miércoles, noviembre 21

Los payasos de la tele



Salía del colegio,  presuroso, sorteando el tráfico de la ruidosa Meridiana, y estiraba de mí calle abajo, muerto de hambre, deseando llegar a casa para vérselas con su trozo de pan con Nocilla y su leche con Cola Cao.  
Pan con Nocilla
Entrábamos en el sexto piso, y mientras yo me afanaba en prepararle su manjar, él corría a dejar su cartera en su habitación y seguidamente, sin esperarme, enchufaba la tele, una de esas en blanco y negro de doce pulgadas, de la marca Elbe y en color naranja, que duró muchísimos años, hasta que la presión sobre nosotros se hizo insoportable. Éramos padres austeros que pretendíamos que nuestros hijos no fueran consumistas, algo propio de la época. A la cocina llegaban los sonidos, pero enseguida, yo me incorporaba al festejo:
-        ¿Cómo están ustedeeeeeesssss? ¡Bieeeeennnn!  
Gabi, Fofó, Miliki y Fofito acompañaban esas tardes de Nocilla y Cola Cao. Una pequeña habitación rectangular, con ventana al fondo, dos sillones de mimbre, una mesa redonda. La estancia quedaba cortada por una estantería con una estructura de hierro y unas baldas de madera repletas de libros,  un viejo tocadiscos y la tele.  A continuación,  una cama turca, haciendo de sofá informal.
Televisión Elbe
Allí, sentados, o más bien tumbados, pasábamos la tarde mi hijo y yo,  acompañándonos en las risas y en las canciones que hacían las delicias de todos los niños españoles.
¡Hola don Pepito!,
¿Hola don José!
¿Pasó usted  ya por casa…?
¡Por tu casa ya pasé! 
 Reíamos con las cosas más simples, por los gestos más infantiles de unos hombres como castillos que sabían conectar con ese público todavía inocente, ávido de espectáculos, sin muchos referentes como para comparar y elegir. La tele en blanco y negro y en dos únicas cadenas era lo que teníamos y no echábamos de menos nada. Todos éramos más inocentes. 
 Después de esos días, en los que aún tenía la capacidad de disfrutar de la infancia de mi primer hijo, con  veintipocos años y toda la vida por delante, después, como digo, no he vuelto a sentarme con esa actitud de disfrute, mirando a unos payasos, mientras mi hijo crecía en años y en experiencias. 
Hoy he conectado con ese tiempo ya lejano, porque Miliki uno de los payasos de la tele acaba de morir. Mi recuerdo para él, pero sobre todo para mi hijo Manolo.       
               

La Enciclopedia de Álvarez


Ni  libro de mates, ni de sociales… ni de conocimiento del medio… nada de eso. Uno sólo, la Enciclopedia de Álvarez, que cada año iba añadiendo información y complejidad, hasta completar el tercer grado. Entonces, las niñas y niños que no íbamos a seguir estudiando bachiller se suponía que contábamos con una culturilla.
Aula de la época
 Sólo hay que echar un vistazo al Parvulito para darse cuenta de que mi generación aprendió pronto algunas cosas que muchos niños de ahora, a esa edad, ni las huelen: que si los hombres primitivos, que si nuestros primeros padres, que si las cifras, las decenas,  las sílabas, Viriato y sus hazañas, el cuerpo humano, los puntos cardinales y los movimientos de rotación y de traslación, los Reyes Católicos y los judíos, Carlos I de España y V de Alemania, los animales Vertebrados e Invertebrados, el rio Miño nace en Fuente Miña… Los metros que mide el Pico de Mulhacén,  El Siglo de Oro y Santa Teresa, la Guerra de la Independencia… Ramón y Cajal…  y ¡cómo no! Francisco Franco y José A. Primo de Rivera, que además los teníamos en un cuadro bien visible dentro del aula. 
                                             Clicad para ver el video
 Hoy he sonreído con nostalgia, viendo los contenidos y los dibujos con los que ilustraban los libros. Y he pensado en mis maestras, en el gratísimo recuerdo que guardo de ellas y de sus enseñanzas. Gracias al interés que pusieron en mi aprendizaje, y ayudada por las enciclopedias de Álvarez, sin pasar por el Bachillerato, cuando tenía veintiocho  años, aprobé el examen de ingreso en la Universidad. Y os aseguro que de niña,  en mi cartera,  sólo llevaba un libro, una libreta con las tablas de multiplicar en la contraportada, y un plumier de madera, con un lápiz,  algunos lapiceros de colores de Alpino y la goma Milán, con aquel olor tan característico que tanto me gustaba. Tiempos de austeridad, tiempos de aprender a base de repetir cantando las tablas y los ríos de España… de mucha caligrafía, dictados y obediencia, mucha obediencia. 


viernes, noviembre 16

Fado nocturno: Un poema a Dulce Pontes

 Hoy, de forma casual, ha llegado a mí este precioso poema, escrito por una poeta valenciana, afincada en Jerez: Dolors Alberola.  La autora lo escribió tras el impacto que le produjo una actuación de Dulce Pontes en el Alcázar de Jerez, hace dos o tres años. Lo recuerdo perfectamente, y recuerdo el día que escuché el poema. No me salián las palabras. Si bello es todo lo que hace Dulce Pontes, la poeta no se queda atrás, y, como en esta ocasión, sabe transmitir la emoción de un instante a sus lectores. Espero que os guste.  
Una imagen de Dulce, muy dulce...

     Meu amor, meu amor…

Al fondo de la noche
las tres velas bogando
como lunas ancladas.
Dulce Pontes lanzaba sus cristales,
las cintas de su voz, la melodía
contra las altas palmas que bailaban al viento.
Una humareda roja, azulándose, verde,
cambiando los tejidos y la danza
que, ancestral, era rito,
la memoria de brujas y druidas.

Ella estaba envolviéndose en la sombra,
meciéndose en el mar.
Alguien la amaba, pero sus ojos eran sombra,
sus manos eran vidrios anclados en la sombra,
su melena una cruz de maderas y sombra.
La sombra se elevaba
en su respiración, tenía nombre,
el silenciado nombre que se grita en la sombra.

Dulce Pontes llevaba en sus manos claveles,
un círculo de pétalos abriéndose,
envolviendo sus pies descalzos y ese fuego
de donde descendía, a llamas, la silueta
de aquel enamorado de la noche.
Dos ajorcas lucía en sus tobillos,
ajorcas con campanas,
diminutas campanas que iban sonando, que iban
deletreando la sombra, que sonaban, que iban
alzando su sonido entre el compás
de las agudas sílabas. El viento
erizaba la luz de las palmeras.

Ella tenía un nombre entre los ojos,
tenía un nombre ahí, en su caja de música,
tenía un nombre, aquel
con que la mar pronuncia sus espumas,
tenía el nombre exacto de las olas,
el de la oscura noche del silencio,
el del puñal de piedra
que se clava por siempre en la memoria.

Las volutas, la danza, la noche, cascabeles,
las palmas de la gente levantándose
en las horas tangentes a los sueños.
Danzaba Dulce Pontes, ella, sólo,
trenzaba en su interior
la delgada palabra de la hoguera,
la delgada palabra de lo atávico,
la delgada palabra del violín
que se iba convirtiendo
en el perfil amado de la sombra.
Danzaba la memoria,
mientras el escenario iba llagándose
de fuegos y la falda
moviendo el oleaje de aquel fado.

Los claveles caídos,
la madera cubriéndose de enigmas,
las velas agitándose,
una mujer de largos cabellos levantando
sus ojos a la sombra,
desnuda ya del tiempo, detenida,
quemada ya en el fuego,
palpitando en el agua,
cruzando ya los aires y dejando
la tierra de sus labios
contra aquel laberinto. Sólo el fado,
el fado que era un nido de metales,
el fado que era un río torrencial
en donde la humareda
se convertía en peces, en designios,
en turbulentas olas arrastrándola
de nuevo a la memoria.

Un pájaro cruzó la noche con un faro
de luz en cada ojo.
Pero sus ojos negros eran sombra,
su perfil era sombra que, abismándose,
llegaba hasta otros labios que eran, mudos,
el oscuro lugar
donde todo gritaba, en aquel fado
que traía memoria de druidas y brujas.

Meu amor, meu amor…

La voz de Dulce Pontes se apagaba
hasta instaurar el tacto de la sombra.

Dolors Alberola


lunes, noviembre 5

Todos los Santos


Un cementerio puede ser un lugar hermoso, como es el caso de éste. Está situado en el pueblo donde nací y crecí: Bedmar, en la provincia de Jaén. 
Bedmar
 Mis recuerdos más antiguos datan de los años sesenta del siglo pasado, cuando, al acercarse la fiesta de Todos los Santos, acompañaba a mi madre a adornar el lugar donde están enterrados mis antepasados maternos. Así, siendo testigo de ese ritual repetitivo, cuyas protagonistas eran las mujeres de cada familia, se grabó en mi memoria la sencilla cruz de forja que corona la pequeña parcela de tierra donde yacen mi abuelo y mis bisabuelos. Ahora, en mi madurez, vuelvo cada año y reproduzco el ritual, aprendido junto a mi madre.  Pero el lugar ha cambiado. Las sepulturas de antes, adornadas con pequeños ramos de crisantemos realizados por las mujeres de la casa,  e iluminadas por mariposas de aceite, o antiguos faroles de forja, son ahora lugares suntuosos: mármoles, crucifijos, inscripciones, centros de flores muy elaborados y comprados en sitios especializados... mucha pompa. Demasiado lujo y ostentación para mi gusto. Sin embargo, no hay duda de que hay mucha belleza en este cementerio, que no es sólo un lugar de reposo para los que se fueron, sino un espacio de sociabilidad, donde es fácil encontrarse con personas que un día se marcharon y que vuelven una vez al año a recordar a sus muertos. Este año he aprovechado para hacer un reportaje de fotografía. He fijado mis ojos en las mujeres, que afanosas limpiaban las tumbas, hasta dejarlas como una patena. Una tarea que sigue siendo femenina, aunque cada vez participan más los hombres. Paseé en la tarde, cuando el lugar resplandecía bajo los rayos calidos del sol de otoño. Las flores multicolores que adornaban las sepulturas invitaban al paseo,  a la contemplación  y hasta a la alegría de los encuentros fortuitos. Nada como la luz del atardecer, con el sol cayendo tras las sierras para captar la espiritualidad del lugar. Y este es el video que he elaborado para el recuerdo de unos días de reencuentro con el pasado.   
Música: Lacrimosa del Requiem de Mozart.
Coro de la Ópera de Viena y Orquesta Sinfónica de Viena.

domingo, noviembre 4

Muerte de un pensador ácrata


Quiero aprovechar esta ocasión para volver a compartir esta hermosísima canción que canta Amancio Prada, pero cuya letra fue escrita por el  filósofo, ensayista, poeta y filólogo, Agustín García Calvo
Amancio Prada al fondo, en el entierro, cantando su conocida canción Libre te quiero
 Garcia Calvo acaba de morir, justo el día 1 de noviembre a los 86 años. Es difñicil clasificar a este hombre, ya que ha cultivado casi todas las disciplinas humanísticas.  Ha sido un personaje de esos "raros", incómodos para el poder, cualquiera que fuera su color ideológico, porque en el fondo, García Calvo se consideraba a sí mismo como un Ácrata. Considerado en el ambiente cultural como un rebelde, poca gente ha oido hablar de él,  y sin embargo, fue uno de los profesores, junto a Tierno Galván o José Luis Aranguren, que fueron expulsados de sus respectivas cátedras por el régimen franquista en los años cincuenta. Como ellos, fue docente en distintas universidades extranjeras hasta que volvió a España en 1976. Algunos de los nombres más conocidos de la cultura de estas últimas décadas, como Félix de Azua, Fernando Savater, fueron alumnos suyos, aunque luego, intelectualmente,  siguieron su propio camino. Descanse en paz y ojalá perdure su ejemplo de intelectual comprometido e independiente.