viernes, noviembre 2

Epílogo de mi libro Maletas de cartón.

 Recordando la noche de Todos los Santos, hace dos años, en casa de Micaela y Pedro. Momentos inolvidables. 

Mes de noviembre. Final del trayecto. Han sido meses de un viaje cuyo recorrido me ha llevado a escenarios e historias con las que crecí. Ha sido un reencuentro con multitud de vivencias, no exactamente olvidadas, sino veladas, ocultas por el paso inexorable del tiempo. Adentrarse en la memoria, es como encontrarse ante los hilos de un ovillo que necesita ser desenredado para crear una labor. Hay que proponérselo, tener la determinación suficiente para no perder el interés que te ha llevado a esa tarea y poner todo el empeño en conseguir romper la maraña. Creo que esta imagen se parece bastante al trabajo que he venido realizando durante este año, ya a punto de finalizar.
        
Los primeros pasos de este largo y apasionante viaje por la memoria migratoria de los bedmareños, fueron en Barcelona, y a punto de llegar a mí destino, he pasado por Bedmar. Un precioso broche que cierra el proceso de una forma que no había planeado, que me ha devuelto las imágenes más genuinas de mi pueblo y, sobre todo, ha sido la confirmación de que, efectivamente, tal y como ha quedado reflejado en este libro, el vínculo de los bedmareños con su terruño y con las tradiciones heredadas de sus mayores, sigue vivo. 
A final de octubre, coincidiendo con el último domingo de ese mes, el pueblo de Bedmar traslada la imagen de la Virgen de Cuadros al santuario que lleva su nombre, en un hermoso paraje, en plena Sierra Mágina. Cada año se repite el ritual y se renueva el fervor de los lugareños hacia su Patrona. El rito no solo une a los nacidos en esa población, sino a los vecinos de las poblaciones cercanas, que suelen participar de un día festivo, más allá de la práctica puramente espiritual.
Despidiendo a la patrona 
 
En realidad se trata de una celebración entre lo profano y lo sagrado, como tantas otras prácticas propias de la religiosidad popular, que congrega a creyentes y no creyentes, y que sirve para reforzar los sentimientos identitarios de los bedmareños. Independientemente de las creencias más íntimas, de las diferencias ideológicas, sociales o culturales, este pueblo despide cada final de octubre a esa madre simbólica, en un adiós en el que se palpa una gran dosis de emocionalidad y fervor colectivos. Luego, el camino hacia el santuario, es todo fiesta, alegría y sociabilidad, y al llegar a la ermita, el repique de campanas, los fuegos artificiales, los vivas y el entusiasmo de los romeros, se derraman desde la lonja, repleta de visitantes, hasta las laderas más próximas al santuario y los caminos que llevan al río, donde los más jóvenes disfrutan de un día de libertad en contacto con la naturaleza.  
Tiene sentido que los emigrantes quieran estar presentes en una celebración de esta naturaleza. Algunos casi no recuerdan la romería, porque se fueron siendo niños, otros, no han tenido la posibilidad de volver durante muchos años, por razones de trabajo. Ahora, ya jubilados, disfrutan de esa fiesta y encuentran viejos amigos y conocidos, mientras hacen ese hermosísimo camino hacia la ermita. Así lo he constatado personalmente este año.
Los romeros caminando hacia la ermita
El calendario ha querido que coincidan estas fechas con la celebración del Día de Los Santos, fecha en la que se vive uno de los rituales de más tradición en Bedmar. En los días previos al 1 y 2 de noviembre, el cementerio, paradójicamente, se llena de vida. Y es así, porque las mujeres de cada familia se encargan de limpiar y adornar profusamente las sepulturas de sus antepasados. Cuando el día de Los Santos se hace la visita al cementerio, la sensación que recibe el visitante no es de un lugar lúgubre, ni mucho menos. El color de los cientos de ramos de flores y la luz de las velas encendidas, da al camposanto un aspecto que invita al paseo sosegado. Es un sitio de paz, de respeto y de recuerdo a los que dejaron esta vida, pero también es una ocasión para el reencuentro de aquellos que emigraron a otras tierras y vuelven a honrar a sus muertos. Somos muchos los que, aun viviendo a cientos de kilómetros, enterramos a nuestros padres en su tierra de origen y volvemos en esa fecha. Es otro signo de esos vínculos, a veces invisibles, que todavía nos ligan al lugar que nos vio nacer. 
Una pareja entrando en el cementerio 

 Para mí, han sido días en los que se han reavivado mis recuerdos más antiguos, cuando siendo aún una niña, acompañaba a mi madre y le ayudaba a limpiar y adornar la parcela donde están enterrados su padre y sus abuelos. En esos años, todavía no alcanzaba a comprender sus lágrimas, mientras hacíamos el trabajo. Ahora, siempre que puedo, soy yo la encargada de realizar las mismas operaciones, y siento esa especie de prolongación de la vida a través de las generaciones. Es un sentimiento de vinculación con mis ancestros, necesario para no perder de vista quién soy, a pesar del tiempo transcurrido y la distancia. La misma o semejante experiencia intuyo que tienen todos los emigrantes que, cada año, al llegar esta fecha, vuelven a encontrarse con su historia familiar.     
Detalles de una tumba engalanada para el Día de los difuntos
También he vuelto a las calles de mi infancia. Las he recorrido intentando poner nombre a las casas que, abandonadas, ya resultan irreconocibles. Aquí vivía “la Saldiguera”, en el callejón “las Pajarillas”, subiendo a la izquierda, “Matigüelas”; más arriba “la de Rito”, ésa es la casa de María “la Polilla”, que luego estuvo habitada por Pepa, aquella muchacha que también se fue a Azagra. Ésta es la de mi abuela... Y el llano de los juegos, a medio restaurar, parece resucitar de un largo abandono. Con mi prima Tere vamos recorriendo el Terrero y luego la Carrera Alta: ahí está la casa donde nací, remodelada no parece la misma, la tienda de Josefa “la Arguñana”, el llano de “Toscazos” que ya no es llano y la gran casona de la Obra Pía, en ruinas. Y el pilar,  resurgido e iluminado, tras largos años de desidia…Y el castillo, que tampoco es castillo, sino una triste imagen de lo que un día fue.
Casas cercanas al pilar de La Carrera 

Para cerrar el día, una reunión cuasi familiar, en la que, de nuevo, queda patente ese ser de aquí y de allí. Mestizaje cultural, degustación de gachas, una tradición de la noche de Los Santos, que acompañamos con boniatos y con los dulces “panellets” de Cataluña. Tres familias emigradas en los años 60, y Anna, una joven nacida en Barcelona, a principio de los años 70, que todavía hoy vuelve en fechas señaladas a recorrer las calles del pueblo de sus padres y abuelos.
Es inevitable que en la conversación surja ese sentimiento, tantas veces escondido en nuestro inconsciente; ese sentirnos divididos, esa identidad fragmentada de tantos y tantos emigrantes, “exiliados” de su ser originario. Más compleja si cabe, es la experiencia de la segunda generación, representada en Anna. Nacida en Barcelona, ha vivido sus veranos, desde niña en Bedmar, jugando en sus calles, disfrutando de sus paisajes, bebiendo del lenguaje y de los usos y costumbres de sus abuelos. Un joven bedmareño llamó a su corazón, la enamoró y junto a él fue otra bedmareña más. De eso ya hace unos años, pero confiesa sentirse muchas veces desplazada, ajena… aquí y allí. 
Panellets y boñatos



Gachas
El mestizaje la ha enriquecido porque tiene la capacidad de ponerse en la piel de los que se marcharon, pero también forma parte de la cultura catalana, donde ha construido parte de su ser más íntimo, en la escuela, en la universidad, en el trabajo de cada día. Escucha con interés la experiencia de sus mayores y se muestra abierta a cualquier cambio, a aceptar los vericuetos que la vida le presente de aquí en adelante. Está preparada para un futuro incierto, como tantos jóvenes de este principio de siglo, pero con más agarres emocionales que muchos, porque ha transitado por el camino del dolor y de la pérdida, cuando aún era demasiado joven. 
El reloj marca la media noche y es hora de despedirse. Sin pretenderlo, he vuelto al inicio de este trabajo, cuando un grupo de mujeres de Bedmar, emigradas a Cataluña entre los años sesenta y setenta, reunidas alrededor de una mesa, intentábamos explicar y explicarnos cómo hemos llegado a ser lo que somos; qué parte queda en nosotras de esas niñas criadas entre sierras y olivares, en los años grises de la larguísima posguerra,  y qué hemos integrado de todo lo que supone vivir en una nueva cultura. También allí evocamos desde las íntimas vivencias, esas que no solemos contar a nadie y que con el tiempo hemos asumido; se lloraron pérdidas, y sentimos la sana alegría de compartir un mundo del que somos herederas.
TERESA FUENTES
          
Bedmar, noviembre de 2016

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