultante de una carrera de éxito[15].
Así
pues, cuando hablamos de vocación, tal y
como aquí se ha caracterizado, no podemos dejar de referirnos a esas dos formas
de entender el trabajo presentes ya en la obra de Aristóteles y que la realidad
confirma: el trabajo como actividad productiva (póiesis), es decir, como un
medio para conseguir fines ajenos al mismo (bienes materiales o prestigio
social), y el trabajo como acción
(praxis), o sea, como esa actividad valiosa en sí misma, independientemente del
resultado obtenido con ella[16]. Dicho lo cual, habría que plantearse si es cierto eso de que
para poder hablar de la docencia como una actividad básicamente vocacional, ésta debe estar lo
más alejada posible del aspecto tortuoso o alienante del trabajo. Pero también
de esas otras formas de dedicación pretendidamente altruista y vocacional, que
pueden esconder unas ansias desmedidas por alcanzar eso que hoy se entiende por
Excelencia y que puede no ser más que una caricatura de ésta[17].
El propio Aristóteles advirtió que la excelencia no se mide ni por las
motivaciones ni los resultados de lo que hacemos, sino por su grandeza[18].
En otras palabras: sin los componentes de:
libertad, satisfacción psicológica,
autoperfeccionamiento compromiso y dedicación apasionada a una tarea con
dimensión comunitaria, resulta difícil
hablar de docencia vocacional.
De
esa pasión escribió hace más de cincuenta años, un humanista como Gregorio
Marañón[19], que
hablando de vocación llegó a considerar algunas profesiones
especialmente sujetas a esa condición, entre ellas la docencia. Aunque en su ensayo advertía de los distintos
modos en que se descubre la vocación y las determinaciones de todo tipo que
inciden en este descubrimiento, hay algo que quisiera destacar de su
planteamiento porque afecta especialmente al tema que aquí nos ocupa: la deontología, los métodos
didácticos y la normativa legal, (dice
Marañón),
sobran cuando existe entusiasmo y
pasión por lo que hacemos. Y
es que él defendía la importancia de la aptitud, entendida menos como capacitación puramente
técnica, que como una formación de la
personalidad total, como una suerte de cualidades humanas que cada profesional
debe haber desarrollado para poder estar en condiciones de ejercer su tarea de
forma excelente. Parece evidente que el
Dr. Marañón estaba planteando en su reflexión algo que aún hoy es relevante
desde el punto de vista ético: la diferencia entre el profesional tecnócrata y
el profesional humanista. En otras palabras, uno puede ser alguien muy
capacitado técnicamente para enseñar una materia, pero puede ser un mal
maestro, si entendemos como tal eso que
hace pocos días decía un articulista refiriéndose a Rafael Lapesa, un miembro
de la Real Academia de la Lengua y magnífico profesor durante toda su vida: “El
verdadero maestro no limita su influjo al campo intelectual o al de la
profesión: lo proyecta despertando vocaciones, modelando espíritus, actuando
con sus enseñanzas sobre el vivir total de sus discípulos”[20] . Se está hablando
aquí de dos cuestiones igualmente importantes cuando se habla de vocación:
1)
No basta con sentirse especialmente
inclinado hacia la docencia como actividad profesional. La formación es
fundamental para poder ejercerla adecuadamente. Pero, eso sí, una formación integral, en la que las cualidades del carácter o
virtudes clásicas, han de ir a la par de los conocimientos técnicos o intelectuales.
2) La tarea pedagógica va más allá de las normas institucionales, la deontología y la capacidad técnico-científica. La tarea pedagógica debe ser entendida como proceso vivo de compromiso personal entre el profesor y sus alumnos, eso que parece próximo a desaparecer en brazos de un medio cada vez más corporativo, directivo y tecnificado[21].
2) La tarea pedagógica va más allá de las normas institucionales, la deontología y la capacidad técnico-científica. La tarea pedagógica debe ser entendida como proceso vivo de compromiso personal entre el profesor y sus alumnos, eso que parece próximo a desaparecer en brazos de un medio cada vez más corporativo, directivo y tecnificado[21].
3. Vocación docente y realización personal. Más allá de la deontología.
“(...) La persona es problema de realización.
Y se realiza hacia dentro y hacia fuera, mientras más se realiza interiormente,
mayor capacidad de apertura posee”
(María Zambrano)
En la realidad
cotidiana, la acción no tiene sentido sin un sujeto humano que actúa y esto es
lo que diferencia el trabajo de la actividad vocacional tal y como la he
caracterizado: como una acción con
sentido en la que tan importante es qué
es lo que se hace como quién lo
hace. Ese quién[22],
en la tarea educativa no puede ser cualquiera, dada la trascendencia de lo que
nos traemos entre manos, nada más y nada menos que la formación integral de las
personas. De ahí la importancia de exigirnos personalmente y profesionalmente
un esfuerzo paralelo al de la simple formación técnica, el esfuerzo de
construirnos como humanos. Eso sí,
considerando nuestra realidad no
como ilimitada, exigiéndonos imposibles que no pueden traernos más que
sufrimiento. Nuestra tarea moral, como
dijo el maestro Aranguren, consiste en “llegar
a ser lo que se puede ser con lo que se es”[23]
, lo cual incluye tanto la idea de posibilidad y exigencia, como la de límite.
Sospecho que el proceso de convertirse en profesor o profesora podría ser comparado con cualquiera de los procesos vitales que como humanos experimentamos a lo largo de la vida No nos convertimos en mujeres u hombres por el hecho de haber llegado a una edad o haber vivido un cambio fisiológico, no nos convertimos en madre o padre por haber dado a luz o reconocer que biológicamente hemos tenido un papel en ese acontecimiento. Cada uno de estos procesos tiene un tiempo específico para cada cual, el tiempo que personalmente necesitamos para experimentar en la propia carne las múltiples vivencias positivas y negativas que todo ciclo vital conlleva. Claro que el simple hecho de vivir como mujer-hombre, padre-madre no hace que nos sintamos especialmente identificados o comprometidos con las responsabilidades que esos papeles exigen. Es éste un segundo proceso, quizás el más difícil, dado que no siempre y no todas las personas llegan a experimentar como propio y significativo todo lo que conlleva actuar de acuerdo con el rol social en el que su vida va a desenvolverse. Sobre ese particular las mujeres tenemos una experiencia que, en mi opinión, nos ayuda a entender otros procesos vitales no tanto desde las ideas o los tópicos, sino desde el realismo que supone afrontar una tarea para la que naturalmente estás preparada, pero a la que cultural y psicológicamente has de adaptarte. Al fín y al cabo ¿qué sería la maternidad sin ese acto de aceptación y voluntad de amor que trasciende la determinación biológica?. No es la naturaleza ni la adecuación acrítica al rol social lo que confiere valor ético a este hecho, sino su superación.
Sospecho que el proceso de convertirse en profesor o profesora podría ser comparado con cualquiera de los procesos vitales que como humanos experimentamos a lo largo de la vida No nos convertimos en mujeres u hombres por el hecho de haber llegado a una edad o haber vivido un cambio fisiológico, no nos convertimos en madre o padre por haber dado a luz o reconocer que biológicamente hemos tenido un papel en ese acontecimiento. Cada uno de estos procesos tiene un tiempo específico para cada cual, el tiempo que personalmente necesitamos para experimentar en la propia carne las múltiples vivencias positivas y negativas que todo ciclo vital conlleva. Claro que el simple hecho de vivir como mujer-hombre, padre-madre no hace que nos sintamos especialmente identificados o comprometidos con las responsabilidades que esos papeles exigen. Es éste un segundo proceso, quizás el más difícil, dado que no siempre y no todas las personas llegan a experimentar como propio y significativo todo lo que conlleva actuar de acuerdo con el rol social en el que su vida va a desenvolverse. Sobre ese particular las mujeres tenemos una experiencia que, en mi opinión, nos ayuda a entender otros procesos vitales no tanto desde las ideas o los tópicos, sino desde el realismo que supone afrontar una tarea para la que naturalmente estás preparada, pero a la que cultural y psicológicamente has de adaptarte. Al fín y al cabo ¿qué sería la maternidad sin ese acto de aceptación y voluntad de amor que trasciende la determinación biológica?. No es la naturaleza ni la adecuación acrítica al rol social lo que confiere valor ético a este hecho, sino su superación.
Del
mismo modo, la vocación para cualquier
ámbito profesional, incluido el docente
puede ser entendida, no como una
suerte de imponderable al que uno se somete, ni siquiera siempre una “decisión”
basada en una especial inclinación por
el mundo educativo Lo más cercano a esta inclinación, creo yo que es esa especie de “flash” o
atracción que algunos maestros ejercen sobre sus alumnos y que efectivamente
provocan verdaderas vocaciones[24].
Pero también es cierto que la experiencia nos dice cuántos profesores y
profesoras han llegado a serlo como consecuencia de ver truncado un proyecto
vital, en principio más atractivo para ellos o su familia de origen, o por
cantidad de circunstancias ajenas a la propia voluntad. A mi modo de ver, este
hecho no elimina la posibilidad de convertirse, a través de la práctica en un
buen, e incluso, un excelente
profesional.
Contrariamente
encontramos multitud de casos en que personas con grandes potencialidades intelectuales
y cualidades humanas para poder dedicarse a la docencia, no llegan nunca a
plantearse siquiera esa posibilidad. Las razones pueden ser múltiples. Ya he
apuntado anteriormente la importancia de las determinaciones sociales,
culturales o familiares en el descubrimiento de lo que verdaderamente queremos
hacer y ser en la vida. Y es que la cultura, a través de sus múltiples medios
de difusión, va modelando nuestros
deseos y dirigiendo nuestras aptitudes sin que a penas tomemos conciencia de
ello.
Por
eso habría que preguntarse cuántos y cuántas personas desconocen la existencia
de trabajos, oficios o actividades artísticas a las que podrían orientar sus
cualidades y capacidades, ¿cuántos buenos profesionales de la docencia se
pueden perder de ese modo?. Es éste un aspecto que considero clave en una
reflexión como ésta. Y es que, a mi entender, el conocimiento resulta
fundamental para que pueda hablarse de vocación auténtica. Me refiero a un tipo
de conocimiento que va más allá de la simple información u orientación
profesional tal y como se entiende en nuestro medio. Se trata del conocimiento
entendido como experiencia, como contacto con “la cosa”. Ese contacto, en la docencia, incluye:
·
La materia que se enseña
·
La investigación
·
El marco institucional donde se desenvuelve
la actividad docente
·
La acción docente propiamente dicha, cuyo
escenario fundamental es el aula.
Las
cuatro dimensiones requieren desde luego una reflexión a fondo, en la que se intente dilucidar la dimensión
ética que tienen, pero aquí voy a referirme de forma más concreta a la última:
el trabajo en el aula. Entiendo que es en ese escenario donde la dimensión
ética de la docencia cobra su significado más profundo, y donde se pone a prueba si eso que creíamos
era nuestra vocación es sólo el
espejismo de los modelos ideales, o de nuestras fantasías sobre nosotros mismos
y la realidad. Y es que, en el cara a
cara con el alumno nuestra humanidad
queda al descubierto y es entonces cuando podemos descubrir si estamos
ante nuestra verdadera vocación, si poseemos, además de esa llamada interna,
las cualidades humanas adecuadas para poder ejercerla de una forma excelente[25].
Dice
Hanna Arendt, refiriéndose a la acción humana, que “hacer y sufrir, son dos caras de una misma moneda”[26]. Esta afirmación que ella hace, sirve
especialmente para nuestro propósito, porque efectivamente uno de los
aspectos fundamentales de la relación
docente es la fragilidad de lo humano que se evidencia en ella. Del mismo modo
María Zambrano advierte que “(....) cuando se
siente al prójimo como persona, se espera siempre de él y, en
consecuencia, uno de los mayores dolores
que nos depara la vida es el asistir al hundimiento o a la falsificación de esa
promesa que es todo ser humano”[27].
Cuántas idealizaciones sobre lo que es ser profesor o profesora, acaban en
decepción e incluso depresión, cuando
la realidad nos revela lo arduo del camino que nos queda por hacer, para
poder exponernos a lo imprevisible del
acto educativo sin dañar ni tampoco resultar dañados en lo más hondo. Es por
eso que muchas veces optamos por “parecer”, en lugar de “aparecer”[28].
Porque ser uno mismo y mostrarse ante los demás con el respeto y la proximidad
necesarios, que haga del acto educativo un “acontecimiento ético”[29], pero al mismo tiempo con la fortaleza de
carácter suficiente para exigir, poner límites, y valorar imparcialmente a cada
persona, requiere ser capaz de vivir en la tensión permanente que eso supone.
Hoy
día se habla mucho de Inteligencia Emocional, ése término acuñado por alguien
que ha sabido actualizar y divulgar hasta la saciedad las ideas de Aristóteles[30].
No en vano se encabeza su primer ensayo sobre el tema con una cita extraída de
la Ética a Nicómaco:
(...)“cualquiera
puede enfadarse, eso es algo muy sencillo. Pero enfadarse con la persona
adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y
del modo correcto, eso, ciertamente, no resulta sencillo” (...)[31]
Pues
bien, de eso se trata. Los docentes tenemos una formación que nos capacita
básicamente para poder dar información acerca de nuestra materia, incluso se
nos habilita para que podamos hacerlo con ciertas herramientas que permiten la
eficacia. Ahora bien, no hay duda de que nos enfrentamos a ese acto cotidiano
de crear un espacio pedagógico real[32],
donde el docente no sólo enseña una materia, sino que, como dice Van Manen, personifica la materia, está de forma
personal frente a otras personas ante las que media[33],
posibilitando un aprendizaje humano.
Claro
que, esa experiencia no siempre fácil de la relación, requiere eso que llamamos inteligencia
emocional, es decir, una serie de capacidades psicológicas, que unidas a las
puramente intelectuales, facilitan la tarea de enseñar[34].
Naturalmente la adquisición de este equilibrio
personal no se realiza en dos días. De hecho,
los que hemos entrado ya en la madurez nos damos cuenta de que es ésta
una tarea que quizás no lleguemos a conseguir plenamente nunca. Sí somos capaces de vislumbrar, sin
embargo, lo que hemos aprendido sobre
nosotros mismos. Ese saber, al que
podríamos llamar sabiduría, no como sophía,
sino como phrónesis[35],
se adquiere en la práctica cotidiana, en las relaciones que estableces con los
alumnos, con tus compañeros, con la institución, incluso con la materia que
enseñas, pero fundamentalmente en la relación con nosotros mismos. La
autorreflexión y el conocimiento de nuestros vicios y virtudes, es una exigencia ética para cualquier ser
humano, pero mucho más para los docentes. Y es que no se puede enseñar la
virtud cuando no se conoce, pero sobre todo cuando no puedes ser un modelo para
el que aprende[36].
Es
cierto que en este camino, no siempre
fácil, de aprendizaje ético, muchos podemos desfallecer y sentir el
desgarro que supone tener que abandonar algo que creíamos auténtica vocación.
Por suerte, como dice J.L. Aranguren[37], la vida no es una unidad fluida e
inarticulada, sino todo lo contrario, la
discontinuidad y la articulación propia del vivir humano, es lo que permite la posibilidad de rehacer
el camino, de cambiar de sentido, rompiendo así con las determinaciones y
ausencia de libertad en la elección profesional, o al contrario, dando un nuevo
curso a las aptitudes y a la pasión que creíamos estar dirigiendo
correctamente.
De
modo que siempre estamos a tiempo de abandonar, de prestar atención a esas
voces internas y a tantos signos externos, cuyo lenguaje no siempre desciframos
correctamente. Cuando esos signos se manifiestan en forma de malestar psíquico
o físico, como está ocurriendo en los
últimos años a tantas personas , resulta difícil seguir defendiendo la vocación
como motivación básica para continuar en la docencia. Tal vez, lo que se nos manifiesta de esta forma, sea la evidencia de que, si bien cuando
empezamos nuestra carrera sentíamos esa atracción por la enseñanza, semejante
al enamoramiento, el tiempo ha dejado su huella no sólo sobre el objeto amado,
sino sobre nosotros, los enamorados, que
vemos cómo aquella pasión primera, fruto muchas veces del desconocimiento, ha ido dejando paso a la realidad. ¿No es
cierto que la realidad del amor tiene un alto componente de esfuerzo y voluntad
de continuidad? Lo sublime, decía el sociólogo italiano Francesco Alberoni[38],
se da siempre en el estado naciente de enamoramiento, y el amor es la
regeneración permanente de ese sentimiento primero. De ahí que las crisis
vocacionales, igual que las amorosas, puedan considerarse oportunidades de
cambio. Dice Edgar Morín, refiriéndose precisamente al amor, que, como
todo lo vivo, está sometido a las
leyes de la termodinámica. Cuando algo se instituye o se instala en la vida
cotidiana, tiende a manifestar los signos de la desintegración, lo cual no implica su muerte, sino su
regeneración[39].
Lo
mismo puede ocurrir con la vocación docente. Entendida como algo vivo, no
podemos esperar que permanezca inerte al paso del tiempo, sería incluso
inhumano no sentir el cansancio o la apatía natural tras la decepción, el
fracaso puntual, o las múltiples
circunstancias que rodean nuestra tarea. No es fácil ser profesor o profesora
en un mundo como el actual, en el que la
autoridad de cualquier tipo se cuestiona y necesita ser legitimada
continuamente. En este contexto, existe el riesgo de utilizar el poder que nos
confieren las instituciones y el saber del que somos depositarios, para ejercer
la profesión defensivamente, o como está ocurriendo en otros ámbitos como el de
la salud, o incluso en los servicios sociales. Ante las dificultades que
presenta la relación cotidiana con personas y situaciones humanas que requieren
de nosotros respuestas ecuánimes, ponderadas, humildes incluso, podemos caer en esas actitudes prepotentes
que todos conocemos, y que sólo reflejan
el miedo a ser vistos como lo que somos: seres humanos vulnerables y limitados,
personal e intelectualmente. El reto
está en cómo transformar esos momentos o circunstancias críticas en
posibilidades para el cambio. Y ya que hemos utilizado el símil del amor, cabe aquí decir que reformular la relación
que habíamos establecido con nuestra tarea, aunque suponga un esfuerzo, puede
significar una posibilidad de transformación que actúe no sólo a nuestro favor,
sino en beneficio de aquellos más directamente afectados por la acción docente:
los alumnos.
Quiero
finalizar estas reflexiones afirmándome en una convicción que no es un a priori, sino el resultado de la propia
trayectoria, pensada y contrastada, no sólo con el saber teórico, sino con datos de otras experiencias igualmente
ricas y significativas para quien las vive.
El
encuentro con la docencia, puede seguir procesos muy variados en cada
caso, responder a distintas
motivaciones, ser incluso el resultado de distintas circunstancias y azares en
los que el sujeto apenas ha intervenido de forma consciente. Nada se puede
afirmar acerca de la falta de competencia e incluso de excelencia
profesional, de aquellos o aquellas
docentes que por lo que fuere no sintieron la “llamada” en su justo
momento, o tuvieron que adecuar sus
capacidades a las posibilidades que la vida les ofrecía. No obstante, cuando a
pesar de todos los avatares y de las circunstancias más o menos propicias, ese encuentro nos revela algo que para
nosotros tiene un sentido. Sólo cuando somos capaces de imprimir en nuestro
quehacer la singularidad de lo propio, creo yo que podemos empezar a
considerarnos profesores. Entonces, ya no es tan importante el haber querido o
deseado siempre ser profesor o profesora, sino vivir la tarea con todas sus
consecuencias, respondiendo no sólo a la atracción o el estímulo que hemos
descubierto en nosotros, sino a multitud
de voces que nos reclaman intelectual, emocional y vitalmente.
Poder vivir la actividad profesional como
“acción” en el sentido que Hanna Arendt daba al término, significa descubrir
que: “quien es alguien está implícito
tanto en sus palabras como en sus actos”[40]. Es en definitiva encontrar
eso que aquí hemos llamado vocación, y
que no necesariamente ha de ser entendida como una llegada, sino más bien como un punto de partida, un
camino siempre inacabado, a partir del
cual podemos cumplir un fin doble y simultáneo: el mejoramiento personal y de
aquellos que reciben la acción docente. Ese y no otro es el compromiso que tenemos, con nosotros mismos y con la
comunidad en la que estamos insertos.
M.
TERESA FUENTES CABALLERO
Licenciada
en Historia
[1]
Etimológicamente vocación tiene ese significado: “vocare”, llamado, “vocatio-onis”, invitación, convite.
Asimismo, María Zambrano habla de
vocación como “llamada oída y seguida”.
ZAMBRANO, M., op. cit. p. 7.
[2] No
creo necesario insistir sobre los distintos significados y la polisemia del
término, dadas las referencias bibliográficas con las que contamos. La obra a la que casi todos los autores que
se han preocupado del tema se remiten,
es la de Weber. WEBER, M., La
Etica Protestante y el Espíritu del Capitalismo. Barcelona,
Península, 1969, págs. 81 y ss.. El
sentido moderno de profesión, según
Weber, es el del compromiso con una
actividad mundana que, en los albores del Capitalismo y bajo la influencia de
la Ética Protestante, adquiere un
significado cuasi religioso, de ahí que hablar de profesión y vocación, en
algunas lenguas, tenga el mismo
significado.
[3]
ARANGUREN, J.L., Ética. Madrid, Biblioteca Nueva, 1997, p. 59 y ss.
Aranguren sigue en este punto concreto la antropología de su maestro Xavier
Zubiri. Véase, ZUBIRI, X., Sobre el hombre. Madrid, Alianza, 1986.
[4]
ARENDT, H., La condición humana. Barcelona, Paidós, 1993.
[5] Como
dijo Aristóteles, en la filosofía práctica es menester partir siempre de la
realidad y atenerse a ella. El método,
por tanto es inductivo y aunque parte de
lo personal, trata de contrastar esa
realidad con datos del conocimiento sociológico e histórico. ARISTOTELES, Ética
a Nicómaco, Madrid, Espasa Calpe, 1987.
Sobre este método procedente de la tradición aristotélica véase
ALTALEJOS, F., “El ethos docente: una propuesta deontológica”, en AA.VV. Ética docente. Barcelona,
Ariel, 1998, cap.4, pp. 87-118.
[6]
CANETTI, E., La lengua absuelta.
Barcelona, Muchnik, 2001.
[7] Esta
noción es la que coincide plenamente con Profesión: profesar, hacer profesión de algo, declarar, enseñar
públicamente.
[8] Quiero
aclarar que el contexto en que se enmarca esta experiencia es en la España
rural de los años 50.
[9] Si
preguntamos actualmente a una niña o adolescente qué quiere ser o a qué se
quiere dedicar, tiene un amplio abanico de posibilidades de elección, pero
generalmente se sentirá inclinada por los modelos sociales presentados como
deseables en los medios: actrices, cantantes, modelos o similares. Las series
televisivas, por ejemplo, se ha demostrado que tienen una gran incidencia en la
elección de profesiones tradicionales como médico, abogado o periodista.
[10] En la
narrativa española podemos encontrar diversos ejemplos de esos personajes
pobres materialmente hablando, y sin
embargo muy valorados en la comunidad. Sobre la vida cotidiana en España
desde los años 30, existe una trilogía
de Josefina Aldecoa, que presenta la
trayectoria vital de unos personajes, pero especialmente de una maestra y su
entorno vital y profesional. ALDECOA, J.,
Historia de una maestra. Barcelona, Anagrama, 1990, (Tomo
I). Sobre los médicos y la austeridad
con la que han vivido durante siglos existen ejemplos literarios, pero considero de interés el testimonio de un
médico catalán a final del siglo XIX.
COMENGE, L., Médicos de ogaño. Barcelona, Suc. N.Ramírez y Cia, 1889.
[11] Del
latín tripalium, instrumento de tortura.
[12] Marx
hablaría aquí de ideología, entendida como una forma de enmascarar la
realidad.
[13] Acerca
de los cambios que el capitalismo actual ha introducido en la vivencia que las
personas tienen de su trabajo y su
influencia en el ethos personal y profesional,
véase SENNETT, R., La
corrosión del carácter. Las consecuencias personales del trabajo en el nuevo
capitalismo. Barcelona, Anagrama, 2000.
[14]
LIPOVESTKY, G., El crepúsculo del deber. Barcelona, Anagrama, 1998, p. 172 y ss.
[15] Sobre
esta cuestión y el precio que muchos profesionales pagan por ello, véase
AUBERT, N, y GAULEJAC, V., El coste de la excelencia. Barcelona, Paidós,
1993.
[16]
Véase MacIntyre, A., op. cit. Sobre el
mismo tema véase FERNÁNDEZ,
J.L. y HORTAL, A. (Comp.) Ética de
las profesiones. Madrid, U.P.C., 1994. En esta obra colectiva se puede
encontrar una amplia bibliografía sobre Ética Profesional en general.
[17] Su
significado ético está en el concepto de virtud entendido como modo de ser
adquirido por elección propia que consiste en el término medio o equilibrio
entre los extremos. ARISTÓTELES, op. cit.
[18] Citado
en KRISTEVA, J., op. cit. p. 90.
[19]
MARAÑON, G. , Vocación, ética y otros ensayos. Madrid, Espasa Calpe,
1981.
[20] SECO,
Manuel, en El País, Viernes, 2 de
Febrero de 2001, pág. 36.
[21] De
ello se habla extensamente en: VAN MANEN, Max., 1998, op. cit.
[22] En
Hanna Arendt, ese “quien” tiene un sentido muy específico. Es la exigencia de
manifestar el coraje y el riesgo al exponerse como sujeto de palabra y acción
en un espacio político. KRISTEVA, J., op. cit.
p.89.
[23] ARANGUREN, J.L. op. cit.
[24] Hay que
señalar, sin embargo, la fuerte
influencia de género que existe en esta profesión, sobre todo en los ciclos
primario y preescolar. No podemos pensar que sea únicamente un tema vocacional,
sino más bien una orientación social por razones de división sexual del
trabajo. El cuidado directo a las
personas ha sido considerado
históricamente cosa de mujeres, de ahí que en preescolar y primaria abunden las
mujeres. Ellas, además de transmitir conocimientos, son las encargadas en la
primera época de la socialización, de incidir en los aspectos emocionales y
sensibles. Sin embargo en los niveles de secundaria y universitarios, donde lo
que se valora es la transmisión de conocimientos científicos y técnicos, el
número de hombres aumenta, siendo muy superior en los cargos directivos. Véase
al respecto LÓPEZ, M., La elección de una carrera típicamente femenina o
masculina desde una perspectiva psicosocial: la influencia de género.
Madrid, Ministerio de Educación y
Ciencia, 1995. GARCÍA de CORTÁZAR, M. Y
GARCIA de LEÓN, M.A., Mujeres en minoría. Una investigación
sociológica sobre las catedráticas de universidad en España. Madrid, Centro
de Investigaciones Sociológicas, 1997.
[25] Una descripción bastante extensa de las
virtudes que se requieren en la docencia podemos encontrarla en ALTALEJOS, F.,
op. cit. pp.87-118. Remito a los
lectores a ese artículo para poder completar lo que aquí voy a exponer.
[26] ARENDT, H., op. cit.
[27]
ZAMBRANO, M. , op. cit. p. 118.
[28] Noción
extraída de la filósofa Françoise Collin
y que hace referencia a la autenticidad y la identidad que como seres humanos
debemos defender de las imposturas y fingimientos a los que cotidianamente
asistimos. Véase COLLEN, F.
“Borderline. Por una ética del límite”, en Isegoria,
num. 6, Noviembre 1992, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones
científicas, pp. 83-95.
[29] Cojo
prestado este término del título de un ensayo de Fernando Bárcena y J.Carles
Mèlich. La educación como acontecimiento ético. Natalidad, narración y
hospitalidad. Barcelona, Paidós, 2000.
[30]
GOLEMAN, D.,La inteligencia emocional. Barcelona, Kairós, 1996.
[31]
Íbidem, p. 9.
[32] Sobre
la noción de espacio o momentos pedagógicos, véase VAN MANEN, M., op. cit.
[33] Sobre
el maestro como mediador véase ZAMBRANO, M., op. cit. p.135.
[34] Los
términos psicológicos que hoy se utilizan para hablar de la comunicación en el
aula son, por ejemplo: asertividad, empatía, autoestima, etc. Véase BURGUET,
M., El educador como gestor de conflictos. Bilbao, Desclée De Brouwer, 1999.
[35] La
sophía refiere al conocimiento teórico y la phrónesis al de la percepción y las
relaciones humanas. ARISTÓTELES, op. cit.
[36] Esta
afirmación adquiere un valor especial cuando lo que se enseña es Ética.
[37] ARANGUREN, J.L., op, cit.
[38]
ALBERONI, F., Enamoramiento y amor. Barcelona, Gedisa, 2000.
[39] MORÍN, E., Amour,
poésie, sagesse. Paris, Éditions du Seuil, 1997, p
13-36.
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