El taxi de Ramón el de “Chuchina” nos trasladó
a la estación de Baeza, el lugar más cercano donde llegaba el
tren. Emprendí esa aventura acompañada de mi padre. Con nosotros iban
otras dos personas: al mayor le llamaban Francisco el de
"El Chatillo". Una de sus hijas era muy amiga mía, pero
ella se quedaba en el pueblo con su madre y su hermana, hasta que el padre
encontrara trabajo y vivienda. El otro, era un muchacho algo más joven que
yo, de la familia de los Valdivia. No recuerdo nada más sobre él y tampoco
tengo ni idea de por dónde anda.
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El castillo de Bedmar |
Yo acababa de cumplir los quince años y dejaba atrás
el paisaje que me vio crecer y que tardé en descubrir: Sierra Mágina. Las
calles empedradas de la Carrera; el llano, en la parte alta de
El Terrero, lugar de mis juegos y correrías
infantiles, bajo la mirada atenta y escrutadora de mi abuela, que
no me quitaba ojo de encima; eso sí, siempre con su labor en las manos. Adiós
al viejo castillo; una imagen que era algo así como la seña de identidad del
pueblo. Todo lo que hasta ese momento había tenido valor para mí, lo iba a
perder: mi madre, mis abuelos, mis primas, mis amigas, mi hermanilla, a la
que desde pequeña aprendí a cuidar y proteger… Mi mundo estaba a punto de ser
engullido por ese otro del que sabía bien poco, casi nada: Barcelona.
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Bedmar en los años 50 |
Aquella
era la primera vez que veía un tren, y por supuesto, la primera vez que
viajaba en ese medio. Tal era el aislamiento y la sencillez en el que había
transcurrido mi vida hasta ese momento. A mi pueblo llegaban varios coches de
línea semanales y muy pocas personas disponían de vehículo propio. Es natural
que para una adolescente como yo, aquello fuese una auténtica aventura. Sólo
han transcurrido cuarenta y cinco años de eso, pero… ¡El país era tan
diferente…! Desde principio de los años sesenta, cuando tanta gente se tuvo
que marchar a trabajar a Alemania, Suiza, Francia, Cataluña, Navarra, País
Vasco, Madrid…, ya se oía hablar de El Sevillano; un tren en el que viajamos
miles de andaluces, camino del Levante y de Cataluña.
Mi memoria
no alcanza a recordar muchos detalles sobre cómo eran los vagones; quizás
pudiera hacer literatura y recrearlos, diciendo que sus asientos eran de
madera, que tenían unos departamentos, donde los viajeros intercambiaban todo
tipo de viandas y conversaciones, e intentaban de vez en cuando echar una
cabezadita, para aliviar el cansancio. Pero no, lo único que sí recuerdo con
claridad y debo contar es que, las veinticuatro horas que duró el viaje, transcurrieron
en el descansillo de uno de los vagones, sentados sobre las humildes maletas
de madera o de cartón, cuando no, encima de los bultos, bolsas, mantas y
demás bártulos, con los que nos marchábamos a la ciudad.
No es de
extrañar que a media noche te despertaras con alguna cabeza descansando sobre
tu brazo o tu hombro, según la altura del vecino; entonces, con disimulo, te
movías y cada cual se volvía a su lugar. Estoy segura que aquellos sencillos
roces no tenían la más mínima mala intención: simplemente el cansancio y la
postura no se podían aguantar de otro modo. Durante el día, procurábamos
movernos por los pasillos, por cierto, repletos de paquetes y abarrotados de
personas que iban de un lado para otro. No siempre era fácil tener a mano una
ventanilla donde asomarse y contemplar el variadísimo paisaje por el que
transitaba nuestro tren. Por eso, casi siempre, se compartía ese privilegio
con alguien y se aprovechaba para entablar conversación, incluso para hacer
alguna nueva y efímera amistad. ¡Eran tantas horas…! Mi encuentro con un muchacho moreno, de ojos negros, que debía tener
dieciséis o diecisiete años, es algo que no he olvidado. Estuvimos muy cerca
durante todo el viaje y tuvimos ocasión de hacernos con una ventana, en la
que pasamos varias horas contemplando el paisaje y charlando de nuestras
cosas.
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El Sevillano |
Al pasar por el Levante, cerca ya de Tarragona, el mar nos sorprendió
en plena conversación. Estaba anocheciendo y era difícil distinguir el
color del agua y delimitar con exactitud la línea del horizonte, cuyos
perfiles se teñían de distintas tonalidades, todas igual de hermosas. Es
difícil describir algo tan novedoso, la inmensidad, la terrible belleza de
aquella gran masa de agua, que hasta entonces sólo era una fantasía, una
imagen cinematográfica como mucho… La gente de tierra adentro, como es mi
caso, suele recordar ese momento mágico en el que se encuentra con el mar.
Para nosotros, es un medio ciertamente ajeno, siempre misterioso y que
percibimos como algo amenazante. Para mi compañero de viaje, aquello no era
nuevo. Se había marchado a Barcelona al cumplir los catorce años. Justo la
edad para poder empezar a trabajar; un alivio para sus padres, jornaleros sin
tierra y con un puñado de hijos que alimentar. No recuerdo su nombre, pero sí
que tenía un trabajo en Correos. Yo por entonces, además de joven, era muy
tímida, y mucho más con los chicos de mi edad. Sin embargo, pasamos mucho
tiempo charlando; él, haciendo gala de su experiencia en la ciudad, me
aconsejaba sobre cómo tenía que comportarme en el nuevo mundo que me
esperaba. Yo, escuchaba y compartía con él mis sueños, mis miedos…, y seguro
que las expectativas que me habían hecho abandonar mi casa, sin saber muy
bien qué me iba a encontrar. Gracias que al llegar a Barcelona, sabía que
habría alguien esperándonos.
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El barrio donde fui a vivir: La Verneda |
Mis tíos ya llevaban tres años viviendo en la
ciudad y nos acogerían en su casa, hasta que mi padre pudiera alquilar una
vivienda para todos. Sólo entonces mi madre, mi hermano, a punto de acabar
sus estudios, y la pequeña de la casa, se reunirían con nosotros. Mientras tanto,
mi padre y yo íbamos abriendo camino en la ciudad. No sé quién cuidaba a
quien, esa es la verdad, porque de pronto me convertí en ama de casa, ya que
los hombres en aquella época no se acercaban a la cocina y ni se acordaban de
que había que lavar la ropa o hacer la cama. El día 17 de abril de 1966,
sobre las 10 de la noche, llegamos a la Estación de Francia. Nos dirigimos,
en taxi, hacia el barrio donde vivían mis tíos. En el trayecto, el corazón
saltaba dentro de mi pecho, no precisamente de gozo, sino por la incertidumbre,
el desasosiego y el miedo que aquella situación me causaba. Me enfrentaba a
una nueva vida, pero con un nada desdeñable agravante: ya no tenía
a mi madre para marcarme el camino y para cuidar de mí. Creo que en esos
primeros momentos no fui consciente de la gran pérdida que suponía para mí lo
que dejaba atrás; tal vez porque era muy joven y tenía delante un mundo, que,
por un lado, me asustaba, pero que por otro, me atraía y estaba lleno de
promesas y posibilidades. Tenía que aprovecharlo.
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Teresa... Si cabe, después de leer éste relato, me siento más cercana a ti, sé lo que es, lo he vivido dos veces, me he emocionado.un abrazo
ResponderEliminarTeresa... Si cabe, después de leer éste relato, me siento más cercana a ti, sé lo que es, lo he vivido dos veces, me he emocionado.un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias por tus palabras, Antonia. Me anima a seguir escribiendo sobre la vida y las emociones.
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