domingo, febrero 22

Isabelita: la niña que no tuvo infancia



Isabel no sabía qué estaba pasando, pero de pronto un coche se detuvo y de él salieron dos hombres con una camilla. Entraron en la choza donde su madre seguía tendida en la cama, atendida por la tía y la abuela. El padre daba vueltas nervioso; quería ayudar y no sabía cómo. Su desconcierto era grande: ¿qué iban a hacer si la mujer se ponía mala?, ¿cómo sacar adelante a los niños? La ambulancia se llevó a la enferma y durante una semana esperaron con ansia su regreso. El recuerdo más nítido de la niña es la llegada de un coche de caballos, en el que venía su madre.

 Pero ya no era aquella madre joven, sana y enérgica; Isabel era demasiado pequeña para advertir cómo había cambiado en esos días: no tenía la misma sonrisa, ni sus ojos brillaban como antes. No comprendía su silencio, ni sabía interpretar el sonido que emitía cada vez que quería decirle algo. Lo más evidente era que su madre ya no caminaba como antes, ni podía hacer las camas, ni cocinar, ni coser, ni cogerla en sus brazos para acunarla y dormirla. Y sólo tenía seis años.

Isabel no podía ni imaginar cómo iba a ser su vida a partir de ese momento; porque su madre, hasta entonces, se había ocupado de todo y ella, como era tan chica todavía, podía jugar por el campo, correr detrás de las gallinas, hacer travesuras y dormirse luego, segura de que allí, muy cerca, estaba ella protegiéndola. Las madres tenían mucho trabajo, muchas obligaciones y preocupaciones, pero siempre cuidaban de sus hijos; y más cuando eran tan pequeños; porque, para Isabelita, eran como hadas bondadosas, que siempre sabían qué había que hacer; estaban atentas a las necesidades de todos y además echaban una mano en la parcela, para que el padre no tuviera tanto trabajo.
Aspecto de los niños de la campiña en 1950
 Pero Isabelita no contaba con que las madres también puedan enfermar, o quedarse incapacitadas por algún accidente, incluso algunas se morían; y cuando esto ocurría, todo cambiaba. Por eso, cuando su madre volvió a casa, sin poder hablar ni apenas moverse, aquella familia, su familia, ya no volvió a ser la misma. A Isabelita se le escapó de golpe la infancia y aprendió a valerse por sí misma y a tener cuidado de sus hermanos; y hasta de su padre que, como tantos otros, nunca estaba en la casa, ni se preocupaba de lo que había que comprar, o guisar, o remendar, o lavar…, de tantas y tantas cosas. 
Los niños en la parcela, junto a las chozas
Como la mayoría de las niñas de las parcelas, su vida, a partir de entonces, fue una vida de trabajo. Al amanecer había que superar la pereza y las ganas de seguir bajo el calor de las mantas. Casi siempre el padre tenía que vociferar y reñir a los más pequeños de la casa para sacarlos de la cama. Grandes y chicos, todos colaboraban en las labores del campo o en la casa. Lo primero, después de asearse y hacerse las trenzas, era preparar el desayuno: un tazón de leche recién ordeñada, con un poco de café, o cebada, una tostada de pan y aceite de oliva... Luego, durante el día, todo eran obligaciones: que si ocuparse de los hermanos más pequeños, que si preparar algo de comer, que si echarle de comer a los animales, que si transportar el agua para el día, que si lavar la ropa de la semana… Isabel no recuerda cómo podía hacer todo eso con tan pocos años, ha perdido la memoria de esa etapa de su vida. Seguro que se puso tan mala, con aquellas fiebres, por trabajar tanto, por no tener quien la cuidara. Había cumplido los ocho años haciendo de madre de sus hermanos y haciéndose cargo de una familia numerosa. Luego…, un  tiempo que se le antojó muy corto. Don Francisco Lobatón, un alma generosa, se interesó por aquella pequeña de trenzas morenas y ojos tristísimos. Tres años de colegio en las Hermanas Salesianas de Jerez, donde Isabelita tuvo por primera vez un cuarto de baño, un cepillo de dientes, un camisón para dormir y un libro entre las manos. Pero una mañana, la realidad se impuso: “Isabelita, que ha venido Don Francisco Lobatón a buscarte, que le haces mucha falta a tu madre”. Esas fueron las palabras de la madre superiora; palabras que la devolvieron a su antigua realidad: una vida llena de trabajo y privaciones, de la que algún día lograría escapar.
Isabel, a la derecha, en la presentación del libro en Barcelona: año 2010

domingo, febrero 15

Y llegó Salvatore... Adamo.


Y llegó Salvatore, con su andar ligeramente encorvado, su sonrisa melancólica, su aspecto vulnerable; como si una sóla ráfaga de viento lo pudiera hacer tambalear de un momento a otro. Pero coge la guitarra, y sin darle más importancia, es capaz de sacar de sus cuerdas las notas más hermosas. Y de pronto, me traslada a mis dieciseis años... Mi corazón en bandolera, salta y se emociona escuchando esa voz ronca, como siempre, pero ahora más tierna si cabe, porque la edad la ha dulcificado y está llena de emociones vividas a lo largo de los años. Sus falsetes ya no son perfectos, pero no importa, porque ahora lo que todos queremos ver y escuchar es a un hombre ya mayor, que es capaz de sacar de nuestro álbum de recuerdos musicales las canciones más sencillas, pero que nos trasladan a un tiempo de esperanza, cuando todavía nos sentíamos eternos, omnipotentes. Las parejas vuelven a vivir esos momentos de estreno del amor y renuevan sus votos, mientras canturrean por lo bajini  "Mis manos en tu cintura" La presentadora, no se corta un pelo y se lanza y se marca un baile en brazos de su ídolo juvenil, mientras sus ojos brillan más que otras veces. Terminan el baile improvisado con un tierno beso en la mejilla.  ¿Que por qué lloro?  Porque de pronto soy consciente del paso del tiempo; porque ahora sé que también los cantantes de mi juventud se hacen mayores, como yo. Y ¡ah, sorpresa! Las personas mayores también pueden despertar emociones a través de la voz, de unos sencillos acordes, de una mirada nostálgica por el pasado que también somos; que nos ha hecho ser lo que somos. No tiene una gran voz, ni falta que le hace, porque esta tarde mágica nos ha permitido asomarnos a su generosidad, deleitarnos con cada trozo de canción, incluída esa versión original del gran Gilbert Becaud "Et manteninant", improvisación generosa que sale del corazón y que llega a los rincones de nuestra memoria sentimental. Qué importa el porqué de mis lágrimas. Son una mezcla difícil de poder explicar con palabras. Son balsámicas; me ayudan, me reconcilian con la mujer que soy ahora. Me siento cerca de este Salvatore frágil como una hoja, pero capaz de trasmitir la emoción del amor que también hoy tiene el sabor de la vida auténticamente vivida, a pesar de la fama, que no ha logrado acabar con la nobleza de este ser humano. Gracias Salvatore.