Día 14 de octubre de 1972. Hace ya cuarenta y un años.
El diario La Vanguardia anunciaba el Festival de teatro
de Sitges, el Teatro Calderón, una obra de Agatha Christie, protagonizada por
M. Luisa Merlo y Carlos Larrañaga, la pareja de moda en aquel tiempo; el cine
Pelayo estrenaba una de esas películas con estrellas efímeras, de esas que ya
nadie recordará: Ira de Furstenberg. Y
lo más internacional: Montserrat Caballé, que actuaba en París, cantando Norma, se queda sin voz en el segundo acto de la ópera de
Bellini.
Posando una vez vestida |
De
todo ello no tuve noticias en ese momento. Estaba demasiado ocupada, reparando el instante
en que subiría al altar con el hombre de mi vida. Durante la mañana, maquinaba
la forma de quitar vuelo a aquella especie de forro almidonado del traje de
novia, que mi madre se empeñaba en que me colocara, para darle realce a mi sencillo
vestido de punto. Recuerdo que fue una lucha titánica, en la que me acompañó mi
cuñada Mariana, muy mañosa para despistar a su futura suegra, ¡que ya era
difícil! Los nervios estaban a flor de piel, pero aprovechamos el tiempo de
peluquería de mi madre y conseguimos nuestro propósito: un hilván bien
apretado, dejó el dichoso “refajo” más o menos como a mí me gustaba. Se trataba
de que la falda quedara pegada al cuerpo y no como esas princesas tipo Sissi.
¡Ay que ver! Con veintiún años, a punto de casarme y todavía no tenía autoridad
para decidir cómo quería ir vestida el
día de mi boda. Así eran las cosas en aquellos años; o al menos lo eran en mi familia.
Con mis padres |
Después
de comer y de dejar la cocina y la casa aseada, empezó el ritual. Debo decir
que, en mi caso, ese ritual se limitó a colocarme la ropa interior, el “cancán” almidonado, transformado ya por
nuestras habilidosas manos, unas medias y el sencillo vestido blanco, de punto,
manga larga y sin apenas adornos. En la cabeza, un casquete, para contentar de
nuevo a mi madre, cuyo sueño era el clásico velo.
Pero
yo, ni peluquería, ni maquillaje. Nada de nada. Una Teresa muy sencilla, sin
disfraz. Al fin y al cabo para casarse, pensaba yo, no hace falta tanta cosa.
Si no único que yo quería era el permiso para irme a vivir con el hombre que
amaba y deseaba con todas mis fuerzas. Las fotos hablan por sí mismas. Veintiún
años, rostro angelical, un poco asustada… pero con la mirada ilusionada puesta
en una nueva vida que intuía llena de descubrimientos y felices experiencias. Luego, las clásicas
fotos. Sonrisas, abrazos, ojos húmedos de emoción, el padrino con el ramo… y el
coche alquilado, junto a mi orgulloso padre, con aquellos ojazos suyos que escondían tantas
emociones.
Llega el ramo |
De la llegada a la iglesia, sólo recuerdo los compañeros de trabajo que esperaban, mientras iba avanzando, del brazo de mi padre hacia el altar, donde el novio, harto de esperar, temblaba de emoción y de susto, ¡para qué negarlo!
Fue
una ceremonia muy emotiva; llena de alusiones a nuestra vida, a lo que
esperábamos del futuro que teníamos bien planeado, en lecturas preciosas,
preparadas por los amigos y un hermoso
sermón, bien preparado por Miguel, el joven sacerdote, amigo nuestro… A pesar
de eso, o quizás por eso, nos pasamos la ceremonia llorando a lágrima viva. El video que filmó Juan Antonio, da buena fe
de ello. Y lo más sorprendente fue la emoción de mi padre. Algo inexplicable.
Es como si se hubiera desbordado en ese momento algo que estaba ahí, dentro de
él, esperando la ocasión para fluir sin miedo. ¡Ay, ay! Si aquello parecía un
entierro, más que una boda. Pero fue una boda, sí. Un Seat 600, conducido por
una amiga, nos trasladó, tras la austera celebración familiar, al piso alquilado de La Meridiana. Lejos ya de
las obligaciones y de las convenciones a las que, más o menos voluntariamente, estábamos
sujetos, pudimos decir aquello de: ¡Al fin solos!
Cierto hubiera acabado antes poniendo el enlace de la canción:
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=2M48QzZXi04
SOY YO
¡Vale, vale....! Estupendo.
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