domingo, mayo 31

Al hilo de la conversación en las páginas de un diario chileno

La verdadera orfandad Hace dos días acudí, en Barcelona, a la presentación de un libro titulado “Al hilo de la conversación”, cuya autora, María Teresa Fuentes, trabajadora social andaluza, se limita a escuchar y recoger con esmero las historias que le van desgranando unas mujeres del campo que acuden al filandón, para tejer y recordar, dos acciones que se asemejan. Proceden de un pueblo minúsculo, Barca de la Florida, que pertenece a esa ciudad del occidente andaluz llamada Jerez de la Frontera, antiguo límite, efectivamente, entre los dominios musulmanes y los reinos cristianos de nuestra Edad Media, y hoy centro caballar y de vinos de prestigio. Barca de la Florida es un pueblo que surgió en los años 50 del pasado siglo, cuando la guerra (in)civil española supuso el desmantelamiento parcial de ese sistema feudal en que el señorito adinerado podía permitirse contratar a dedo y a diario, como si de elegir animales se tratara, al campesino hambriento que habría de trabajarle la tierra. La post-guerra expulsó del campo a los miserables labradores y los obligó a establecerse en chozas de paja a las orillas del río que luego daría nombre al lugar –pues en verdad se cruzaba en barca-. Las mujeres que ahora, agujas en mano, tejen abrigos para el invierno de sus nietos, manteles para sus mesas y recuerdos para todos los que quieran escucharlas, son supervivientes de esa época. Una de ellas nos observa desde su improvisado podio de invitada en la presentación del libro, impresionada porque nunca tuvo tanta gente pendiente de ella. No sabe escribir y le gusta escribir –paradoja que comenta, al bies del discurso, con una sonrisa contagiosa-. Compone unas sevillanas con una letra de una fuerza que sólo un talento y una sensibilidad muy encima de las exigencias de la alfabetización pueden alcanzar. Se aviene a que la autora del libro nos lea un poema –ella no puede leerlo- y luego lo canta, con una alegría que celebra la vida en toda su intensidad. En el acto de presentación se van tomando, como racimos aleatorios, historias tremendas, como la de Remedios, hoy una vital mujer de 78 años que empezaba la evocación de su vida diciendo “…Y ahora, se deprimen. Las mujeres se deprimen. No lo entiendo. Si yo me hubiera deprimido mis hijos no habrían salido adelante”. No hablaba en balde: cuando ella tenía 30 años y 8 hijos, su marido se descerrajó un tiro en la sien. Poco después lo hizo otro de sus hijos, durante el servicio militar. Reconoce que jamás ha ingerido una pastilla ni nada que sirva para plantarle cara al desaliento. En realidad, no ha tenido tiempo para el desaliento, para ceder a su tentación. La supervivencia es un oficio duro, cicatero con relojes y calendarios. Otra de las mujeres que habla en el libro, y que trataba de pasar inadvertida entre el público, contaba la historia de la primera vez que vio la vitrina de una tienda, de la sorpresa que le produjo “esa ventana con objetos de los que salía luz”. Otra más se animó y explicaba cómo se vio obligada a contraer matrimonio después de un noviazgo que empezó a los diez años de edad, en aquellos tiempos poco generosos con la vida en que un beso en la mejilla obligaba a un compromiso vitalicio, implacable e irrompible. Otra más relataba con orgullo manifiesto cómo su padre les fabricaba calzado, a ella y a sus hermanos, gracias a pedazos de caucho que conseguía juntar muy de tarde en tarde, a los que una madre afanosa agregaba pedazos del costal de la harina y una hermana imaginativa cosía el dibujo de una mariposa. El público escuchaba, atento, emocionado, embelesado, agradecido. Y de repente entendí que la verdadera orfandad no ocurre cuando muere un progenitor, sino cuando la sociedad entera pierde a sus mayores, a sus historias, el surco que ha dejado una existencia sacrificada y doblegada, con muchas penalidades a cuestas y poco espacio para el futuro y la dignidad. Somos huérfanos de abuelos, necesitamos sus voces y hacer un hueco a su memoria, porque sin ellas la vida pierde sus amarras. Por eso fue hermoso ese homenaje a unas mujeres que nos han regalado lo mejor de ellas mismas para que nosotros tampoco olvidemos el barro del que venimos. La verdadera orfandad es el olvido genealógico, o sea, la feliz inconsciencia que consiente que pensemos que no hay en nuestro pasado como especie un montón de seres que tuvieron que caerse y levantarse mil veces, golpeándose siempre, para que nosotros podamos tenernos en pie. Natalia Fernández Díaz. DIARIO UCHILE.CL

sábado, mayo 16

Cine y Literatura


Tarde de cine y de nostalgias: El lector. Un mazazo a la conciencia de todos; no sólo de los alemanes que vivieron la tremenda experiencia del Nazismo, sino para cualquiera con un mínimo de sensibilidad moral. He recordado tantas cosas… Aún tengo el delantal que me bordó mi amiga Ángeles, con la portada de la novela. De eso hace ya unos años. 
El libro fue un gran descubrimiento y una lectura de esas que te dejan huella y que se va extendiendo como una mancha de aceite entre las amigas y conocidos.Creo que se lo recomendé y lo compró…, o no sé si lo leyó en una de esas ocasiones en que nos encontramos en mi casa. Lo cierto es que, como a tanta gente, le provocó verdadera necesidad de compartirlo, de discutir, de dialogar sobre el tema central: la responsabilidad individual y colectiva y tuvimos una larga conversación sobre Hanna, su protagonista: una mujer fría, totalmente alienada por el poder, sin la más mínima capacidad de discernimiento sobre el bien y el mal. Una verdadera psicópata, ya que carecía de sentimiento de culpa. Pues ¡mira por dónde! que finalmente han hecho una película, por cierto, muy lograda, porque prácticamente es una copia del libro. Y me he alegrado, me he alegrado de que se trate algo tan delicado y tan trascendente y que se le de publicidad, ya que la actriz principal ha conseguido un Oscar por su genial interpretación. 
 Al principio, parece que se trata de una historia de amor atípica, entre un adolescente que descubre la sexualidad con una mujer ya adulta (representa unos 35 o 38 años). Pero pronto la trama da un vuelco y nos encontramos ante una antigua guardiana de los campos de exterminio Nazi; una mujer analfabeta, que se empeña en esconder ese aspecto de su vida, a cal y canto. Hanna era una mujer de una gran sobérbia, incapaz de reconocer esa deficiencia formativa ante nadie y dispuesta incluso a aceptar una culpa que no era del todo suya, antes de confesar su falta de educación escolar. La interpretación es genial. Me ha impresionado su cara inexpresiva, cuando el juez le pregunta sobre su intervención en las matanzas de mujeres en Auswitch: - ¿Qué hubiera hecho usted?, le responde Y era totalmente sincera; daba la sensación de creérselo. No se había planteado nunca si ella tenía que seguir órdenes, fueran cuales fueran, o podía negarse a cometer tales barbaridades, en nombre de su conciencia. 
La verdad es que la historia interpela a cualquiera que esté dispuesto a pensar sobre la responsabilidad. Pone sobre el tapete cómo muchos alemanes volvieron la cara para no ver qué estaba pasando. Pero además del tema de la responsabilidad y la culpa, hay una cuestión que para mí sigue resultando difícil. El libro y también la película entra de lleno en un asunto que no resulta tan fácil para nadie: el PERDÓN. ¿Hasta qué punto tenemos capacidad para perdonar? ¿Hasta dónde se debe perdonar? ¿Todo es perdonable? Aunque la película hable de los asesinos del Tercer Reich, se puede extrapolar a tantas experiencias personales... Yo conozco a más de una persona que no ha podido perdonar a su propio padre, incluso sé de alguien que se negó a ir al entierro de su progenitor, porque éste, en la infancia, había abusado de ella. Mucha gente piensa que a un padre, por el simple hecho de habernos engendrado, hay que quererlo y perdonarle todo. Pero mira por dónde, no siempre ocurre así. Muchas personas que nunca llegaremos a conocer, han quedado tan dañadas por ciertas experiencias, que les resulta imposible perdonar a los causantes de ese dolor. Claro que, ¿cómo perdonar a alguien que no se siente culpable, y que ni siquiera pide disculpas por sus actos? También yo creo que sin conciencia del mal causado y sin una disculpa explícita hacia la víctima, es muy difícil pasar página y olvidar. La verdad es que, por suerte, no he tenido experiencias traumáticas que me hayan puesto en esa disyuntiva, así que intento comprender a quien lo ha vivido, aunque me resulte muy duro. Por eso me produjo tristeza el final de esta historia. Hanna no llegó a pedir perdón explícitamente, porque era demasiado arrogante. Sin embargo, como recordarás, lo hizo a través de sus actos. No tenía otra manera de decir que se sentía en deuda con el pueblo judío, que dejando sus pocas pertenencias a una fundación cultural, dedicada a la memoria del Holocausto. 
 A mí, de verdad, me produce cierta ternura ese gesto tan sencillo de enviar un sobre con algo de dinero a una víctima de la barbarie, en la que ella misma ha participado. De ella no se podía esperar otra cosa, ¿no es cierto? Pero claro, ¿se puede pagar de esa manera algo tan horroroso…? Esa y otras preguntas quedan en suspenso al leer la novela y después de ver la película. Y la verdad es que tampoco es necesario tener respuestas certeras. Al fin y al cabo, en cuestiones filosóficas o éticas, lo más importante es la pregunta. Ojalá que tuviéramos más ocasiones para interrogarnos sobre tantas cosas fundamentales de la vida, “otro gallo nos cantaría”.