Ya no tiene 22 años, como
aquella fría mañana en que las olas de un mar de ilusiones se deslizaron por sus
piernas y dejaron paso a la vida. Había sido un hijo tan soñado, tan querido…
Incluso tenía nombre desde mucho antes de ser concebido. Y había llegado la
hora. No tuvo miedo, porque estaba segura de que todo iba a salir bien; de que
su naturaleza respondería perfectamente. Preparó la canastilla y se marcharon a
la clínica.
Como en un ensueño, vuelven a su memoria los pequeños pormenores de aquel diez de diciembre de 1973. Cumpliendo el ritual de cada día, camina ligeramente y recuerda aquellos días; los meses de un embarazo vivido con ilusión, pero también con esas molestias matinales que muchos días la obligaban a llegar tarde a la oficina.
Como en un ensueño, vuelven a su memoria los pequeños pormenores de aquel diez de diciembre de 1973. Cumpliendo el ritual de cada día, camina ligeramente y recuerda aquellos días; los meses de un embarazo vivido con ilusión, pero también con esas molestias matinales que muchos días la obligaban a llegar tarde a la oficina.
Su volumen aumentaba e
incluso sus rasgos se transformaban hacia el final del proceso, cuando tuvo que
guardar reposo, para evitar que aquel hijo se adelantara a la fecha fijada para
su llegada al mundo. En aquel tiempo de
espera, trataba de guardar la calma. Solía quedarse ausente, imaginando cómo
sería aquel fruto de su joven naturaleza. Se afanaba en preparar la canastilla,
en elegir la cuna, en arreglar la nueva casa donde irían a vivir tras el
acontecimiento. Todo era novedoso,
ilusionante e incierto, pero la esperanza alumbraba el tiempo nuevo que se
avecinaba.
La clínica era una coqueta
torre situada en un tradicional barrio de Barcelona. Buscaban un trato
personalizado para aquel momento tan importante y eligieron un médico muy
conocido y un escenario de confianza. Recuerda la llegada a la clínica, donde
la atendió una matrona experimentada que confirmó la inminente llegada al mundo
de su hijo. Las contracciones eran soportables, tenían un sentido, y el proceso
iba rápido. Todavía no puede entender cómo con sólo 22 años, tuvo esa capacidad
para guardar la calma y respirar cada vez que llegaba aquel espasmo, en cierto
modo conocido para ella. Pensaba que no era tan diferente del malestar que
solía sufrir cada veintiocho o treinta días, desde que era casi una niña.
Quizás esa capacidad para
enfrentar algo que consideraba natural, fue lo que ayudó a que todo se
desarrollara con cierta rapidez y mucho más cuando la matrona propuso un
anestésico que se puso de moda en la época: Pentotal. Visto a posteriori, el
parto se hubiera desarrollado con igual prontitud, pero no lo dudaron. Lo único
que importaba era acabar cuanto antes.
Lo último que recuerda,
antes de perder la conciencia, es aquel quirófano, las luces cegadoras, la
horrorosa postura en la que empezó todo. Después… una habitación luminosa, una
sensación de somnolencia, y el abrazo bañado en lágrimas en las que se
mezclaban muchas sensaciones y sentimientos compartidos con Èl, que la estuvo
acompañando hasta el último momento, intentando controlar sus miedos. Un padre
demasiado joven, como ella, y como ella un manojo de emociones contradictorias.
¡Nuestro hijo, nuestro hijo! Repetía una y otra vez, abrazada a él, entre el
sopor de la anestesia y las luces de la realidad.
Un gran día en su ya
dilatada vida: el nacimiento de su primer hijo, en aquel frio diciembre, de
1973 y en una ciudad que ha quedado muy lejos. Ahora, es una mujer que peina
canas, que trata de sacarle partido a lo que la vida le ofrece en otro paisaje,
pero no se resiste a los embistes de la memoria y la nostalgia de un tiempo que
no es “Tiempo perdido”.
Que emotivo, mezcla de sensaciones contradictorias pero con un resultado expectacular, gracias por compartir.
ResponderEliminarGracias Gema. Me alegro de que te haya atrapado.
EliminarEstimada Teresa: ¡Qué bien has narrado ese hermoso momento de la espera de un hijo fantaseado de una determinada manera y el momento de dar a luz otra vida. Otra vida que no será la nuestra pero que todo lo imaginado y deseado para él por su madre y por su padre le da un lugar en el mundo.
ResponderEliminarUn abrazo querida amiga.
Gracias Pepa. El año pasado lo escribí para regalárselo. Me pareció el mejor regalo que un hijo puede recibir de su madre. El tiempo pasa... 43 años. Y yo, envejeciendo... Un abrazo, amiga.
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