sábado, mayo 12

El regreso


Este año la primavera se ha adelantado. Las siestas se están convirtiendo casi en una necesidad para mí; el calor del sur me empuja hacia la indolencia, y el sofá se convierte en un buen aliado. Adormecida aún,  miro las agujas del reloj, que se encargan de anunciarme el final de este dulcísimo momento del día. 


Cada miércoles, desde que el otoño anunciara su llegada, tomo el autobús de línea para viajar a la campiña. Por fin se acerca el final del proyecto sobre la memoria personal de las mujeres. El trabajo tiene sus luces y sus sombras: es evidente que me obliga a realizar constantes desplazamientos y eso me resulta algo incómodo, pero disfruto cada día más de las charlas con las mujeres del pueblo. Las entrevistas transcurren lentamente; durante el invierno, al calor de la mesa camilla, y ahora que apunta la primavera, las macetas del patio se convierten en compañeras de café y amena conversación.
 Tengo demasiado recientes las costumbres y los olores de mi ciudad, ese lugar del Mediterráneo donde he pasado 40 años de mi vida. Pero no echo de menos casi nada; porque en el fondo, lo que más me llena de mi vida actual es esta grata sensación de búsqueda personal, de descubrimiento constante.  La gran ciudad me producía una especie de vértigo y un tremendo cansancio; cada vez que salía a la carretera sentía un gran desasosiego, una inquietud que no soy capaz de explicar. Además empezaba a perder interés por las cosas que antes me resultaban atractivas y excitantes; perdí la alegría; de un modo casi imperceptible, se fue marchando,  hasta que un día me miré al espejo y vi que mis ojos ya no tenían brillo; noté que ya no reía a carcajadas,  que el tiempo se me estaba escapando, sin remedio… 
 Volver al paisaje de mi infancia se convirtió en casi una obsesión. Quizás no encontraría nada, tal vez aquello era una vana ilusión, pero la idea se fue transformando en una necesidad vital, hasta materializarse en un cambio real. Cerré la hermosa casa donde había vivido los últimos veinte años y me instalé muy cerca del mar,  en el extremo sur del país.  
Esta tarde tuve que acelerar el paso para no perder el autobús. Como siempre, observo al mismo grupo de mujeres relativamente jóvenes que se sientan siempre juntas y charlan sobre sus cosas. Entre ellas hay una gran complicidad y me sorprende el contenido y el tono de sus conversaciones, que suelen compartir con Pepe, el chofer, un tipo de mediana edad, con aspecto bonachón y una risa contagiosa.     
 El autobús sale de la ciudad y se lanza a bastante velocidad por la angosta y, a esa hora, concurrida carretera que lleva al valle. No puedo evitar un cierto desasosiego; mis miedos de siempre vuelven, me acechan y me hacen estar en alerta continua;  pero esta vez logro sobreponerme y me centró en lo que está pasando dentro del coche. 
 El relato de una mujer me llama la atención. Pienso que debe de tener cerca de setenta años, pero me resulta difícil calcular su edad real; eso sí, su piel tiene el aspecto del cuero, de esos cueros que necesitan ser tratados con grasa de vaca, para que se borren las huellas que sobre ellos ha dejado el paso del tiempo. Ese detalle me hace pensar que se trata de una mujer que vive en el campo, que no ha tenido una vida fácil, que tiene cosas más importantes en la vida, que pensar en sí misma, en ponerse guapa.
Relajada, me olvido de las curvas de la carretera y me centro en el relato que la mujer comparte con un grupo de viajeras y con el chofer. Sus palabras no denotaban enfado alguno. Sin ningún tipo de pudor habla de su marido: del poco dinero que le da ahora, “cuando antes, de jóvenes,  era una alegría los billetes que me traía a casa”. La queja  resulta ambigua y además acaba aclarando que ella, con su pequeña paga ya se apaña, que lo paga todo y que ayuda a sus hijos en lo que puede. Claro, que además intenta aumentar sus ingresos y por eso se dedica a limpiar en algunas casas.
Sus compañeras de viaje no entienden que acepte la cicatería del marido y que a su edad aún tenga que salir a trabajar fuera de casa. Ellas,  y hasta el chofer,  se lo hacen ver, incluso le dan ideas para resolver esa injusticia a su favor. A pesar de lo trascendente de la conversación, ésta transcurre entre bromas y risas, como si todos quisieran quitar hierro al asunto.  
Me doy cuenta de que estoy siendo testigo de una conversación sobre temas privados, en la que todo el mundo puede entrar, pero me siento una mera observadora, que disfruta escuchando, sin poder intervenir. No he sido invitada a participar. Sin embargo, en algún momento, no puedo evitar que mis labios dibujen una tímida sonrisa.
Con mucha guasa, haciendo gala de una fina ironía, la mujer explica de una forma teatral, los ardides que suele utilizar, cuando quiere sacar algo de su marido. Ella sabe cómo manejarlo.

- ¡ Fulanito, que va a venir el de la electricidad!, ¡mira que van a cortar la luz!
-¡Fulanito, que ya puedes ir llenando la bañera de agua, porque están a punto de cortarla!, así que no abras la puerta a nadie.

La conversación transcurre entre la narración de la mujer y las risas escandalosas del conductor y las pasajeras, sentadas detrás de él, con el que muestran una gran familiaridad. Me pregunto cual será la relación que tienen con él, porque también lo llaman por su nombre de pila.

De pronto, una joven se dirige al chofer, vociferando:

- ¡eh, Pepe,  que no has parao donde te he dicho!, ¿piensas llevarme hasta el pueblo?

En plena carretera, sin apenas arcenes que den un poco de margen a los vehículos, el autobús se para  y deja a la joven cerca del camino que lleva a su casa, en mitad del campo. Pocos metros después, la mujer que antes explicaba sus “cuitas” con el marido pide parada. Debe de vivir en unas casas de campo que se ven desde la carretera, pienso. Antes de bajar del coche, la mujer recuerda a Pepe que le guarda aquellas gallinas que le encargó hace bastantes días. A gritos, desde la carretera insiste:   

-     ¡Son buenísimas, ponen cada día una docena de huevos!

El chofer  le sigue la corriente, como queriendo disimular. Y yo pienso para mí que Pepe debe de haber resuelto ya esa compra y no tiene ganas de compromiso.
En ese momento dirijo mi atención al paisaje. La tarde cae y los cielos del inmenso llano se colorean de toda la gama que permite el rojo grana. El verde de las siembras se oscurece por momentos. De vez en cuando una encina solitaria rompe la monotonía del llano y lo hace más hermoso si cabe. 
 No puedo, ni quiero evitar seguir  escuchando las conversaciones; sonrío de vez en cuando, pero sigo sin intervenir: Deben de pensar que soy un bicho raro, me digo a mí misma. Porque en el autobús todos hablan entre ellos y hacen bromas continuamente.

De pronto, Pepe,  el conductor grita con alborozo:

-       ¡mirad, mirad, conehos, conehos!, uno, dos, tres… qué cantidad de conehos!

Las mujeres miran sorprendidas a los sembrados y,  efectivamente, todas ven los conejos; menos yo,  que me vuelve loca mirando, mirando y nada, ni uno. Pero Pepe sigue hablando de conejos: que a él le encanta el guiso de arroz con conejo, que su mujer lo guisa muy bien... Las mujeres se enfrascan en una conversación culinaria; cada cual comenta cual es su comida preferida y cuales sus pequeñas fobias y manías, mientras el autobús se acerca al final del trayecto: un pequeño pueblo blanco, en medio de la inmensa y verde llanura. 
 Anochece y lentamente me dirijo a la parada del autobús. Ha sido una tarde llena de emociones; como otras muchas, pero la historia que me ha contado Juana me ha dejado llena de dudas,  confundida y triste. Francamente, no se qué pensar sobre sus silencios, sobre las medias palabras, los lapsus y falta de coherencia de algunas fechas y acontecimientos de su vida. En el camino, no me detengo a mirar ninguno de los detalles que otros días llaman mi atención: las pequeñas y blancas casitas, los patios, los limoneros. 
 Absorta en mis pensamientos, sin darme apenas cuenta, he llegado a la parada del autobús. De nuevo es Pepe quien conduce el vehículo, que a esta hora no lleva más de seis personas Observo que hay dos mujeres, sentadas justo detrás del conductor y, como siempre,  escucho la conversación que ya han iniciado cuando me incorporo al viaje. 

- Pepe, que hoy es San Valentín, ¿qué le vas a regalar a tu mujer?

Al hombre le parece normal eso de tener que comprar un regalo para el día de San Valentín, y va pensando en voz alta lo que puede comprar para su mujer, antes de llegar a casa para la cena. Las mujeres hablan de los detalles entre las parejas, de lo importante que es mantener vivo el amor. De nuevo la conversación  transcurre entre risotadas y bromas. Ellas advierten a Pepe que con una rosa sería suficiente para dejar contenta a su esposa:

-  A las mujeres nos gustan los pequeños detalles y los hombres nos tienen que cuidar, porque ya estamos en otros tiempos y si no, nos largamos; ¡que hoy no aguantamos como antes!

Él responde con su desparpajo sureño, utilizando una imagen muy curiosa:

-       ¡Es que a las mujeres les gusta más una mudanza…!   

Las risas ahora se convierten en sonoras carcajadas.  Es curioso, pienso,  cómo este hombre puede tener ese humor cuando lleva diez horas conduciendo, como él mismo se ha encargado ya  de aclarar. En ese momento ya estoy participando del jolgorio, añadiéndome a la risa colectiva.

De nuevo Pepe muestra su gusto por la buena vida y confiesa que a él el mejor regalo que se le puede hacer es una buena comida;  es su pequeña filosofía,  que también comparte con los viajeros:

-  Que la vida son dos días y como a mí lo que más me satisface es la buena comida, pues no me privo de nada. Yo no tendré dinero, pero disfruto de todo lo que me apetece.  

La noche se ha echado encima y advierto que el tráfico es casi inexistente. Pero la carretera sigue dándome cierto desasosiego. Por eso me  sobresalto cada vez que se cruza otro vehículo, sobre todo si es grande. Sin embargo, Pepe conoce cada tramo del camino. Tranquilamente coge el móvil y empieza una conversación con alguien a quien pide que limpie bien no sé qué coche. “Debe de ser un mecánico que le está poniendo a punto un vehículo propio”, pienso.  Mientras, él conduce con una sola mano y yo estoy pendiente de todo, porque esa forma de conducir me proporciona una cierta inquietud. Luego, Pepe se queja de lo poco cuidadosa que es la gente con la limpieza, que a él una de las cosas que más le molestan es la suciedad, y bla bla bla … Las mujeres bajan en una pequeña población de la zona.
El viaje, como otros días,  está resultando toda una aventura. Además del paisaje humano, disfruto descubriendo esos pequeños pueblos, como puntos blancos en el inmenso verde del valle, con casitas que parecen de juguete, una pequeña iglesia y una plaza encantadora de planta cuadrada, con arcos y portales. En ocasiones, me descubro completamente  ensimismada mirando cada detalle,  la belleza más genuina, la sencillez de las cosas pequeñas.
Ahora un chico joven, sentado al lado derecho de Pepe, en el primer asiento, comenta con él algo sobre su trabajo. No hay duda, pienso: se conocen. El muchacho está buscando a su jefe, con el que ha quedado por “allí”, en alguna de las innumerables ventas del camino. Como conoce el coche que lleva,  cree que lo verá aparcado por alguno de los descampados cercanos a la carretera. Pepe va observando el panorama, buscando el coche del hombre al que busca el pasajero. Y lo encuentra, ¡vaya si lo encuentra!

-       ¡Ahí está, para! – le dice el muchacho.

Pepe no lo duda, frena el autobús, y advierte  al joven que lo que tiene que hacer es sacarse el “carné”,  ahora que tiene tiempo. 

Quedan apenas dos o tres kilómetros y la situación es algo embarazosa. Hasta ese momento la conversación ha sido continuada y ahora… me he quedado sola con el chofer y  ninguno de los dos sabe de qué hablar. Finalmente Pepe se queja de las locuras que hacen algunos jóvenes conduciendo, refiriéndose a uno que se cruza en su camino. Luego… silencio,  hasta que le anuncio  que bajo en la parada siguiente, a cinco minutos de mi casa. Son las nueve de la noche y desciendo del autobús, respiro tranquila, sonrío y sigo mi camino…       

NOTA: Este relato lo escribí hace dos o tres años, pero lo he puesto al día y he añadido fotografías adecuadas, para que los lectores lo tengan a mano.

14 comentarios:

  1. El relato está genial. Y la siesta que comentas, pues yo no soy de ella, pero con estos calores, ya lo creo que apetece.

    Besitos.

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  2. Me gusta este relato por su frescura y por como se capta por todos los sentidos.
    Enhorabuena Teresa, por la sobriedad y sencillez con la que describes EL REGRESO.

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  3. Por un momento me senti transportado al asiento del autobus.

    SOY YO.

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    1. Es maravilloso que asomándonos a una VENTANA podamos "transportarnos" así, JA,JA!!!
      Saludos ;-)

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    2. A que si es maravilloso !!!
      Y porque la tiene abierta (la ventana claro), sino estampao contra los cristales.

      Otro Saludo.
      SOY YO

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    3. ¡Desde luego... vaya humor! Pues nada, que siga.

      Besitos varios para todos y todas

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  4. Qué bonitooooooo!!!, me encanta..., he tenido la impresión al leerlo de vivirlo. No sé, algo extraño y un poco mágico.
    Un abrazo amiga.

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  5. Gracias a todos. La verdad es que, aunque parezca mentira, es la pura realidad de este sur tan vitalista.

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  6. !Qué bonita entrada!, como dice SOY YO, también he tenido la sensación e viajar en el autobús e ir divisando paisajes y animales, todo acompañado de la risa.
    Aunque no te he dejado comentarios en los últimos tiempos, te sigo, y me encanta tu variopinta ventana, cargada de buenas sensaciones e informaciones.
    Un saludo muy cordial.

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    1. Es un placer para mi poder hacer pasar un buen rato a otras personas que ni siquiera conozco. Es un aliciente para seguir poniendo palabras a mis experiencias y mis aficiones.

      Un abrazo, amiga

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  7. Hola, estupendo, que alegria da solo leerlo, así que vivrlo ni te cuento, estas mujeres que hablan en voz alta son un encanto, dan vida y comparten alegria. La verdad es que por aquí eso no lo ves, y el silencio más austero sin ni tan solo un saludo a la entrada me ha hecho muchas veces pensar ,,QUE DIFERENCIA,,,

    Guapa,Un abrazo.....

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    1. Gracias por tus palabras. Seguro que a ti te encatan esos "saraos" que explico. Que tu eres muy pueblerina... jajaja.

      un beso

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    2. Un saludo Mariquilla, da gusto que te asomes por aquí...
      Yo soy fija, porque esta ventanita tiene "glamour" y en ella se aprende, y se goza de mucha, mucha cultura de la buena.
      No es sólo la amistad lo que me une, en serio!!!.
      Esta ventana virtual que abres al mundo y llega a muchos sitios, es como dice Mar muy variopinta y en ella "la paso" genial cuando me asomo.
      Un abrazo desde este sur..., en el que no nos morimos..., porque somos de una fibra especial..., "menuda caló chiquilla"

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