martes, abril 20

La ambición de una mujer

Hace muy pocos días terminé lo que yo suelo llamar un“novelón”. Está claro que a mí lo que me va es la narrativa clásica, sobre todo la que relata formas de vida y mentalidades de siglos pretéritos. Sobre todo el siglo XIX y primeras décadas del XX son mis preferidos. Me fascinan esas mujeres que, como la protagonista de esta novela, están llenas de ambición y son capaces de todo para satisfacer sus caprichos o sus sueños, demasiadas veces infantiles.

Las costumbres del país es el título de la novela, de más de 500 páginas, editada por Santillana y que conseguí en un mercadillo de segunda mano. Edith Warton su autora, una estupenda escritora norteamericana, de la que encontraréis información en este mismo blog (club de lectura) A algunos seguro que os suena una estupenda película, basada en su obra La edad de la inocencia.
En 1993 Martin Scorsese estrenó la versión cinematográfica que vino a despertar de nuevo el interés por la obra de Wharton, autora que se ha considerado la nueva Jane Austen. Como ella, retrata la situación social y cultural de las mujeres de su tiempo, especialmente de las clases pudientes o en proceso de ascensión económica y social, en un contexto muy determinado: la ciudad de Nueva York de principio del siglo XX.

El tema central de esta novela es la ambición desmesurada y el infantilismo de una joven llegada de una pequeña ciudad del medio oeste, dispuesta a introducirse en los ambientes seudo aristocráticos de las familias pudientes de la ciudad. Undine, así se llama esta hermosa joven, usa todas las artimañas “femeninas” a su alcance para hacerse un hueco en ese gran mundo. Eso sí, ayudada por el dinero de un padre, que es incapaz de oponerse ni negarle nada, a pesar de que a todas luces la muchacha había emprendido un camino que no podía tener otro final que la ruina económica y moral de toda la familia.

Undine descubre muy pronto que la respetabilidad y el estatus social no siempre llevan implícito el dinero; algo que para ella era fundamental. Por eso, su matrimonio con un joven de muy buena familia resulta ser un desastre. Pero ella, dispuesta a no renunciar a ninguna de las dos cosas, emprende una carrera que le lleva a la búsqueda de un buen partido, pasando incluso por el abandono de su hijo y de su esposo. En ese camino, como ya he dicho, deja a su padre en una situación económico próxima a la ruina, ya que para seguir su tren de vida no dudó ni un momento en reclamar su derecho a ser subvencionada.

Siempre hubo un hombre en la vida de Undine, dispuesto a hacer realidad su ambición, y eso tampoco dice mucho de ellos. Pues si la muchacha se creía en el derecho de conseguir todos sus deseos y caprichos a través de sus patrañas y su belleza, ellos no eran capaces de resistirse a sus encantos o sus presiones. Al fin y al cabo, lo que recibían también debía ser muy valioso para los caballeros. Quizás el padre es el que me merece mayor lastima o comprensión, y desde luego su primer marido, un muchacho romántico, culto y que no encajaba mucho en la sociedad del dinero y del éxito. Pero los sucesivos amantes y maridos, francamente, no se merecían otra cosa que lo que obtuvieron: una bella muchacha, sin ninguna otra cualidad que sus hermosos ojos y su tez cuasi angelical, aunque inculta hasta la saciedad e incapaz de amar a nadie más que a sí misma.

Habría mucho más que hablar sobre esta estupenda historia, porque el marco cultural en el que se desarrolla es fundamental para entender las actitudes de unos y de otras. Lo dicho: una interesante lectura para comprender la mentalidad americana y las distancias culturales entre las clases altas del viejo continente y los nuevos ricos de la potente sociedad americana en el inicio del siglo XX.    

viernes, abril 9

¡Y no tiene novio...!

Con 91 años y no tiene novio, pero goza de un optimismo radical: está organizando su futuro. Ni corta ni perezosa se sienta ante una cámara de televisión y se dispone a charlar con Juan y Medio. Con una lucidez que sorprende, es capaz de seguir las ironías y bromas del presentador y se levanta de su asiento, presumiendo de un cuerpo todavía erguido y vigoroso, como invitando a los posibles pretendientes. Su relato es tan interesante que cualquier novelista o guionista de cine podría convertirlo en una novela o una película.
María se ha cansado de estar sola y prefiere, en lugar de agobiar a su hijo con sus demandas de atención, encontrar a alguien para poder compartir los años de regalo que la vida le ha concedido. Como es evidente, tiene una salud y una facha estupenda; vaya, que podría pasar por setenta y cinco años sin problema. Pero no, ella nació en 1919, así que su juventud transcurrió entre la Guerra Civil española y la posguerra. Malos tiempos para casi todo el mundo, pero ella no repara en ese pequeño detalle, sino que se centra en un acontecimiento que marcó su vida, más que la situación política y social del país: el amor.
María era una sirvienta, como tantas otras en aquella época, pero claro, con mucha más categoría, porque su señora era una Condesa…, pongamos que era la Condesa de Segura, por decir algo. Una gran señora, una mujer, como irónicamente remarca Juan: Guay. Pues eso, que resulta que siendo ella una simple criada, un joven muy aparente, se fijó en sus grandes ojos negros y la muchacha no pudo resistirse a sus encantos, a sus halagos y lisonjas, porque ¡vaya pico debía tener el tal Antonio!, que así se llamaba el pretendiente. Así que entre un paseo por la alameda, una conversación en la ventana y un descuido, pasó lo que tenía que pasar. Y ante los ojos desorbitados de Juan y Medio, María aclara que se quedó embarazada de aquel muchachito que se había ido a la ciudad para estudiar Medicina, pero se enamoró de una bonita y humilde sirvienta.
Juan no comprende, o hace como si no comprendiera, la importancia de ese detalle. Ella, María se lo aclara.
         - En aquellos tiempos un estudiante y una muchacha que estaba sirviendo no podían ser novios, no tenían futuro.

Por eso, Antonio escondió durante mucho tiempo cual era su ocupación, para que María accediera a convertirse en su novia.

Y llegó el drama. Cuando Antonio supo lo del embarazo, desapareció de la vida de María. Y es que había otra mujer en la vida del muchacho: su madre, una señora intransigente, clasista y posesiva, que se negó en rotundo a que el hijo, en quien tenía puesta toda su ilusión, para quien había planificado un gran futuro como médico, se convirtiera en el marido de una pobre criada.

La joven se marchó de la casa de la Condesa de Segura, una dama como Dios manda, de esas que iban a misa cada día y le gustaba ejercer el papel de madre con las chiquillas que vivían bajo su techo. Y es que María estaba avergonzada. Estar embarazada en los años cuarenta, sin haber pasado por el altar, era una de las manchas más tremendas que podía tener una mujer. Por eso no dijo nada y volvió a su pueblo, a la casa familiar. Su padre, un padre “Guay”, vuelve a repetir el presentador, la acoge y advierte a todos los hijos que quien no esté de acuerdo con su decisión puede marcharse.
Claro que la joven sólo se atrevía a salir a la calle cuando no había luz del día. Como una delincuente cualquiera, se movía por las angostas calles del pueblo, a esas horas en las que nadie podía reconocerla, bajo el gran pañolón que la cubría casi por completo.
A los nueve meses la muchacha se convirtió en la madre de una hermosa criatura, que no conocería a su padre hasta muchos años después. María volvió a comprobar el gran corazón de su señora, la Condesa de Segura; porque, ¿qué otro interés podría tener aquella mujer para volver a tenerla a su servicio, a ella, una mujer señalada y castigada por una sociedad hipócrita y mojigata? Necesariamente, la condesa debía tener una vocación filantrópica, o quizás sólo era una mujer caritativa…, o con sentido común, ¡quién sabe…! 
Y en la gran casa palacio, donde volvió a trabajar, María colocó una cuna junto a su cama. El hijo creció a su lado y ella no miró nunca a ningún hombre. Su vida estaba marcada para los restos por aquel error de que había otro responsable al que nadie pedía explicaciones. Bueno…, nadie nadie… no. Porque fue otra vez la Condesa, quien se puso en contacto con la familia del padre de la criatura e intentó ablandar el corazón de la “dama de hierro”. Esa mujer, la madre a quien Antonio, cobardemente obedecía, siguió empecinada y de nuevo humilló a María, negándole el lugar que le correspondía, como madre de su nieto.
Mientras tanto, María y Antonio se negaban a querer a nadie, permanecían a la espera de algún día poder encontrarse. Ella se enorgullece de esa renuncia, y levantando el dedo índice exclama:
               - ¡Y no fue porque no me salieran un puñao de novios...! , pero bastantes y buenos mozos...


Y hace gala de su fortaleza para mantenerse firme, frente a la debilidad del hombre, que siguió bajo la tutela manipuladora y chantajista de sus padres, hasta casi los cuarenta años. Sólo tras la muerte de sus progenitores fue capaz de hacer frente a su responsabilidad, de limpiar su culpa, de devolver a María lo que era suyo. Tal vez en ese gesto de haberse mantenido soltero, podemos perdonar a Antonio; quizás por eso pudo aceptarlo la mujer.
Al fin y al cabo estamos ante una historia de amor frustrado, arruinado por los convencionalismos de una época, pero también por la cobardía de un hombre que no se atrevió a desafiar el poder de la familia. Un ejemplo de cómo la tradición puede aniquilar una vida; porque, curiosamente, Antonio nunca acabó sus estudios. Abandonó la ciudad y acabó trabajando para sus padres. Sólo la muerte de éstos le posibilitó enmendar su culpa; por fin se atrevió a afrontar su responsabilidad, a cerrar un capítulo de su vida. Sólo 14 años pudo disfrutar de su hijo, los mismos que María se sintió acompañada y querida por su hombre. Había llegado demasiado tarde. Una enfermedad mortal se lo llevó con poco más de cincuenta años.