lunes, diciembre 25

Navidad en la memoria

En estos días en que todo son nostalgias y recuerdos de infancia, por qué apenas recuerdo la Navidad de mis primeros años en el pueblo. Y lo único que se me ocurre es que era poco lo que se celebraba en aquellos grises días de posguerra. De hecho, mucha gente seguía yendo a la aceituna, porque no se podía dejar la esperada cosecha del año para dedicarse a pasar el rato cantando aguilandos y comiendo mantecaos. El tiempo de la aceituna era eso: el tiempo de levantarse cada día, incluidos los domingos, al amanecer y afanarse en terminar cuanto antes la campaña. Y lo de juntarse la familia para hacer una buena comilona de Navidad alrededor del brasero o la lumbre, de eso nada. Si había algo diferente en la vida cotidiana y en las reuniones en esa fecha, eran los dulces. 
Y esos son los únicos recuerdos que aún permanecen en mi gastada memoria. La elaboración de los mantecados y las magdalenas. En eso participaba yo, con mi madre y con mi abuela. Lo que más me gustaba era usar los moldes de lata que dibujaban corazones o estrellas, en aquella masa hecha a base de manteca de cerdo, harina, huevos, azúcar y un poco de almendra. Dulces caseros que no requerían muchos gastos. Claro que en otras casas se hacía más variedad de repostería. Almendrados, por ejemplo. Yo lo sabía porque íbamos a dar las pascuas a casa de las abuelas y las tías de mis amigas. La abuelita de Mari Pepa, recuerdo que ponía almendrados en la bandeja; otras incluso alfajor... Ummmmm, eso ya era superior y no muy habitual en las casas más humildes. O tal vez era una cuestión de habilidad. Mi madre, para qué voy a engañarme, no era muy buena en la cocina, pero ¿y mi abuela? Mi abuela sí era una experimentada cocinera y le gustaba. Pero ya digo, en mi familia, lo que solíamos hacer en Navidad era polvorones de esos que se te hacía una bola en la boca, y magdalenas. De las magdalenas lo que recuerdo es su dulce masa. Al acabar de batirla y ponerla a punto, me encantaba chupar la cuchara y mi abuela me daba en las manos, -  ¡Niña, eso no se hace! Y lo más divertido, que era ir llenando la papelina blanca, aquella especie de pequeño cuenco de papel plisado. Era un arte. Porque se tenía que aprovechar al máximo la masa y no manchar demasiado.      
Si a caso, al acabar la recogida de la cosecha, se hacía el "Botifuera" (ignoro por qué se llama de esta forma y si se escribe así). Consistía el Botifuera, al menos en mi familia, en una cena en casa de los abuelos.

  

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