martes, mayo 10

El olivo, ¿una fábula ecologista?

¿De verdad que es necesario ese lenguaje grosero, salpicado de tacos, uno tras otro, sin motivo, únicamente como una forma habitual de relacionarse las personas? Me estoy refiriendo a la película El olivo de Iciar Bollain.  No lo comprendo, y menos tratándose de una directora inteligente y sensible. Si he de decir la verdad, en esta ocasión, me decepciona. Curiosamente, una historia llena de sensibilidad, cae en el exceso de violencia y grosería en el lenguaje. Totalmente prescindible, en mi opinión.
                           

La película, sin embargo,  es bienintencionada y estéticamente bella. Plantea varios temas, todos ellos importantes y que preocupan a las personas sensibles y comprometidas con el mundo actual. A saber: la explotación sin límites de  naturaleza; la pérdida de los valores  tradicionales que vinculaban a las personas a sus raíces;  la avaricia desmedida del liberalismo salvaje en el que mucha gente ha participado y que ha producido esa nueva clase de los horteras, con grandes chalets con estatuas imposibles en sus jardines; la falta de horizontes de una cierta juventud, cuyo escape es banalidad pura; las siempre difíciles relaciones familiares;  el Alzheimer, una terrible enfermedad, pero también la metáfora sobre la pérdida de la memoria. Demasiados temas, demasiado para poder profundizar en ellos y aportar algo que sea factible, que de verdad abra alguna vía, que señale algún horizonte posible. La película tiene mensaje, pero se queda en eso.
Sí, ya sé que el cine no tiene por qué tener esa finalidad, pero personalmente este planteamiento de El olivo, como una parábola me deja insatisfecha. Comprendo mejor al abuelo, mudo para siempre, tras perder ese olivo, símbolo de sus raíces familiares, que a la joven, obstinada, sin capacidad de escucha, oídos cerrados a cualquier argumento que pusiera en cuestión su tozudez, no tanto inocente, como absurda. 
Me sonó como algo muy familiar esa defensa del viejo a no deshacerse del olivo, a no vender ese árbol, que había sido de sus padres, de sus abuelos, de los abuelos de sus abuelos… No hay dinero que pueda comprar esa herencia genealógica. ¡No tiene precio!, esas fueron sus palabras exactas. Me resonaban esas palabras, más allá de la literalidad, porque quien ha vivido en una familia campesina y olivarera sabe lo que significan. No se vende si no es preciso. Y tal vez por eso, la generación más vieja se resiste a desprenderse en vida de ese patrimonio.
¿A quién le sirve las razones del otro? Comprar una casa mejor, montar un negocio, pagar una deuda… No son razones válidas para quien ve en un olivo, o unos olivos, algo simbólico, intangible, casi espiritual, la razón de su vida. Incomprensible para una generación que ya no tiene ese vínculo con el pasado; que vive en un presente materialmente menos precario que el de sus mayores, pero lleno de necesidades de las que resulta difícil escapar. ¿Cómo van a quedarse impasibles ante la posibilidad de obtener un dinero fácil que les facilitaría realizar un proyecto familiar para el futuro de sus hijos? ¿Vale más un olivo que sacar adelante su propio negocio, aunque sea a costa de participar en una pequeña corrupción? Ellos lo tienen claro, pero la joven se sitúa en esa honestidad moral de los que solemos calificar como “puretas”.
Claro que sí, el olivo del abuelo es “sagrado” y como tal intocable. Hasta tal punto es así, que no cesa en su empeño de  recuperar el árbol, a costa de lo que sea. Ese “a costa de lo que sea”,  no es ni más ni menos que usar el camión de un tercero, para lanzarse a la carretera y recorrer Europa, con la convicción irracional de que conseguiría retornar a casa con el olivo.  A esto le llamo yo ser una persona de “principios”, encomiable por un lado, claro que sí, pero  peligroso y poco humano, por otro. Porque, ¿se paró Alma a pensar un momento en qué “fregao” estaba metiendo a su tío y a su amigo? ¿Se puso en la piel de alguno de ellos, antes de embarcarlos en la estúpida aventura? ¿Pensó en las posibilidades reales de lo que intentaba realizar?
Los principios están muy bien, pero, al llevarlo a cabo, a menudo, chocan o pueden chocar con valores también muy importantes y siempre, siempre, hay que medir las consecuencias, sobre todo si éstas perjudicarán a un tercero. En este caso, Alma llevó a sus acompañantes engañados. Escondió la verdad para conseguir su propósito. Forzó a su amigo a tomar y usar un camión sin permiso de su dueño, que, para más inri, era la persona que le daba trabajo. Sí, ya sabemos que el muchacho y el tío decidieron por sí mismos acompañarla en su aventura. Eran adultos y responsables, pero sufrieron la manipulación emocional de ella. Ambos la querían demasiado, quizás eso los justifica.
Ahí Iciar Bollain no me convence. Siempre quedan bien esas frases grandilocuentes de manual de autoayuda, como la que pone en boca de uno de los personajes. Más o menos viene a decir que, a veces, si quieres conseguir algo, te tienes que lanzar. O sea, que incluso cuando caemos en la irracionalidad con tal de conseguir un deseo, un sueño, o incluso llevar al límite nuestras razones, está justificado lanzarse.  Pero bueno, si lo que ha querido hacer Iciar es una fábula moderna, no tengo nada que decir.
Mis reflexiones tienen otra mirada más realista al tema central de la película. Y por eso quiero señalar un detalle que, por algo está en el personaje de Alma. Me refiero a lo de arrancarse mechones de pelo. Está claro que es un trastorno de tipo obsesivo compulsivo. Según parece, lo realizan algunas personas que tienen dificultad para controlar sus impulsos. Es algo incontrolable, como puede ser morderse las uñas, claro que en este caso se causan dolor y con ello sienten un alivio a su estado de alteración nerviosa. Evidentemente, la joven tiene problemas psicológicos que van más allá de ser nerviosa.  ¿Qué ha querido decir Iciar con este detalle en la personalidad de Alma? ¿Quizás que hay que en esta vida hay que estar un poco “loco” para realizar actos más o menos heroicos?  Es una duda que me ha quedado. 
Maravilloso el trabajo que realiza el actor que hace de viejo: Manuel Cucala, pero también la joven Anna Castillo, la protagonista, que nos ofrece momentos llenos de sensibilidad y emoción, y otros en los que destila rabia, y también alegría… Una actriz que va a dar mucho en los próximos años, casi seguro. Javier Gutiérrez, impecable, como siempre.  En definitiva, todos están estupendos y creíbles, en esta increíble historia.    


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