sábado, enero 19

Sin decir adiós

Mientras escribo sobre mis años como estudiante universitaria, de una forma casual, me entero de que Amparo ha muerto. La esquela que encuentro publicada en La Vanguardia del 18 de agosto de 2018 me deja perpleja. Se me hiela la sangre y siento frío mientras recorro con la mirada las notas sobre su fallecimiento. Ella vivía en Barcelona y hace unos años que nos dejamos de ver. La distancia y las circunstancias personales y familiares nos distanciaron, aunque para mí siempre será alguien especial en mi vida. ¿Cómo puede ser? Aún no me creo que aquella mujer tan alegre, optimista, discreta, dulce e inteligente ya no esté con nosotros. Otra muerte.  Cada vez son más las personas que desaparecen de mi vida. 
La conocí en la Universidad. Ella había estudiado Derecho y era funcionaria de la Diputación desde muy joven. Llevaba casi veinte años sin trabajar porque había pedido una excedencia para poder criar a sus hijos. Volvió a la universidad a estudiar historia y allí coincidimos. Tenía siete años más que yo. Eso la convertía en alguien más sabio para mi escasa experiencia de la vida, pero además era muy equilibrada. Su serenidad me atrajo desde que la conocí en aquella clase; un seminario sobre historia de la Revolución Francesa, en la que yo exhibí, como tantas veces, mi orgullo de clase. 



Luego, cuando ya teníamos confianza, me solía recordar aquel día, mientras nos reíamos a carcajadas. Su percepción sobre mi persona no pudo ser más negativa; una exaltada comunista, dispuesta a despotricar contra los burgueses ilustrados, líderes en la Revolución Francesa
Y sin embargo, algo misterioso nos acercó. No podíamos ser más diferentes. La recuerdo vestida de azul marino, con una falda recta, por debajo de las rodillas y una camisa blanca. Zapatos de salón con tacón bajo y medias. Ella misma se ponía el calificativo de “Ursulina”, refiriéndose a su estilo casi monjil. Eso demuestra su inteligencia. ¿A caso hay mucha gente que sea capaz de ironizar sobre su propio aspecto?
Estábamos en tercero de la carrera y éramos un grupo de doce o catorce personas los que coincidíamos en los seminarios de historia. Un lujo teniendo en cuenta la masificación que ya empezaba a haber en la universidad. Así empezó nuestra amistad, precisamente por el atractivo que ejercíamos la una respecto a la otra. Nuestros mundos no podían ser más opuestos, casi antagónicos. Pero Amparo era tan delicada que desde el principio mantuvo su vida familiar lejos de mis miradas. Yo sólo sabía que su marido era abogado y su padre médico, pero ignoraba el nivel social en el que se desenvolvía. Vivía en la parte alta de Barcelona, en la Diagonal, en un piso señorial que pude ver años más tarde, cuando ya habíamos acabado la carrera. 
edificio donde vivía mi amiga


Edificio donde yo vivía

Nada que ver con mi vivienda: sesenta metros cuadrados en un barrio obrero de la ciudad. Recuerdo que un día recibí una carta suya en la que me explicaba el porqué de la discreción con que llevaba todo lo que tenía que ver con sus espacios privados. Quería evitar que me sintiera inferior por el hecho de pertenecer a ambientes tan diferentes. No sé por qué no he guardado esa carta, porque ahora me gustaría mucho tenerla. 
Pero eso que parece distancia no impidió que nuestra amistad creciera y disfrutáramos de la mutua compañía. Compartíamos nuestras luchas internas como mujeres que intentaban encajar sus valores en los nuevos aires traídos por la Democracia. Creo que fui la primera persona a la que confesó los problemas de relación con su marido. Su sufrimiento lo viví muy de cerca porque durante los meses en los que tenía que resolver su conflicto matrimonial estuvimos muy unidas; era su confidente, el hombro en el que podía apoyar su pena y su decepción. Finalmente se separó. 

Amparo fue valiente. Volvió a ingresar en la administración, tras muchos años alejada, pero tenía que inventarse una nueva vida en un país donde las mujeres de su clase eran los ángeles del hogar; educadas para apoyar el prestigio de los maridos, criar a los hijos y estar siempre disponibles. La vida en solitario no le iba a resultar fácil, pero recuerdo que fue una aventura para ella y se supo adaptar a las nuevas circunstancias, valorando lo que de novedoso tenía la soltería. ¡Era tan positiva...!
Amparo siempre creyó en mis capacidades y le preocupaba mi situación laboral, que consideraba  no estaba a la altura de lo que era capaz de desarrollar. Yo había empezado tarde a estudiar y tenía que abrirme camino cuando ya tenía casi cuarenta años. Fue ella quien me reclamó para ocupar un puesto muy interesante en una escuela taller de la Diputación de Barcelona. Acepté el puesto que me ofreció porque me permitía seguir con mis dos clases semanales en la Escuela Universitaria de Trabajo Social. Fue un año muy interesante desde el punto de vista profesional. Aprendí muchísimo y demostré que era capaz de desarrollar mi trabajo con total eficacia y creatividad.
Con mis compañeras de trabajo en esa época

En cuanto a Amparo, recuerdo que mientras estuve trabajando en la escuela taller se mantuvo al margen; tanto, que incluso me pareció en algún momento exagerada su actitud de distancia hacia mi persona. Seguramente estaba evitando ser tachada de cometer un acto de prevaricación, así que se comportaba como si no nos conociéramos. Cuando se terminó el proyecto, ni ella ni yo tomamos la iniciativa de volver a vernos hasta pasados unos años. Eso sí, cuando coincidíamos la conexión era muy fácil. Siempre tuve la impresión de que aquella frase de Fray Luis de León, “Como decíamos ayer…”, se podía aplicar a nuestros encuentros. Conectábamos de forma inmediata. Precisamente he recuperado esta nota que ella me envió unos días después de presentar mi primer libro en Barcelona, en el año 2009. 
Leyendo hoy sus palabras me siento muy honrada, pero también experimento esa sensación que a lo largo de mi vida se repite de no poder aceptar agradecida los halagos. Es una especie de pudor que no he sabido superar con los años. Gracias amiga, gracias por tantas cosas vividas y por ver en mí tantas cualidades. Siempre te he echado de menos y ahora, cuando ya nos has dejado definitivamente, te puedo asegurar que me has dejado un poso de amor que pocas personas me han sabido mostrar como tú. Pero también una enorme tristeza.        

Querida Tere:  
He leído con satisfacción tus dos escritos. Comparto plenamente tus palabras y si puedo añadir algo es para decirte  que  tienes un don: saber crear en tu entorno una magia, en el sentido de espacio invisible lleno de sensibilidad, de alegría de vivir, de  profundidad,  de emoción… Rebosas energía, lucidez…, todo pasa por tu inteligencia y lo construyes,  pero lo devuelves a tu alrededor fácil. Es como si encarnaras lo más primario,  pero al tiempo muy elaborado,  de gente que ha vivido con sufrimiento y placer, dolor y alegría durante miles de generaciones, y luego vas y lo resumes. Por eso eres irrepetible, estas siempre en el mismo lugar y me resulta fácil encontrarte siempre, como si fuera ayer, seguramente por eso  nos encontramos por  primera vez en aquella clase de la facultad de historia. No me extraña nada el éxito de tu libro, o de cualquier otro trabajo en el que te metas. Siempre lo pones y lo dejas todo y tienes mucho. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario