miércoles, febrero 27

Carta a mí misma

Mi querida niña: Ha pasado demasiado tiempo, más de sesenta años y la memoria es frágil, pero tu imagen dulce, tu carita salpicada de pecas y esos ojos transparentes y tristes vuelven a mí a través de  las viejas fotografías. Entonces puedo sentirme cerca, muy cerca de ti y evocar aquellos años. Sé que no esperabas mucho de la vida, porque el entorno en el que naciste daba para pocos sueños. ¿Recuerdas cuánto sufriste al ver marchar a tus amigas camino de la ciudad donde iban a poder estudiar y convertirse en maestras? Con sólo diez años viste cerrados los caminos. No comprendías esas diferencias y lo único que te quedó fue ese deseo oculto de salir algún día de ese mundo tan limitado; pero también la desesperanza, tras los intentos de mamá de encontrarte un lugar para seguir formándote. Ella nunca se ha conformado con que tu vida sea un calco de la suya. Pero su lucha apenas ha tenido resultado.   
La infancia, me temo, que no es ese lugar idílico que algunos  se empeñan en añorar y al que muchas personas desearían volver. Pero no nos engañemos. Sabes muy bien que no siempre es así. Cuando somos niños podemos ser muy felices por las cosas más sencillas, pero también muy desgraciados cuando la realidad no se ajusta a nuestros deseos o somos objeto de injusticias que no podemos comprender.  
Yo que he vivido mucho puedo decirte ahora que, a pesar de todas las limitaciones, la esperanza nunca debería de perderse. El camino es largo y tortuoso, claro que sí; pero si eres capaz de descubrir en ti el coraje y la pasión de vivir, todo puede pasar, incluso aquellas cosas que nunca te atreviste a soñar. Puedes llegar a tener una casa como aquella que te gustaba tanto de tu amiga Encarnita, con un patio lleno de plantas, un cuarto de baño, una cocina con fregadero y armarios llenos de platos con florecillas azules. Quizás algún día te llegará el amor; de esos que piensas que no existen nada más que en los cuentos de hadas que tanto te gusta leer. Tampoco ese camino es sencillo, Teresita. Al contrario, tiene muchos baches e imperfecciones que tendrás que sortear, pero esas pequeñas o grandes dificultades te harán crecer, no lo dudes.
Has nacido en ese pequeño pueblo por azar y has podido disfrutar de una infancia muy cerca de la naturaleza. No todas las niñas tienen esa suerte. Pero sé que ha llegado el momento de volar, de salir a conocer el mundo, de probar nuevas costumbres, escapar de la rutina y saber qué se siente lejos del paisaje y de la seguridad que da todo lo conocido. 
Ahora sabrás de qué eres capaz. Créeme. Si perseveras y confías en tus cualidades, conseguirás romper el corsé del destino.  Pero tienes que empeñarte y dejar atrás las ideas preconcebidas y esas imágenes de campesina desvalida, víctima de un mundo injusto.
Querida Tere, no puedes esconderte tras esa niña asustada y llena de complejos y arrojar sobre el mundo la responsabilidad de lo que tenga que ser tu vida. Qué me vas a decir a mí. Puedo hacerme cargo de lo desvalida que te has sentido, de las veces que has necesitado consuelo y sólo has recibido exigencias y reproches. Sé lo duro que es eso, y cómo te deja marcada para siempre. Es difícil dar lo que no tienes y eso lo vas a notar a lo largo de la vida y te hará parecer más dura de lo que en realidad eres. No te preocupes. Si tienes suficientes anclajes; si eres capaz de rodearte de personas que sepan ver más allá de ese caparazón con el que nos solemos proteger, serás una persona querida y valorada por ser quien eres. 


Me gustaría que me escribieras y me contaras cómo llevas eso de marcharte del pueblo. Puedo imaginarte, preocupada por tu aspecto y tu acento andaluz, recién llegada a ese mundo tan desconocido. Estás en plena adolescencia, una etapa de muchas dudas e inseguridades. Confía en esa esponja que eres. Serás capaz de absorber en poco tiempo lo que la vida te está ofreciendo. No será un camino de rosas, para qué vamos a engañarnos. Vas a tener que esforzarte más que otras personas que lo han tenido todo más fácil. Tú misma te exigirás demasiado y sufrirás por cada error que cometas. ¡Ay Teresita! Es que siempre te ha gustado ir en busca de otros horizontes y eso obliga. Obliga a estar muy alerta. Cada descubrimiento es un reto, una posibilidad de aprender, pero también el esfuerzo puede ser colosal y muy agotador. No quisiera asustarte con mis reflexiones de mujer madura y algo cansada, pero tampoco es bueno esconderte esa parte menos amable de la vida. Aun así, estoy segura de que saldrás adelante, tienes capacidad para superar los obstáculos que tienes ante ti. En pocos años brillarás y casi no vas a conocerte de los cambios que experimentarás.

¿Qué tal se lo ha tomado mamá? Dejarte sola no le habrá resultado fácil. Ya sabes cómo se preocupa  de que seas una niña muy cumplidora y no te salgas del “buen camino”. Papá será ahora tu guía, ¿cómo te llevas con él? También esta nueva experiencia es una oportunidad para conoceros mejor. Es un buen hombre, tú lo sabes. Muy poco hablador, pero serio y respetuoso. Has tenido tan pocas oportunidades de compartir con él tus cosas… Siempre tan ocupado con el campo y tan seguro de que mamá se ocupaba de tu educación, que apenas habéis tenido tiempo para estar juntos. Aprovecha su compañía para conocerlo; además necesitarás su protección en esa ciudad tan hostil. Quizás más adelante, cuando seas mayor, puedas comprender que esa distancia que a veces percibes como desinterés, no es más que una máscara con la que él esconde una sensibilidad que le asusta.
Me gustaría poder abrazarte y transmitirte el calor y el consuelo que tanto necesitas. No lo olvides. Tú y yo no somos tan diferentes. Te quiero y deseo que encuentres en la vida las respuestas a tu inagotable curiosidad y, sobre todo, que seas amada como te mereces.

sábado, febrero 16

Ni Katiuskas, ni zapatos Gorila

Ni katiuskas, ni zapatos gorila, ni bañador para recorrer las albercas cuando el calor apretaba, ni triciclo, como aquel de Encarnita Peñas, con la que solía jugar en el patio de su abuela. Tampoco tuve muñecas de rostro redondo y mejillas sonrosadas, ni cocinitas de latón, para jugar a hacer comoditas, como las mamás.  Si acaso, un diábolo rojo de goma, que manejaba hábilmente enviándolo a lo más alto, para después recogerlo en un gesto de gran maestría.  O algo tan sencillo como el saltador, con el que recorría la calle empedrada, casi sin poner los pies en el suelo. Esos fueron mis juguetes. Y la calle, los llanos con rincones donde esconderse, o la rayuela y el tejo, la comba, los alfileres y el mocho, que era un juego de niños, pero al que nos incorporábamos las niñas, sin ningún tipo de cortapisa. Al fin y al cabo, ese, como otros juegos, tenían el escenario perfecto en la calle, y no necesitábamos  más que hacer uso de lo que nos facilitaba la propia naturaleza, o  como en la caso de la rayuela, un  trozo de ladrillo o baldosa sobrantes de alguna construcción.    Cuando descubrí la lectura, fueron los tebeos los que entraron en mi mundo infantil y fantasioso;  aquellas publicaciones llenas de dibujos idealizados sobre la vida de las chicas pobres, morenas y bondadosas, que serían compensadas con un príncipe azul que las libraría de una vida anodina y con quien serían felices por siempre. Las otras, rubias y ricas, acabarían siendo unas desgraciadas. Las injusticias se pagan de algún modo.  Así era más fácil estar conformes con la suerte que nos había tocado. Una cuestión de fe. En mi caso no se equivocaron, porque yo perseguía la bondad, como si de un tesoro se tratase. Desde muy pronto me sentí atraída por esos mensajes apaciguadores que llegaban por varias vías. Una de esas vías era la Iglesia, y la Escuela era una su firme aliada. Fui una niña obediente, cumplidora, nunca me rebelé. Acataba todas las normas con facilidad, buscando seguramente ser premiada por la divinidad en un futuro lejano, pero también en el día a día por mis maestras, compañeras de escuela, amigas y, por supuesto, por mi madre. Además, quizás llegaría ese príncipe capaz de valorar mis cualidades. Nunca se sabe…
Fue a partir de los diez años, en mi última escuela, cuando recuerdo haber desarrollado un interés algo insólito para mi edad. Me levantaba cuando aún no había luz del día para ir a la misa diaria y comulgar, como la niña más santa que jamás hubiera en aquel lugar. Arrastraba conmigo a mis vecinas. María Antonia era la más cumplidora. Ramona y su prima Loli faltaban habitualmente a la cita. Imagino que sus propias madres no las motivaban demasiado. En los meses de invierno hacía un frío terrible. Los charcos se helaban durante la noche y salir a la calle a esa hora de la mañana era casi una heroicidad. A falta de gorro de lana, mi madre me ponía un pañuelo de gasa en la cabeza, para protegerme de las frías temperaturas. Yo me veía horrorosa, pero nunca me opuse. Total, tampoco hubiese tenido éxito.      
Después de la misa, y reconfortada por la comunión, volvía a casa, desayunaba un tazón de malta y unos picatostes,  tomaba la cartera de madera y me marchaba a la escuela. A las nueve era la hora de entrada. Ya llevaba despierta dos horas. Nadie me obligaba; nadie externo, porque había en mí algo que me impulsaba hacia esa conducta demasiado sensata para una niña. Luego, las cuentas, los dictados, los análisis gramaticales, las lecciones aprendidas de memoria que se convertían en una especie de pasaporte al éxito: estar en el primer pupitre, acompañada de las más listas de la clase.
El recreo se hacía en la calle. Un circuito más o menos controlable alrededor de la escuela, pero completamente libre. La maestra se quedaba en el aula y las niñas, disciplinadamente, no nos salíamos de la zona señalada. Digo niñas, porque el sistema educativo entonces nos separaba. Los niños tenían maestros masculinos y sus propias escuelas. Uno de los recuerdos más exactos que tengo de esos recreos, me llevan a los muros de la iglesia, donde un grupo, las más fantasiosas, nos imaginábamos habitando en un palacio como princesas. Creábamos nuestro propio vestuario, como si de un teatro se tratara. Recuerdo haber vivido momentos en los que era la princesa, con mi tocado, imitando a los que veíamos en las películas y en los cuentos: una especie de cucurucho, terminado en punta, de donde colgaba un trozo de tul. Ani, una compañera que tenía una voz muy bonita, imitaba a Marisol y me cantaba “Tienes los ojos azules de tanto mirar al mar, pero el barquito que esperas, ya nunca más volverá…”  Gozábamos de nuestro propio universo, fuera de la realidad que nos tocó vivir, en la que faltaban cosas materiales. Nosotras dimos belleza y fantasía a ese mundo de carencias, desigualdad social y controles morales.            
Tres años duró esa etapa de mi infancia, durante los cuales no dejé de responsabilizarme de algunas tareas domésticas que me encargaba mi madre, pero también  iba haciendo incursiones en actividades extraescolares como el teatro y el coro. Mis últimos recuerdos, ya adolescente de catorce años, están vinculados a la actividad teatral.  Protagonicé una comedia muy divertida: Llueven tías.

Lo rememoro y sonrío porque fueron meses de alegría, de compartir con mis compañeras momentos llenos de complicidad y de risas. Y el viaje a un pueblo perdido en la sierra, que ni sabía que existiera, donde fuimos a actuar, y aquel chico tan guapo que, al acabar la función, vino a felicitarme y parecía embobado mientras me hablaba de mis dotes como actriz. Son instantes que permanecen en la memoria; como la despedida, que para una adolescente es un adiós sin retorno, pero también algo con que llenar sus sueños más íntimos.