¿De verdad que es necesario ese
lenguaje grosero, salpicado de tacos, uno tras otro, sin motivo, únicamente
como una forma habitual de relacionarse las personas? Me estoy refiriendo a la
película El olivo de Iciar
Bollain. No lo comprendo, y menos
tratándose de una directora inteligente y sensible. Si he de decir la verdad,
en esta ocasión, me decepciona. Curiosamente, una historia llena de
sensibilidad, cae en el exceso de violencia y grosería en el lenguaje.
Totalmente prescindible, en mi opinión.
La película, sin embargo, es bienintencionada y estéticamente bella.
Plantea varios temas, todos ellos importantes y que preocupan a las personas
sensibles y comprometidas con el mundo actual. A saber: la explotación sin
límites de naturaleza; la pérdida de los
valores tradicionales que vinculaban a
las personas a sus raíces; la avaricia
desmedida del liberalismo salvaje en el que mucha gente ha participado y que ha
producido esa nueva clase de los horteras, con grandes chalets con estatuas
imposibles en sus jardines; la falta de horizontes de una cierta juventud, cuyo
escape es banalidad pura; las siempre difíciles relaciones familiares; el Alzheimer, una terrible enfermedad, pero
también la metáfora sobre la pérdida de la memoria. Demasiados temas, demasiado
para poder profundizar en ellos y aportar algo que sea factible, que de verdad
abra alguna vía, que señale algún horizonte posible. La película tiene mensaje,
pero se queda en eso.
Sí, ya sé que el cine no tiene
por qué tener esa finalidad, pero personalmente este planteamiento de El olivo,
como una parábola me deja insatisfecha. Comprendo mejor al abuelo, mudo para
siempre, tras perder ese olivo, símbolo de sus raíces familiares, que a la
joven, obstinada, sin capacidad de escucha, oídos cerrados a cualquier
argumento que pusiera en cuestión su tozudez, no tanto inocente, como
absurda.
Me sonó como algo muy familiar
esa defensa del viejo a no deshacerse del olivo, a no vender ese árbol, que
había sido de sus padres, de sus abuelos, de los abuelos de sus abuelos… No hay
dinero que pueda comprar esa herencia genealógica. ¡No tiene precio!, esas
fueron sus palabras exactas. Me resonaban esas palabras, más allá de la
literalidad, porque quien ha vivido en una familia campesina y olivarera sabe
lo que significan. No se vende si no es preciso. Y tal vez por eso, la
generación más vieja se resiste a desprenderse en vida de ese patrimonio.
¿A quién le sirve las razones del
otro? Comprar una casa mejor, montar un negocio, pagar una deuda… No son
razones válidas para quien ve en un olivo, o unos olivos, algo simbólico,
intangible, casi espiritual, la razón de su vida. Incomprensible para una
generación que ya no tiene ese vínculo con el pasado; que vive en un presente
materialmente menos precario que el de sus mayores, pero lleno de necesidades
de las que resulta difícil escapar. ¿Cómo van a quedarse impasibles ante la
posibilidad de obtener un dinero fácil que les facilitaría realizar un proyecto
familiar para el futuro de sus hijos? ¿Vale más un olivo que sacar adelante su
propio negocio, aunque sea a costa de participar en una pequeña corrupción?
Ellos lo tienen claro, pero la joven se sitúa en esa honestidad moral de los
que solemos calificar como “puretas”.
Claro que sí, el olivo del abuelo
es “sagrado” y como tal intocable. Hasta tal punto es así, que no cesa en su
empeño de recuperar el árbol, a costa de
lo que sea. Ese “a costa de lo que sea”, no es ni más ni menos que usar el camión de
un tercero, para lanzarse a la carretera y recorrer Europa, con la convicción
irracional de que conseguiría retornar a casa con el olivo. A esto le llamo yo ser una persona de
“principios”, encomiable por un lado, claro que sí, pero peligroso y poco humano, por otro. Porque, ¿se
paró Alma a pensar un momento en qué “fregao” estaba metiendo a su tío y a su
amigo? ¿Se puso en la piel de alguno de ellos, antes de embarcarlos en la
estúpida aventura? ¿Pensó en las posibilidades reales de lo que intentaba
realizar?
Los principios están muy bien,
pero, al llevarlo a cabo, a menudo, chocan o pueden chocar con valores también
muy importantes y siempre, siempre, hay que medir las consecuencias, sobre todo
si éstas perjudicarán a un tercero. En este caso, Alma llevó a sus acompañantes
engañados. Escondió la verdad para conseguir su propósito. Forzó a su amigo a
tomar y usar un camión sin permiso de su dueño, que, para más inri, era la
persona que le daba trabajo. Sí, ya sabemos que el muchacho y el tío decidieron
por sí mismos acompañarla en su aventura. Eran adultos y responsables, pero sufrieron
la manipulación emocional de ella. Ambos la querían demasiado, quizás eso los
justifica.
Ahí Iciar Bollain no me convence.
Siempre quedan bien esas frases grandilocuentes de manual de autoayuda, como la
que pone en boca de uno de los personajes. Más o menos viene a decir que, a
veces, si quieres conseguir algo, te tienes que lanzar. O sea, que incluso
cuando caemos en la irracionalidad con tal de conseguir un deseo, un sueño, o
incluso llevar al límite nuestras razones, está justificado lanzarse. Pero bueno, si lo que ha querido hacer Iciar
es una fábula moderna, no tengo nada que decir.
Mis reflexiones tienen otra
mirada más realista al tema central de la película. Y por eso quiero señalar un
detalle que, por algo está en el personaje de Alma. Me refiero a lo de
arrancarse mechones de pelo. Está claro que es un trastorno de tipo obsesivo
compulsivo. Según parece, lo realizan algunas personas que tienen dificultad
para controlar sus impulsos. Es algo incontrolable, como puede ser morderse las
uñas, claro que en este caso se causan dolor y con ello sienten un alivio a su
estado de alteración nerviosa. Evidentemente, la joven tiene problemas
psicológicos que van más allá de ser nerviosa.
¿Qué ha querido decir Iciar con este detalle en la personalidad de Alma?
¿Quizás que hay que en esta vida hay que estar un poco “loco” para realizar
actos más o menos heroicos? Es una duda
que me ha quedado.
Maravilloso el trabajo que
realiza el actor que hace de viejo: Manuel Cucala, pero también la joven Anna
Castillo, la protagonista, que nos ofrece momentos llenos de sensibilidad y
emoción, y otros en los que destila rabia, y también alegría… Una actriz que va
a dar mucho en los próximos años, casi seguro. Javier Gutiérrez, impecable,
como siempre. En definitiva, todos están
estupendos y creíbles, en esta increíble historia.
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