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viernes, julio 16

Mi gata Lola

Su ausencia es vacío y silencio. Abro la puerta y no está esperándome. Ya no escucho sus pisadas sobre el parquet, deslizándose, como cualquier felino, casi en silencio. La echo de menos, cuando, en las tardes indolentes de este verano, me acomodo en el sofá para ver mi serie preferida. Su peso sobre mi regazo era una caricia. Su cuerpo, flexible y blando, se adaptaba, como un guante al hueco de mis muslos. En ese momento, más que dormida, parecía completamente en estado de ingravidez.
Todo cambió ese día en que dejó de comer y a partir de entonces casi desapareció, porque se arrinconó en un lugar solitario de la casa. Parecía estar diciendo: “dejadme tranquila” Se movía, sigilosamente, insegura, triste… se acercaba al plato de la comida y olisqueaba, sin probar bocado. Y yo, vigilante, la seguía para poder comprobar por mí misma su desgana. A veces, buscaba el frescor de la tierra en una maceta del balcón, pero luego ni siquiera se lavaba; un signo clarísimo de que ya no era la misma. Los gatos se asean varias veces al día; continuamente lamen y lamen distintas partes de su cuerpo y siempre están relucientes.
Lola tenía más de quince años, y un mal que afecta a muchas gatas, y que sólo se podía curar con una intervención quirúrgica. Hemos dudado, hemos consultado una segunda opinión y finalmente hemos decidido dejarla marchar sin sufrimiento. Ha cumplido su ciclo vital; la hemos querido, viajó con nosotros más de mil kilómetros, desde Catalunya a Andalucía, donde la rebautizamos con ese nombre tan flamenco: Lola. Aquí ha convivido con nosotros, entre las cuatro paredes de un pequeño apartamento; ella que vivió libre en el patio de una gran casa, corriendo por los tejados, subiendo y bajando árboles, comiendo en todas las casas vecinas… Adiós Lola. Te echaremos de menos.