viernes, septiembre 17

La tristeza de Lola.

                  Lola tiene los ojos más tristes que yo haya visto nunca. Con apenas setenta años, hay días en que su mirada se oscurece y su gesto se tuerce, dejando en su rostro algo sombrío, que la hace mucho más vieja. El tono de su voz denota un carácter reservado y prudente. Pero, detrás de esa discreción, se adivina una mujer que esconde historias y sentimientos profundos; y, sin embargo, se resiste a abrir ventanas; no quiere tocar eso tan sensible y delicado que guarda dentro de los rincones de un alma herida.
Siento que esta tarde algo la ha hecho dejar entornadas esas puertas; tal vez una ráfaga de aire, al que Lola no teme. Sentada en torno de la mesa camilla, con un hilillo de voz, da comienzo a su relato. 
Su infancia transcurrió en el campo. La mayor de seis hermanos, se ocupó muy pronto del cuidado de ellos y de la casa. Nada de tiempo para la escuela y los juegos. Dice haberse sentido muy querida, no sólo por el padre, un hombre sensible del que habla con adoración, sino por los abuelos y los tíos. Durante muchas temporadas,  la niña se trasladaba al cortijo donde vivía la familia paterna. Era una forma de descargar a sus padres, a los que el trozo de tierra no daba como para alimentar tantas bocas. Pero a pesar de su pena por estar tan lejos de casa, siendo tan chica, recuerda el amor y los mimos que recibía de sus tíos.  
Juntas miramos sus fotos de adolescente. En una de ellas se la ve sentada en una fiesta. Seria y en actitud decorosa, parece esperar a alguien. Le pregunto qué le sugiere esa imagen. Sus palabras me emocionan:
“Me sugiere una muchacha que se siente sola, que no se quiere mucho, que no sabe quién es, que no sabe…”  
Y rompe a llorar desconsoladamente; eso sí, controlada, como temiendo decir más de lo que desea. Me desconcierta y no estoy segura de cuál debe ser mi reacción. Quiero consolarla y al tiempo darle la tranquilidad suficiente para que haga lo que más desee, incluso dejar de hablar de lo que tanto le duele. Lola respira hondo, se recompone y me cuenta:
"Yo aquí tenía unos catorce años y ya tenía novio, pero él estaba en la mili. Desde que empezamos a salir juntos, yo perdí todo mi mundo. Él no me dejaba ni a sol ni a sombra; no quería que tuviese amigas, no podía salir sin alguien de confianza. En ese baile, recuerdo que estaba con su hermana, pero me sentía sola y en cierto modo vigilada…" Y continúa su relato, salpicado de anécdotas que no hacen más que confirmar el maltrato al que ha sido sometida a lo largo de muchos años.
Sí querida Ángeles. Esta es una historia real, como la vida misma. Sé que te va a enfurecer cuando lo leas. El tema no lo había comentado contigo antes y ahora estoy sensibilizada porque en estos últimos meses he conocido varias historias de mujeres que merecerían una novela. Ojalá yo tuviese talento para eso, pero no, soy incapaz. Sin embargo no me resisto a contarte lo que me ha sugerido la de Lola. 
¿Cómo es posible que la gente aguante tanto…? ¿Cómo somos capaces de soportar la humillación y el desprecio de alguien que teóricamente dice querernos? Y que conste que no hablo sólo de mujeres. Yo pienso que esa es un tipo de conducta que no tiene género, aunque no se hable tanto del tipo de violencia más invisible, tan sibilina que resulta complicado identificar y calificar. Hombres y mujeres somos capaces de ejercerla alguna vez en nuestra vida, pero algunos la convierten en un hábito, en su forma de relación cotidiana. Entonces, cuando eso ocurre, creo yo que ha podemos hablar de una conducta patológica y perversa, en la que hay responsable directo, pero claro, no podemos olvidar que la víctima es un ser proclive a buscar este tipo de personas y a aceptar ciertas actitudes y chantajes emocionales. Algo sacarán de eso, digo yo.
En fin, como te digo, no sólo hablo de mujeres, pero la historia que te cuento es de una mujer y por eso me centraré en ella.
Lola no responde al tópico de mujer andaluza, sobre todo porque es de una tremenda sobriedad y discreción. Desde su físico hasta su manera de comportarse. Escucha con atención y sonríe de forma muy cautelosa, como con miedo a mostrarse demasiado. Y ahora ya sé el porqué: desconfía, esa es la razón principal.  
Después de conocer algunos retazos de su vida, comprendo que se sienta avergonzada de algunas cosas, entiendo que se esconda detrás de esa leve sonrisa, y que se esfuerce por ser aceptada y querida. Han sido muchos años de sentirse dentro del cuento de la Cenicienta. Primero en su familia de origen, (aunque le cueste aceptarlo) y después, una vez casada, por el trato al que se vio sometida por un hombre que no sabía controlar su necesidad de beber, que la vigilaba obsesivamente y era dueño de su vida.
Amiga mía, sigo preguntándome cada día, y no encuentro una respuesta. ¿Cuál es la causa de tanto alcoholismo en los hombres de estos pueblos del sur? ¿Cómo es posible que con tanto control sobre la sexualidad de estas mujeres hubiese tanto embarazo antes del matrimonio…? Son aspectos de la vida cotidiana que me llaman la atención porque se repiten en las historias de vida.
Después de dos o tres años en los que me he zambullido en historias de mujeres, de otras generaciones y del mundo rural, empiezo a ver algunas cosas más claras. Aún así la primera de las preguntas no la puedo responder. Necesitaría estudiar el fenómeno en profundidad. Pero me parece excesivo: padres, hermanos, maridos…, en casi todos los casos, uno o más de uno en de la familia están afectados por esta lacra. Lo peor es cómo la bebida ha afectado a la vida cotidiana; cómo las mujeres han tenido que coger las riendas de la casa, de los hijos, de la economía familiar, porque ellos, siendo muy jóvenes aún, se convertían en verdaderos enfermos. Estas mujeres han ejercido de madres y de padres, aunque de puertas para afuera, ellos eran cabezas de familia modélicos, que incluso trabajaban con normalidad. Las admiro, de verdad, pero eso no quita que me enfade su capacidad de aguante y de sufrimiento.
La otra cuestión sobre la que me he preguntado algunas veces es cómo estas muchachas, sometidas a vigilancia continua, se quedaban embarazadas, siendo solteras. Mi hipótesis, basada en alguna de las historias que me han contado, incluso en algunos silencios muy elocuentes, es que eran forzadas por el novio. Había un tipo de presión más o menos explícita, consistente en buscar el encuentro íntimo, en cuanto había la oportunidad. Cosa por otro lado natural, aunque totalmente prohibido por las normas morales del momento. Las muchachas tenían más que perder. Socialmente quedaban marcadas por salirse del camino trazado para ellas. Quiero decir que el deseo sexual estaba ahí; pero era mayor el propio autocontrol, la defensa a ultranza de la honestidad, casi el único patrimonio que se les pedía. Por eso se resistían de esa forma.
Naturalmente, ellos procuraban convencerlas con argumentos que rozaban el chantaje emocional; a veces insistían en confirmar si eran capaces de engendrar un hijo. Ya ves, Ángeles, las mujeres como simples hembras, lo más primario del mundo, aunque claro, fundamental para las sociedades agrarias tradicionales. Y ellas, claro está, ¿qué iban a hacer? Ante la posibilidad de ser abandonadas, cedían. Amiga mía, me juego algo a que ese ceder era un acto de total posesión por parte del hombre y de pasiva aceptación de su destino, por parte de ella. Y luego venía lo que venía. Un embarazo mal visto por toda la sociedad de la época, castigado por los padres, incluso con la expulsión de la joven, y el matrimonio forzado. Mal asunto para empezar una nueva vida, ¿no crees...?
Lola me cuenta cómo tuvo que casarse a las seis de la mañana, sin la presencia de las personas más importantes de su vida; una doble humillación: tener que esconderse y estar sola en un momento tan trascendente. Mientras la escucho, recuerdo aquella imagen de Encarna, otra mujer de la campiña jerezana, que fue al pueblo de al lado a casarse, porque en su parroquia, el cura se negaba a hacerlo. La razón: había sido madre sin pasar por el altar. En bicicleta, fueron los tres hasta San José: su marido, ella y el pequeño Manuel, con poco más de un año de vida. Encantador, pero humillante.
Ya en su casa, Lola me enseña las fotos de sus seis hijos, a los que ha dedicado su vida. Con una de las niñas consiguió eso que a ella le hubiese encantado: estudiar. “Se dedica a la enseñanza y es una artista”, dice, mostrándome orgullosa sus obras.
Lola vive todavía su proceso de duelo. Está empezando a salir del gran agujero en el que cayó hace pocos meses, tras la muerte anunciada del padre de sus hijos. Mientras duró la enfermedad, ella hizo lo que tenía que hacer; pero lo más triste de todo, lo más terrible, querida Ángeles, es que ha tenido que ocurrir esto para sentir que ahora puede ser ella misma. Aún le queda tiempo para conocer, viajar, leer, participar en la vida de su comunidad… poco tiempo, pero piensa aprovecharlo. La soledad no le pesa, porque siempre estuvo sola.
Me dice que no quiere recordar los últimos momentos, preferiría no hablar de ello, si no fuera porque, por fin, quiere abrir las ventanas y dejar pasar aire fresco, nunca se hubiese atrevido: entre terribles gritos de dolor, la llamaba, pero no precisamente para hablarle de su amor, o pedirle perdón, antes de irse,  sino para insistir en su obsesión de siempre. Una pena ángeles. Para llorar y para sentir mucha, mucha rabia.
Y por hoy creo que es suficiente. Por aquí ya se acercan las tormentas y la tarde se presenta fresquita. Hasta otro día amiga mía.

NOTA ACLARATORIA:
Aunque esta historia está sacada de la experiencia real, los datos y el nombre de la protagonista no corresponden a nadie en particular. El relato es un compendio de las historia de vida que he ido recogiendo desde el año 2007, en la provincia de Cádiz.

1 comentario:

  1. http://www.youtube.com/watch?v=l13Xy3eH7Tc

    Y

    http://www.youtube.com/watch?v=P4cQ7AEt8Sw&feature=player_embedded

    SOY YO

    ResponderEliminar