Como
cada mañana, desde hace más de un año, se dirige lentamente a la estación. A
veces, sus pies no le responden con la celeridad que quisiera. Se siente cansada, saturada, un
poco harta de cargar con tantas obligaciones, y emocionalmente muy triste, desde
que decidió acabar con una relación que estaba herida de muerte.
Acaba
de estrenar un vestido que compró en un mercado callejero. Como siempre, se ha
esmerado en su arreglo. Su exótica piel morena y esos ojos tristes y profundos,
agradecen el colorido con que se suele adornar. Es consciente de que no pasa
desapercibida, pero también es tímida y no mira directamente a los rostros que,
adormecidos a primera hora de la mañana, viajan con ella en el mismo
vagón.
Busca
dentro del bolso color canela, como su piel, y agarra un libro con el que el
viaje se le hace más llevadero. Esta mañana ha salido algo más tarde y está
preocupada porque no llegará con tiempo a la reunión. De pronto, se siente
observada. Levanta los ojos de la página ciento cincuenta, casi al final de la
novela y sus miradas se cruzan. Él se ha sentado frente a ella, en la fila de
la derecha.
El
revisor lleva el uniforme y la máquina con la que comprueba que los viajeros
han pagado su billete. Pero hasta hoy no se había fijado en él; en sus ojos negros, en su porte de hombre
maduro, proporcionado, canoso y de rostro muy serio. Tendrá unos cuarenta y
tantos, piensa ella, mientras mantiene la mirada. Siente un pequeño
estremecimiento y se remueve en el asiento, intentando aparentar indiferencia.
Pero sabe que él sigue allí, mirándola fijamente, insistente, buscando su
respuesta. El viaje llega a su fin y se dispone a salir del vagón, con la
sensación de que sus piernas no le van a responder. Por suerte, él ha descendido
del tren, dispuesto a cumplir con sus obligaciones profesionales.
La
mañana transcurre entre la rutina de siempre y la evocación del viaje en tren.
Su mirada melancólica llama la atención de Ana, la joven y observadora
compañera, que sonríe, al tiempo que exclama divertida:
-
¡Hey, baja de las nubes, que hay trabajo!
Por
el momento no piensa compartir con nadie su experiencia. Le resulta incluso más
romántica. Prefiere guardarse esos mágicos momentos y esperar algún desenlace.
Por eso, ese día se despide como siempre, con un hasta mañana.
La
vuelta en tren le produce cierta desazón. No sabe qué va a encontrarse.
Desconoce el horario de su admirador, así que se dirige a su asiento y espera.
Pero no ocurre nada. Habrá que esperar a mañana, piensa, mientras se acomoda y
continúa con su novela en la página ciento cincuenta y uno.
La
cena transcurre en soledad, como casi siempre. Pero esta noche tiene la cabeza
en otro lugar. No deja de pensar en el revisor; en su mirada, en sus manos, en
la atractiva figura que podría describir con pelos y señales. Decide no ver la
tele, porque prefiere dormirse con esa imagen.
La
mañana pinta los cielos de colores brillantes y el mar tiene un vaivén que
invita a caminar por la orilla, recibiendo su suave y acariciadora brisa. Por
eso, en lugar de las laberínticas callejuelas de la ciudad, hoy ha tomado el
camino más largo, pero más agradable, bordeando las aguas tranquilas del
Atlántico.
Al
llegar a la estación, el corazón le late de una forma poco habitual. Teme y
desea encontrarse con la mirada escudriñadora y misteriosa del hombre. Sube al
tren y se acomoda en su asiento. Pero esta vez no abre la novela, que ya no
recuerda por dónde la llevaba. Mira a un lado y a otro; espera encontrarse con
su anónimo admirador. No lo ve. De pronto, siente su presencia muy cerca, casi
rozándola y mira hacia arriba. Y allí está.
-
Por
favor, ¿me da su bono?
-
¡Claro,
claro… , responde, mientras busca nerviosamente en el monedero.
Le
da el visto bueno y entonces, ¡Oh, entonces se sienta frente a ella!, en el
asiento inmediato, casi rozando sus piernas. El vagón va medio vacío, porque es
muy temprano. Ahora él le habla, le pregunta por su lugar de origen, por su
nombre… Le confiesa que desde que la vio por primera vez no puede dejar de
mirarla, porque le resulta muy guapa y exótica. Ella no puede más que
escucharlo y responder a su curiosidad, sin dar demasiados datos, pero con
intención de agradar. A las ocho de la mañana llega el tren a la ciudad donde
trabaja y se despiden con un hasta mañana.
En
la oficina ya no puede disimular y Anita la escucha con los ojos muy abiertos,
sin poder creerse la historia.
En
los días siguientes la pareja comparte detalles de sus historias personales,
aprovechando los escasos momentos en los que los vagones se descargan de
pasajeros y el revisor no tiene nada que hacer. Ella ansia no sabe qué, y
espera con ilusión los amaneceres al lado del mar; el momento en que el hombre
se acerca a ver su bono y le dirige unas palabras, siempre con una sonrisa que
no sabe cómo calificar, porque no es franca y abierta, como desearía.
Ya
conoce algunos datos sobre el revisor: no está casado, pero vive con una mujer
más joven que él, nació en un pueblo de Córdoba, donde le gustaría volver algún
día.
Le
agrada su compañía, su voz grave y su acento sureño, aunque menos suave que el
de las tierras bajas del Guadalquivir. No
hay duda de que, después de muchos meses, su cuerpo de mujer aún joven, se
siente vivo y receptivo al deseo masculino, pero tiene miedo de sufrir, como
otras veces y se muestra cautelosa. Hay erotismo en todos sus encuentros:
miradas, gestos, sonrisas, pequeños roces de manos, al intercambiar los bonos.
Lo más atrevido, una leve caricia en los
pies desnudos de la mujer, aprovechando el instante en que se sienta frente a
ella, en la última fila, lejos de miradas ajenas.
¿Cuál será el próximo paso?
Se pregunta, tras ese momento en el que no supo cómo reaccionar. Ya no pude dormir bien, su sueño no es
reparador, sino lleno de ensueños, fantasías, historias novelescas... Un amor…,
¿posible…? , imposible….?, ¿absurdo…?
Se pregunta, mientras da vueltas en la cama. Estaba dispuesta a tomar
las riendas de la historia, a ser protagonista de su desarrollo. Y cuando lo
tenía decidido, un día cualquiera, una mañana de esas en que el tren va más
lento de lo normal y la gente se
desplaza por la estación soñolienta y aburrida,
él no subió. El sueño se hizo añicos y los viajes en tren volvieron a
ser como tantos años habían sido; momentos para la lectura de historias
románticas, de novelas de esas en las que los amantes, al final de muchos
avatares, se encuentran y son
felices.
Una romántica historia con un final triste. Muchas vidas se cruzan en un instante, en una mirada, y luego cada uno sigue su silenciosa o bulliciosa existencia. Siempre quedará la duda de cómo hubiese sido esa historia de amor.
ResponderEliminarMe encantó leerte Teresa. Bienvenida de tus vacaciones.
Un beso grande.
(Si te descargas mi libro, que sepas que los relatos los tengo colgados en el blog, pero con ello colaboras con la Fundación Bolskan. Gracias).
Para la protagonista:
ResponderEliminarhttp://www.youtube.com/watch?v=_i7_0VbzdVk
SOY YO
Muy triste final. Me sentí identificada... Pero aún guardo la esperanza de que nuestras vidas vuelvan a cruzarse. Todos los días lo espero ahí en la estación.
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