lunes, agosto 22

Mi huerta en verano: recuerdos de infancia

Los veranos eran largos y calurosos; en las huertas se percibía esa explosión de vida y de color propios de la época: tomates, pimientos, calabazas, habichuelas, melones, sandias, berenjenas, pepinos, higos, manzanas, melocotones, peras… y los granados, esperando el otoño, para dejar ver sus frutos, granates, riquísimos.
Rojo, verde, amarillo, morado, naranja, con todos sus matices y gamas: un vergel, tal y como entonces se decía, casi un paraíso, donde despojarse de las obligaciones de la vida cotidiana en el pueblo.  
                                                                                     
Los hortelanos esperaban las vacaciones escolares, y se instalaban en el rio, que era como se decía entonces a la zona de huertas. Los niños asistíamos ilusionados a los preparativos del traslado; poca cosa, ciertamente, porque la vida en el campo era aún más parca que en el pueblo: un pequeño cobertizo, al que, curiosamente, le llamábamos cortijo. Simplemente una estancia, de unos 40 metros, donde colocábamos una cama consistente en unas patas muy gruesas y cuatro largueros, que servían para construir el armazón donde se colocaba el colchón de lana. 

Era una cama amplia y mullida, donde la gente menuda: mis primos, y mis hermanos pasábamos las siestas, entre risas, cosquillas, confidencias y achuchones más o menos perversos.

El resto…, casi nada: una fuente de graná, para servir el gazpacho, o el puchero, cucharas para todos, sartenes y pucheros de porcelana, algunas sillas de una madera sin pulir y el asiento de esparto… y la mesa, también muy rústica, donde transcurrían las comidas familiares, debajo del arandal, o disfrutando del frescor de la parra.
Recuerdo esos veranos como un tiempo de libertad, de descubrimientos y de pequeñas aventuras, siempre acompañada de mis primos; algunos de mi misma edad, otros más chicos, y los mayores, de los que siempre aprendíamos cosas.
Las mañanas eran especialmente agradables. Fresquísimas y brillantes, se aprovechaban para recoger los productos de la mata o del árbol. Comíamos de lo que producía la huerta. Ahora evoco la imagen de mi abuela con una cesta de mimbre, y yo a su lado, recogiendo unas manzanas blanquísimas, que crujían al hincarle el diente: de cera, les decían. Manzanas de cera. Eran riquísimas. 
Las relaciones de vecindad eran importantes. Las mujeres, sobre todo, se visitaban en las largas y calurosas tardes de estío. Con la labor en la mano, se contaban los dimes y diretes de unas y otras; se hacían confidencias sobre los pretendientes de las muchachas casaderas, de los embarazos a destiempo, de las historias cotidianas en un mundo muy pequeño, en el que las niñas, siempre que nos dejaban, tratábamos de entrar. Una de las vecinas a las que solía visitar mi madre era María la Curi; una mujer muy cariñosa y simpática, que tenía, que yo recuerde, dos hijas. Al menos eran las que estaban en la huerta todo el verano. Tenia un varón que trabajaba en el portal de la casa del pueblo, como zapatero, pero él no recuerdo yo que se instalara en el campo con la familia. Seguramente se debía a sus obligaciones con el oficio.  De esos momentos en la huerta de María, lo que ha quedado más prendido en mí son el frescor del llano, bajo la parra, y la mezcla de aromas cuando se regaban las macetas que adornaban el cortijo: albahaca, don pedros, claveles, geranios...
Mis padrinos y mis abuelos eran los vecinos más próximos y los que acompañaban las largas y negrísimas noches, preñadas de estrellas. Algunas veces no era necesaria ni la pequeña llama del candil de aceite; al fin y al cabo para la charla, las risas y las canciones, la noche estrellada es perfecta.
El agua era el elemento fundamental en la huerta. El rio Cuadros corría lento, transparente y sinuoso a lo largo del pequeño valle. En algunos lugares formaba pequeñas pozas con suficiente profundidad como para zambullirse en el frescor de las aguas. Pero claro, eso lo hacían los niños; a nosotras nos estaba totalmente prohibido adentrarnos en esos mundos que los mayores percibían llenos de peligros y hasta de pecado. Yo me aventuraba, junto con mi hermana y con mis primas, únicamente en las zonas menos profundas y tranquilas. Allí cazábamos pequeñas ranas; una actividad muy divertida, para la que había que tener cierta pericia y, sobre todo, paciencia. Haciendo gala de una cierta perversión infantil, propia de los niños de campo, soltábamos a los pequeños anfibios para que nuestro gatito saltara sobre ellos, con el ánimo clarísimo de reírnos un rato de la escena, aunque intentábamos que el gato no consiguiera su objetivo: atrapar a la ranita. 
 En la acequia que corría, profunda y cenagosa, entre los diferentes cortijos, jugábamos a aprender a nadar, cogidos de una cuerda por la cintura. ¡Qué inocencia la nuestra! Pensábamos que lo conseguiríamos. Pero sobre todo, ese era el lugar donde las mujeres pasaban más tiempo, y las niñas mayores también. Allí se lavaba la ropa, en unas grandes y arrugadas piedras, puestas para ese fin. 
 También era el fregadero para los cacharros de cocina y de los platos, a los que se les echaba tierra para quitarles la grasa. Puedo asegurar que quedaban brillantes. A la ropa no, la ropa, se lavaba con jabón que hacía mi abuela, con el aceite que sobraba en la cocina, al que añadía sosa caústica. Después de restregar bien cada prenda, se tendía al sol enjabonada, para que quedara más blanca, y luego, una vez seca, se aclaraba y volvía al sol. Ni que decir tiene, que el olor que desprendían después los trapos, y la blancura de las sábanas y la ropa interior, no tenían parangón.
¡Ah, que se me olvidaba! La limpieza de los caracoles. Esa era una tarea de las niñas, con la que disfrutábamos, seguramente por la textura de las babas del molusco, semejante a otras secreciones humanas, así que el alboroto estaba asegurado. La acequia era testigo de toda esa preparación, hasta que las madres o la abuela Teresa nos llamaban la atención o se quitaban la alpargata, con el ánimo de asustarnos y poner orden en tanta algarabía caracolera. 
Pegado a la pared posterior del cortijo, junto a la acequia, teníamos montado nuestro taller de cerámica. Con barro, construíamos una casa y tratábamos de amueblarla, del mismo modo. Mi primo Antonio y mi hermano, eran los arquitectos, y las niñas nos ocupábamos de la alfarería. Éramos verdaderos aficionados y conseguíamos moldear el barro hasta obtener distintas vasijas, platos, mesas… Vaya, que la casa quedaba preparada para habitarla. Lástima que como no podíamos cocer la arcilla, en poco tiempo se agrietaba y quedaba totalmente inservible. Pero eso no era problema, porque tiempo era lo que sobraba y volvíamos a la carga.
Las niñas teníamos una higuera, a la que convertimos en nuestro rincón preferido; el lugar íntimo donde subirnos y hablar de nuestras cosas. Allí recuerdo que pasábamos mucho tiempo. Transcurridos muchos años, volví a la huerta y fui directa a comprobar si también mi higuera había desaparecido. La higuera sigue en pié todavía, recordándome que una vez fui niña, que la fantasía y la imaginación fueron compañeros de muchos días de verano y que el tiempo no acaba con todo.
 Una de las escenas que ha quedado prendida en mi memoria es el camino hacia el molino. ¡Cuántas veces lo habré hecho con mi hermana y mis primas! Al recrear este tiempo me doy cuenta de que tal vez esté distorsionando la realidad, pero no lo he olvidado. Como tampoco he olvidado el cariño de un matrimonio que tenía un cortijo a mitad del camino. No tenían hijos, pero amaban a los niños y eso debía ser muy perceptible, porque ha quedado en mi memoria. Como no tenían otra cosa, nos obsequiaban con moras, cerezas y otras exquisiteces de la huerta. Y nosotras, nos dejábamos querer. Mateo y Mª Juana eran sus nombres. Aunque lo había olvidado, las redes han jugado su papel de memoria colectiva y me han hecho dos regalos: la foto en blanco y negro y sus nombres. 
Mateo y Mª Juana, los vecinos amorosos
El molino era una casona muy contundente, construida al borde del rio. De la fuerza del agua obtenían la energía para todo el proceso de elaboración del pan.
A nosotras nos debía parecer algo muy especial, y nuestros padres nos dejaban ir solas. Era una responsabilidad que cumplíamos con total seriedad. Comprábamos el pan para toda la semana y nos divertíamos en el camino, acompañadas de nuestro gatito, que, como un perro, nos seguía sin cansarse. Mi abuela guardaba el pan en una orza, donde se mantenía perfectamente cinco o seis días, para ser consumido. Y estaba riquísimo.
La única oportunidad de diversión en el rio era la celebración de la Virgen de Agosto. Esa fecha se celebraba con la familia y los vecinos de las huertas contiguas. En común se hacían grandes comilonas, se jugaba con el agua, hasta quedar totalmente empapados, y por la tarde, después de dormir la siesta, cuando refrescaba, se organizaba el baile, que se alargaba hasta media noche. La música la componían grupos de aficionados, con instrumentos de cuerda: guitarras, bandurrias y laudes. Las oportunidades para este tipo de divertimentos eran tan escasas, que todos, chicos y grandes participábamos en la fiesta y bailábamos hasta la madrugada.
En este mes de agosto he vuelto a ese rincón de la infancia. Ya nada es como era, pero los granados esperan su tiempo, y la higuera, nuestra higuera, sigue en pié, y los restos del molino al otro lado del rio. Una piedra recuerda el lugar donde estaba el cortijo. Tampoco yo soy la misma, ni me emociono como otras veces, pero noto que me embarga la melancolía. Miro todo aquello a través del objetivo de mi cámara, y nostálgicamente sonrío.

sábado, agosto 20

Nacidos en 1951: crónica de un encuentro después de muchos años.



 
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El día se acercaba: 14 de agosto de 2011. Hacía meses que veníamos preparando el evento. Una cincuentena de hombres y mujeres, nacidos en 1951 íbamos a encontrarnos en el paisaje que nos vio nacer y crecer. Algunos habían permanecido en el pueblo, no habían roto los lazos con sus amigos, y sus recuerdos permanecían más nítidos. Es lo bueno que tiene lo cotidiano, esa vida monótona, circular, siempre en las mismas calles, cruzándose con las mismas caras, volviendo a ver casi todos los veranos a muchos de los que se fueron un día. 
Con 14 años, paseando y con un metro de distancia entre chicas y chicos
Otros, como yo, apenas recordábamos a los que fueron compañeros de juegos, travesuras y escuela. Demasiados años; demasiado tiempo alejados de Mágina y de sus gentes. Por eso, esas mariposas en el estómago. De ahí el insomnio del día anterior… ¿Cómo iba a resultar la experiencia? ¿Con qué caras iba a encontrarme? ¿Cómo sería el encuentro de las amigas de la infancia…? 
Distintas imágenes (entre 12 y 14 años) 
Encarna, Teresa y Maria José en la actualidad
Me vestí sencillamente. Siempre me pasa lo mismo: prefiero quedarme corta, que resultar recargada o fuera de lugar. Además, quería causar buena impresión entre los que apenas me conocen. Mis pantalones blancos de algodón y una blusa muy sencilla de color azulón, me pareció lo más apropiado. Además los azules hacen juego con el color de mis ojos. ¿Por qué no aprovecharlo?
No eran las dos todavía, pero en la puerta del restaurante ya se apreciaba un pequeño barullo. El corazón saltaba dentro de mi pecho, pero estaba deseando abrazar a mis amigas y volver a encontrarme con tanta gente de la guardaba recuerdos más que borrosos. También era consciente de que para muchos yo sería una completa desconocida. Pero ahí estaba el aliciente: iba a ser un día de reencuentros y de descubrimientos.
Andrea y Sebastiana se encuentran
Veo bajar del coche a Andrea Rodriguez. La verdad es que, como a todos, se le conoce por el apodo: Andrea la de Tobalón y así nos entendemos mejor. Vestida para una ocasión festiva y, por qué no decirlo, todavía atractiva. Una mujer interesante y de carácter, como la recordaba. Fue de las primeras que se acercó a mí.
- Me han hablado mucho de ti, me dijo.
Curioso, pero no me conocía. Bromeé con la situación. Quise quitarle importancia, pero la verdad es que no lo puedo entender, porque yo sé perfectamente quien es ella. Lo dicho: una completa desconocida, o lo que suelo decir muchas veces: la gente es invisible para según quién. Lo he comprobado muchas veces en mi pueblo. Una cuestión de clase. Porque vivir en un barrio determinado, te marcaba y te separaba de “los otros”. Además, es cierto que me marché a Barcelona con quince años recién cumplidos, y cuando he vuelto no he coincidido con muchos de mis contemporáneos. Mi memoria guarda los rostros de muchos de ellos, pero no puedo esperar lo mismo de los demás. Sólo ahora soy consciente de esa realidad.
Roge, su marido, Luis y Encarna
Allí estaba Roge, con su simpática sonrisa, jaleando mi dedicación al evento; Mari me pregunta si he ido a la peluquería, porque me encuentra especialmente guapa con el pelo que me ha quedado después de la ducha del día. Pura casualidad, le digo, agradecida por el piropo. Para colmo, Cristóbal, que, a pesar de los correos,  con los que habíamos intercambiado anécdotas y recuerdos, no me conocía, se sorprende al verme, y de un modo sencillo y directo exclama: ¡Mucho mejor en directo, mucho mejor…! Caramba, debo de tener el día, pienso.  
CristóbaL, Paco y Asunción
Luis Quesada acaba de llegar de Barcelona y vuelve esta misma noche. Todo un detalle. No hay duda de que hay mucha ilusión puesta en este día de encuentros. Angelita, elegante como siempre, ha llegado con su prima Seba. Hace años que no la veía y sigue siendo una mujer con mucho estilo. Más que guapa, tiene atractivo.
El barullo del encuentro

Hay mucho barullo en el grupo y no todos recordamos a todos. Hay que dar explicaciones hasta situar el lugar de dónde venimos, la calle en la que nacimos, o el mote con el que se nos conoce en el pueblo. Han pasado muchos años. Por fin llega Mari, la organizadora, acompañada de Antonio Suárez, al que conozco por las fotos de Facebook. Son más de las dos de la tarde y hay que ir colocándose en las mesas. Dentro, otros grupos afines están saludándose y encuentro a algunas de mis compañeras de colegio: Ani, la de la luz, a la que abrazo con verdadero cariño, porque recuerdo muchos instantes compartidos. Ahora me arrepiento de no haberle preguntado si también ella guarda esos momentos en su memoria.
La animación de las mesas
                                             
Las dos amigas de siempre
 Manolo Rivas, gordito como siempre, me saluda cariñoso con un ¡hola guapísima!, aunque ahora me doy cuenta de que probablemente no me situaba. Yo, sin embargo, a pesar de que hace más de treinta años que no lo veía, lo recuerdo perfectamente. Lali está sentada junto a su marido, como si no formara parte de la pandilla, algo distante, pero alegre y cariñosa con todas nosotras. Y Asunción, sentada junto a Encarna, con la que charla animadamente, pone cara de asombro, como no creyéndose lo que allí estaba a punto de ocurrir. 
Mari, Tere, Encarna y M. José, la organizadora
Me resisto a sentarme, porque me apetece acercarme a mucha gente a la que hace tiempo no veía y sin reparos voy preguntando, presentándome, con la alegría de quien vuelve a recobrar algo muy querido. No consigo recordar quién es Lauren, pero ¡oh sorpresa!, su bonita sonrisa es la que me devuelve a aquel muchacho joven con quien no tuve apenas relación, a pesar de ser de la misma edad.
La sonrisa de Lauren
Manolo Rivas y Antonio Suárez
Eulogio, ¡ah, Eulogio! Mis amigas me hablan de que era el guapo; más de una estaba enamorada de aquel muchachito rubio, y bastante travieso. Ni siquiera recordaba ese detalle, aunque sí la casa donde vivía, y que una vez participó en un concurso de TV: “Cesta y puntos”. Desde luego él no sabe quién soy y no me sorprende.
Aquí estoy con Mari y con Eulogio
Paco, el muchachito que jugaba con las niñas en la Carrera alta, apenas me recuerda, pero consigo devolver a su memoria esas tardes de verano, jugando al mocho y al escondite.
Paco, con camisa a cuadros
Muchas caras que no consigo situar en ningún lugar preciso. Y sorpresas, como la de una mujer que me habla de algo muy bonito: nuestra afición a la lectura de cuentos de hadas y los ratos que dedicábamos a intercambiar títulos. Me confiesa que sigue siendo una gran lectora, y me alegro... Y yo, con esa nube que me impide recordar con nitidez algunas de mis vivencias, hace ya casi cincuenta años...
Pepa, al lado su cuñada y en el centro María, su nieta 
Pepa está ocupada con María, una niña preciosa, su nieta. También Pepe hace de abuelo amoroso, durmiéndola en sus brazos, porque el barullo la ha dejado rendida. Cada cual ha encontrado al compañero, o compañeros con quien compartir recuerdos y realidades más cercanas: hay que ponerse al día. Pero claro, sin olvidar que la mesa está repleta de todo tipo de viandas. ¡Santo cielo, no puedo con todo! Y por eso no hago más que hablar con unos y con otros.
Roge y Sebastiana
Angelita está radiante, porque es su cumpleaños y la sala entera le ha regalado la canción de esas ocasiones. Ella se levanta sonriente y yo, un poco nostálgica, miro a Manolo. No sé qué pensará o sentirá en ese momento. Soy una sentimental y aún recuerdo ese amor inocente de adolescencia, que quedó en nada. Ahora me doy cuenta de que no tengo ninguna foto para ilustrar ese momento en el que ella se levanta para dar las gracias a la sala. ¡Lástima!
Pepa en animada conversación con Mari y Ángel
Después vendrían las sorpresas: Dos poetas aficionados: Juan José y Cati, que han dejado por escrito sus emociones sobre el evento.
Después... las rifas: una foto de Bedmar que ha hecho Juan José Pozo y que le toca a Asunción. Y un precioso grabado de Antonio Suárez, el de la plaza de arriba, como todo el mundo lo conoce. Sin pretenderlo, me convierto en presentadora y trato de divertirme con el papel: Teresa, el escenario es lo tuyo, pienso para mí, mientras algunos me auguraban un futuro prometedor en la tele.  Y hasta el camarero pretende que me convierta en la portavoz de la cocina, invitando a los asistentes al acto a dejar los pasillos libres. Me lo tomo a broma y todo sigue su curso.
Lali, Tere y Asunción
Parejas y amig@s
El broche final lo pone la proyección del audiovisual. Lástima que no hubiese mejor sonido, porque todos estaban encantados. Ha quedado muy bonito y disfrutamos recuperando nuestra imagen de niños buenos y asustados, con el mapa detrás y el libro en la mano. 
Algunos, el día de la comunión; las niñas de princesas, con corona incluida, los niños, de general, por lo menos. ¡Cómo hemos cambiado! Pero, afortunadamente, aquí estamos para disfrutar y contar esas historias ya casi olvidadas, de niños de pueblo.
Ambiente de baile femenino


El grupo de amigas

Pero aún quedaba el baile, al que se apuntaron todas las mujeres, que como adolescentes, acompañamos la música con nuestras voces y nuestro cuerpo, todavía capaz de disfrutar con el Dúo Dinámico, los Bravos, y hasta con una sevillana, a la que nos apuntamos algunas. Mientras, casi todos “ellos” se lanzaban a la barra, a disfrutar de la conversación, con una copa en la mano.
Bailando sevillanas
Y llegan las fotos finales de grupo y el intercambio de direcciones, teléfonos, y el adiós, con deseo de volver a reunirnos, quizás a los 65, decían algunos. Eran ya casi las 9 y el local iba quedando vacio.
El grupo casi al completo
La noche se presentaba calurosa; el bochorno era insoportable, incluso en el parque de La Pililla, lugar fresco por excelencia. Y allí, junto al quiosco, tantas veces recordado, apuramos la última copa, aunque incapaces de probar la tapa, dejamos los platos abandonados en la mesa. Una pena, pero el día ya no daba para más.

Bedmar, 14 de agosto de 2011

miércoles, agosto 10

Tiempo entre costuras


Esta vez he tomado prestada la reseña del libro de una página en internet. Me ha parecido interesante y bien escrita, así que no he visto la necesidad de volver a escribir algo que ya se puede encontrar, aunque su autor sea más entusiasta que yo en cuanto a la totalidad de la novela. De todos modos, lo único remarcable, en ese sentido, es que la última parte de la historia me dejó de interesar y acabé aburriéndome un poco. Me parece que se alarga excesivamente y pierde ritmo. Incluso yo diría que es poco creible. Por lo demás, un libro que resulta interesante. Una buena lectura para cuando se dispone de tiempo, o sea, para este caluroso verano. 
María Dueñas
Tenemos en nuestras manos una ópera prima, que sin embargo parece escrita desde la experiencia y el buen hacer de un autor consagrado. De excelente factura y presentación, a través de una prosa ágil, elegante, bien documentada y creadora de ambientes por completo diversos, la novela ha tenido una excelente acogida. María Dueñas (Puertollano, Ciudad Real, 1964), doctora en Filología inglesa, ha impartido clases en varias universidades norteamericanas y actualmente es profesora titular en la Universidad de Murcia.
A la vez histórica, negra, de espionaje o policíaca, esta novela nos muestra la trayectoria de una mujer, pero a la vez de una época. Confluyen en ella lo costumbrista, el thriller, lo psicológico y lo documental. Pero sobre todo, su tema central es la lucha por la vida y por la identidad de una mujer, algo muy en la línea de aquella deliciosa película de Manolo Gutiérrez Aragón, La mitad del cielo, en la que Rosa, asciende en la escala social gracias a su trabajo, su tesón.
La novela, escrita en primera persona por la protagonista, comienza en los años previos a la contienda civil española, en el Madrid republicano, y acaba en el Madrid de la inmediata posguerra; siempre figuran como marco, nunca como tema, y de hecho, la protagonista vive la guerra a distancia, desde Marruecos, y sin seguir sus avatares, ya que su propia supervivencia es lo que ocupa sus días y sus noches. Supervivencia que consiste en recurrir a su único patrimonio: sus manos, y sus conocimientos de corte y confección, que era lo habitual en una época en la que las mujeres de humilde extracción y sin marido, o cosían, o fregaban, o hacían la calle y poco más. Por otra parte, la recreación del ambiente de un taller de costura, la utilización de la terminología de las modistas, no sólo para las descripciones de la actividad en sí, sino también aplicándolas a las otras actividades de su vida, incluso hasta utilizar –logro muy imaginativo- las puntadas y los patrones para comunicarse. Hilvanando el amor, la traición, el abandono, la huída, la soledad, la desesperación, las distintas emociones que la protagonista va sintiendo y transmitiéndonos, se desarrolla una trama de casualidades, sorpresas, desafíos, y sobre todo, tesón y esfuerzo, que nos conmueve y nos llega muy hondo.
Tetuán
Como símbolo, la costura, resulta muy acertado: no sólo hace creíble cantidad de situaciones que en otro caso hubieran resultado forzadas, sino que además, simboliza, connota muchas cosas. El corte: las heridas, físicas y psicológicas, producidas por una época fraccionada; las composturas, el intento de recomponer una sociedad rota; la confección de un nuevo guardarropa: el cambio de chaqueta que haga presentable a la anterior o que la sustituya, pero que dé una apariencia de vida cuando lo dominante ha sido la muerte. La ficción que supone el vestido, con su simbología de disfraz, de pose, según el momento del día, el lugar o el público al que va destinado, y paralelamente, su relación con el problema de la identidad. De resultas de tanto cambio de ropa/personalidad, la protagonista llega a plantearse quién es ella realmente, dónde está su sitio, cuál es su normalidad, la vida normal a la que aspiraba a disfrutar algún día y que parece no llegar nunca. Pero Sira llega a una conclusión: «La percibí: cercana, conmigo, pegada a la piel. (…)La normalidad no era más que lo que mi propia voluntad, mi compromiso y mi palabra aceptaran que fuera y, por eso, siempre estaría conmigo.»
Así, de una vida y un cuerpo desgarrados, como la ropa con la que llega a Tetuán, Sira, la protagonista, consigue apañarse, apuntar sus descosidos, y diseñar un futuro, cortar los patrones de su vida paso a paso, echando horas de trabajo y esfuerzo y cómo no, recibiendo ayuda de diversos personajes también solitarios, abandonados, rotos, que a su vez se ven correspondidos por su empuje vital.
La vida de la modista Sira Quiroga, nos muestra, a la vez, la historia de esos años turbulentos de la España republicana y de guerra, pero vistos desde fuera, desde los ojos de una simple mujer, sin estudios ni conocimientos, salvo su sentido común; desde Marruecos, que, al ser el foco del que parte el alzamiento que desata la guerra civil, resulta ser un lugar donde se vive tranquilo, y salvo unos primeros alborotos en la etapa inicial, se convierte en una zona donde la vida social y política bulle, los encuentros internacionales son continuos, el espionaje inevitable. La autora combina personajes ficticios –los más- con algunos reales, así que de modo indirecto nos fabula partes de unas vidas que están documentadas y que si no fueron exactamente así, en algunos momentos, al menos pudieron serlo.
La vida en el Madrid de la inmediata posguerra, el mundo de las altas esferas, en connivencia con los mandos alemanes, sus esposas y amantes, moviéndose entre el salón de belleza y el de alta costura, para luego asistir a cócteles en Embassy y fiestas en el Palace y el Ritz; en contraposición con la sordidez de las clases medias, enclaustradas y racionadas: entre la Iglesia y el funcionariado; y la miseria de los barrios bajos, las pobres gentes del extrarradio: el estraperlo, olor a col y a achicoria, a casas en penumbra, a tristeza, a hambre… y el mundo en el que Sira había crecido, que de pronto resurge ante ella brutalmente, como una factura impagada. 
Personajes de fondo
Sira traza un recorrido casi inevitable: desde el azar con forma de máquina de escribir que le trastoca la vida por completo, las decisiones que toma y las que se ve forzada a tomar, la vida le va presentado un camino que difícilmente puede evitar. Posteriormente, se puede permitir elegir, y elige. Y su elección la lleva de vuelta al lugar de donde salió, pero con su imagen invertida, incluso su nombre se invierte también, y retorna una Arish elegante, altiva, mundana, al menos en su fachada, que le hace regresar a los brazos de algunos a los que abandonó, y le abre unas puertas al tiempo que cierra otras.
También la ciudad a la que retorna es distinta: asolada por la guerra, atemorizada y a oscuras, viviendo de rumores y de sucedáneos alimenticios, dándole la vuelta a sus chaquetas para que parezcan nuevas, alegrando fachadas para no ver los tristes interiores; sólo una pequeña élite mantiene el nivel que ella trae, y es a ésa a la que se dedica su trabajo, sus telas y sus diseños, su glamour y su caché, aunque son otros los diseños que realmente persigue y a los que dedica sus desvelos y sus soledades; pero surgen imprevistos y las cosas se complican. La jovencita ingenua ya ha madurado y resurge como ave fénix, haciéndose dueña finalmente de su vida y su propio futuro.
La novela desarrolla una trama cuidadísima: muy bien hilvanada, con un patronaje muy bien cortado, y unos fuertes pespuntes con botonaduras doradas. Recrea un tiempo y a la vez un alma, una vida de la que podemos ser partícipes durante el tiempo que nos dura su lectura, que por cierto, pasa volando y desearíamos que hubiera durado algo más su disfrute. Y finaliza con mucho tiento y un toque vaporoso, evasée, remarcando más lo que ha contado que lo que no cuenta, dejando que el lector decida entre líneas cual es el trazado que más le puede interesar.

FUENTE: http://www.hislibris.com/el-tiempo-entre-costuras-maria-duenas/l 2010