martes, octubre 15

Las mujeres en el mundo rural

No recordaba que el día de Santa Teresa, 15 de octubre, es también Día Internacional de las Mujeres Rurales. Como todas las fechas en las que se recuerda la situación de algún colectivo, tiene como objetivo el reconocimiento al papel decisivo de las mujeres del campo en el desarrollo, la seguridad alimentaria y la erradicación de la pobreza. Fueron las Naciones Unidas, en diciembre de 2007 quienes establecieron esta fecha, aunque desconozco la razón, y se observó por primera vez en el año 2008. 
Curiosa coincidencia. En agosto de ese mismo año, la Diputación de Cádiz terminó de editar un libro en el que yo había trabajado durante más de un año: Al hilo de la conversación. Voz, memoria y vida cotidiana de las mujeres del campo.
Portada del libro
He querido volver sobre esta historia, a pesar del tiempo trascurrido, porque ayer mismo, en La Barca de la Florida, me encontré con tres de las mujeres protagonistas de este libro. El tiempo ha pasado y algunas de las que participaron en la construcción de esta publicación, aportando sus historias de vida, ya han desaparecido. Es el caso de María y Antonia; otras, como Francisca, con sus 97 años sigue con nosotros, pero en esa nebulosa en la que viven algunas personas ancianas, en la que les resulta muy difícil distinguir entre el mundo de los vivos y el de los que ya se fueron para siempre. Qué naturaleza la suya, con lo que tuvo que superar: la muerte de su madre cuando era una niña, la huida de las tropas franquistas, desde Málaga, andando por la carretera, bajo las bombas de los aliados fascistas, hasta llegar a Alicante, de la mano de su padre, un simple jornalero. Y ahí está “Paquica”, a la que recuerdo con su sonrisa irónica y recitando los larguísimos romances que se sabía de memoria.   
Encarna, Remedios y Encarnación… No puedo creer que esas mujeres luchadoras y llenas de vida cuando las conocí, hayan perdido tantas capacidades en una década. Me lo cuentan Antoñita, Pepa y Encarna, que, a pesar de la edad, aún tienen vitalidad y motivación para asistir a los actos culturales de su pueblo. 
Pepa, Antoñita y Encarna en la actualidad
Coser y C@ntar era el título que puse a un taller de historias de vida, germen del libro, una publicación pionera en esa temática. Sentadas alrededor de una mesa, nos reunimos durante meses. Ellas con la labor en las manos y expectantes, sin saber muy bien en qué consistía mi propuesta. Ni más ni menos que recuperar la vida cotidiana del pueblo, a través de sus relatos. Colectivamente, y al hilo de la conversación, aquellas tardes alumbraron un ramillete de historias, que son a la vez una magnífica colección de lecciones de lucha, coraje y superación en un tiempo de silencio, gris, plagado de injusticias y adversidades. Las narraciones nos hablan de la vida rural en Andalucía, desde los años treinta del siglo XX, años en los que subsistir era una proeza para la población sin tierra. El relato coral tiene un doble valor: mostrarnos la fuerza de las protagonistas, que, a pesar de tantas vicisitudes, han conseguido crear su propia familia y mantener su dignidad a flote. Y por otro lado, recuperar la vida de nuestras madres y abuelas, y con ello hacernos conscientes del gran valor de las mujeres rurales y reconocer la contribución de este colectivo al gran salto social que se ha producido en Andalucía rural en las últimas décadas. 
Y para muestra un botón. La historia de vida de Remedios, una mujer que vivió una niñez y una juventud sin problemas importantes. Familia humilde, padres parcelistas, y con lo que daba el campo y los animales tenían suficiente. Sin embargo, a partir de su matrimonio empezó para ella una etapa llena de privaciones y de sufrimiento. Lo que esta mujer compartió con nosotras, es una lección de vida: habló de sus estrategias para escapar y manejar lo mejor posible las broncas y las obsesiones del marido; su terrible y anunciada muerte, con sólo treinta y tres años y otra pérdida aún más dolorosa si cabe: la de su hijo, durante el servicio militar… Y ella, ahí, presente, como una roca, dando seguridad a sus hijos, haciendo de tripas corazón y echándole coraje a la vida.
Remedios con su marido el día de la boda
 (…) “Mi novio entonces vivía con su madre en una choza, una mujer viuda, con sus hijos…, y allí nos teníamos que meter nosotros. Mis padres se habían tomao mal lo de mi embarazo y eso de irme con el novio sin estar casaos, pero después de nacer la criatura me acogieron en su casa. Mi padre nos hizo una choza en su parcela, porque el cura del pueblo siempre relataba porque decía que era pecao eso de dormir juntos sin estar casaos. Yo a principio tenía una mesa, cuatro sillas y una cama, eso era lo que tenía, unas sillas ahí mismo, de enea, que todavía las tengo. Lo que pasa es que tuve la desgracia de que se me quemó la choza y los cuatro muebles que me compraron cuando me casé me quedé sin ellos. No trabajaba fuera, bueno… algunas veces ayudaba en la parcela, pero a eso no le llamo yo trabajar… ¡Ya tenía bastante yo con un niño detrás de otro, hasta ocho! Luego, cuando se murió mi marío, a lo mejor iba a una familia y echaba dos o tres horas lavando, o iba a coger algodón con los mayorcitos, pero un trabajo continuo, no podíaÉl, trabajador era como el primero, pero tenía mu mala bebida. Venirnos a la Barca, desde la choza, fue malo pa mi marío, porque tenía tiempo de irse a la taberna. En el campo no se iba a la taberna pa no dejarme sola, le daba miedo dejarme sola. O sea que bebió mucho más desde que nos vinimos aquí. Celoso era al máximo y cuando bebía eso era insoportable. Al otro día, ya que estaba bueno, me pedía perdón. El médico le preguntó un día: ¿tú bebes? Y entonces le dijo que si no dejaba la bebida seguiría viendo esas cosas, porque él decía que veía cosas. Eran los medicamentos pa los nervios, estaba enfermo. Con treinta y tres años murió y me dejó solita, con siete niños y embarazá del octavo. Hasta los seis meses no me vino la primera paguita y no tenía ni que darles a mis hijos de comer. Tenía yo treinta años. 
Fue entonces cuando empecé a trabajar en la calle. A partir de ese momento me apañé lavando en las casas. Me pagaban cinco duros lavando to el día y con el niño al lao, meciéndolo en la mecedora. Menos mal que antes no teníamos tantas tonterías y sólo había una silla y una mesa… Compraba la tela de muselina y les hacía to: los calzoncillos blancos, y to, porque entonces se cosía toa la ropa…, así iba saliendo adelante.Las tiendas me decían que me llevara lo que quisiera, pero yo me llevaba lo indispensable porque luego había que pagar. La primera paga fue pa María la del pan y uno que le llamaban Benítez, allí era donde me fiaban. Luego, una me daba una cosa, otra cosa. Mi vecina me traía de to y me recogió los niños. Esa mujer fue la que me ayudó. El pan y el melón a lo mejor era la comida de mis niños. Pepa, la monjita, así le llamaban a la otra vecina. Me dejaba los niños con ella mientras iba por agua o a lavar. Yo con el búcaro en la mano no podía llevar los niños también. Hasta me ayudaba a lavar la ropa…Cuando mis niños tenían catorce años se iban a la remolacha o a otras cosas y entonces ya empecé a respirar. Mi hija mayor salió de la escuela pa ayudarme y empezó a trabajar con doce años. Se fue a servir a Jerez. Entonces me hablaron de un colegio interno donde podían estudiar y estar alimentaos. Como yo no tenía ni pa darles de comer pues me lo pensé y los llevé al colegio. A mi me costaba mucho trabajo quedarme sin ellos. Los dos mayores eran los que yo quería que se fueran y yo me quedaba con los chicos. Pero no había plaza na más que pa los chicos. Bueno, ¡qué mal lo pasé yo!, sin mis niños, tan chicos. Ahí se quedaron y luego, cuando se hicieron más mayores los pasaron a Cádiz y luego a Chipiona. Estuvieron hasta los dieciséis años y acabaron el bachiller. Claro, me quitaron tres bocas. Cuando iba a verlos, ellos llorando y llorando, que se querían venir. Pero sólo venían en Navidad, en verano, o en Semana Santa. Ahora que son grandes ya la cosa está mejor. Si yo contara todo, día por día, tendría una novela…”



jueves, octubre 3

Eufemismos y gerontofobia

Y resulta que hoy me despierto con la noticia de que celebramos El Día Internacional de las Personas de Edad. ¡Válgame Dios” Otro eufemismo para hacer desaparecer la palabra viejo; para no ofender, digo yo. Pasamos de hablar de abuelos a Mayores, luego a Tercera Edad,  Envejecimiento y qué sé yo qué otros nombres se le ha dado a este tramo de edad al que teóricamente estamos agasajando. Ahora somos “Personas de edad”. Vaya, yo creía que todas las personas son de edad.  En fin, formas diferentes y hasta extravagantes  de evadir algo natural como es la vejez, uno de los tabúes de esta sociedad ignorante, que piensa que cumplir años nos vuelve idiotas. 

Cuando yo era una niña, en casa y en la escuela nos enseñaban a tratar a las personas mayores con respeto. Tal era la diferencia entre este sector de la población y el resto, que saludar con un simple “adiós” era considerado de mala educación. Eran recomendaciones que se convertían en normas y hábitos para las niñas y niños educados. Así que cuando me cruzaba con mi maestra en la calle, o con cualquier otra persona de edad con la que tenía alguna relación, le soltaba: “Vaya  usted con Dios”. Tal cual. En esa época llamábamos “personas mayores” a los adultos de un tramo de edad bastante amplio, que incluía a los viejos.

La palabra viejo no implicaba menosprecio; era una simple descripción que señalaba a una parte de la población con características físicas y psicológicas muy determinadas; era un sinónimo de longevidad, de ancianidad. Es verdad que eran tiempos en que la juventud no tenía tampoco el tratamiento y prestigio que tiene actualmente. El valor que se da a lo joven, especialmente desde los años sesenta del siglo XX, ha corrido paralelo a una especie de gerontofobia que afecta, sobre todo, a las sociedades tecnológicamente avanzadas. La velocidad de los avances técnicos, ha ido dejando a un lado el valor de la experiencia, propio de la vida tradicional, en la que la transmisión del conocimiento era más lento y muchas veces nos llegaba a través de las enseñanzas directas de nuestros mayores. No hace falta irse al anciano de la tribu en una comunidad primitiva, que desde luego era el sabio al que se acudía cuando se tenían que resolver problemas que afectaban a la vida en comunidad. Hasta hace pocas décadas, la palabra y la experiencia de los padres y abuelos de cualquier familia española gozaban de prestigio; tenían un valor y generalmente eran escuchadas. Las jóvenes madres, por ejemplo, no solían poner en cuestión la experiencia de las mujeres mayores de la familia a la hora de la crianza. Ahora resulta que muchas confían más en nuevas profesionales, figuras sustitutas de las abuelas, como la Doula, que es la que acompaña a la joven mamá en los primeros meses de vida de su bebé. 

Últimamente sigo una serie canadiense en Netflix: “Madres trabajadoras”. La serie sigue la vida de cuatro mujeres mientras hacen malabares con el amor y sus relaciones, sus carreras profesionales y la maternidad. Cada cual se identifica con lo que está viviendo o ha vivido, eso es verdad. Yo en este momento, con mis sesenta y ocho años, observo las historias de estas jóvenes madres, como la que cree estar de vuelta de todo, aunque para qué nos vamos a engañar, eso quizás no sea tan real. 

Eso sí, sentada en mi sofá, suelo hacer comentarios, no exentos de ironía y humor malévolo, porque me identifico con esa abuela que tiene que defender ante su joven hija que es capaz de saber cuándo y qué clase de atención necesita su bebé. Mientras, la hija, busca desesperadamente los consejos de una profesional que es la que le da seguridad. Al fin y al cabo, una “vieja”… ¿qué sabe una vieja de criar niños? Todo se profesionaliza, especialmente cuando se tienen medios económicos; si no, se tira de los abuelos, aunque haya que estar erre que erre, diciéndoles qué se hace y qué no se hace con el niño. Que ya las cosas no son como antes, faltaría más.

Hace poco hice un viaje en Blablacar con tres jóvenes veinteañeros. En esas horas de coche fui consciente de que yo era invisible para ellos como persona con vida propia. Ninguno se le ocurrió preguntarme nada. Vale, tengo pinta de jubilada, pero esa no es mi profesión. Soy una mujer que ha tenido una trayectoria profesional rica, que todavía tengo responsabilidades en una entidad cultural, que he publicado tres libros,  y que me considero una persona con criterio para hablar de muchas cosas. Os aseguro que permanecí muda durante cuatro horas, muda e invisible.  

 Estos ejemplos son sólo una muestra de cómo la experiencia, también en la vida cotidiana, ya no se considera un valor. Ahora los que saben son ellos, esa generación de milenials, universitarios, expertos en qué sé yo cuantas disciplinas, titulados por tres o cuatro universidades. Basta con fijarse en los nuevos directivos de los partidos políticos. Ellos y ellas no superan los cuarenta años y apenas han tenido experiencia en la vida laboral, ni han tenido que administrar un núcleo familiar con unos cuantos hijos y pocos medios. Sin embargo, se sienten preparados para gobernar un país.

¿Se han fijado ustedes en la edad de los políticos que van en las listas de los partidos cuando hay elecciones? Se ha conseguido la igualdad en cuanto a la paridad. Hombres y mujeres representados en Congreso y Senado. Vale. ¿Pero hay paridad en cuanto a generaciones y edad? ¿Cuántos mayores de sesenta y cinco y no digamos de setenta hay actualmente en el Congreso de los Diputados? ¿No es cierto que los mayores deberíamos reivindicar estar presentes en los espacios donde se deciden cosas que también nos afectan?Se habla mucho de envejecimiento activo, pero no cuentan con nosotros en puestos relevantes de la política. 

Nos apartan a hacer gimnasia o manualidades en los centros de mayores, a realizar tareas sencillas y voluntarias en una ONG, o nos ofrecen todo tipo de viajes y actividades lúdicas del IMSERSO. ¿No es eso segregación por edad?, o peor aún: gerontofobia. ¿Cuántas personas de más de setenta años conocemos que son perfectamente válidas para poder desarrollar una tarea política y socialmente relevante? Yo bastantes. Y aunque en algunas grandes corporaciones, bancos, o instituciones mundiales suele haber representantes septuagenarios, como dice el refrán “una flor no hace primavera”.