Este
año la primavera se ha adelantado. Las siestas se están convirtiendo casi en una
necesidad para mí; el calor del sur me empuja hacia la indolencia, y el sofá se
convierte en un buen aliado. Adormecida aún,
miro las agujas del reloj, que se encargan de anunciarme el final de este
dulcísimo momento del día.
Cada
miércoles, desde que el otoño anunciara su llegada, tomo el autobús de línea
para viajar a la campiña. Por fin se acerca el final del proyecto sobre la
memoria personal de las mujeres. El trabajo tiene sus luces y sus sombras: es
evidente que me obliga a realizar constantes desplazamientos y eso me resulta
algo incómodo, pero disfruto cada día más de las charlas con las mujeres del pueblo.
Las entrevistas transcurren lentamente; durante el invierno, al calor de la
mesa camilla, y ahora que apunta la primavera, las macetas del patio se convierten
en compañeras de café y amena conversación.
Tengo
demasiado recientes las costumbres y los olores de mi ciudad, ese lugar del
Mediterráneo donde he pasado 40 años de mi vida. Pero no echo de menos casi
nada; porque en el fondo, lo que más me llena de mi vida actual es esta grata
sensación de búsqueda personal, de descubrimiento constante. La gran ciudad me producía una especie de vértigo
y un tremendo cansancio; cada vez que salía a la carretera sentía un gran
desasosiego, una inquietud que no soy capaz de explicar. Además empezaba a
perder interés por las cosas que antes me resultaban atractivas y excitantes; perdí
la alegría; de un modo casi imperceptible, se fue marchando, hasta que un día me miré al espejo y vi que mis
ojos ya no tenían brillo; noté que ya no reía a carcajadas, que el tiempo se me estaba escapando, sin
remedio…
Volver al paisaje de mi infancia se convirtió en casi una obsesión. Quizás no encontraría nada, tal vez aquello era una vana ilusión, pero la idea se fue transformando en una necesidad vital, hasta materializarse en un cambio real. Cerré la hermosa casa donde había vivido los últimos veinte años y me instalé muy cerca del mar, en el extremo sur del país.
Volver al paisaje de mi infancia se convirtió en casi una obsesión. Quizás no encontraría nada, tal vez aquello era una vana ilusión, pero la idea se fue transformando en una necesidad vital, hasta materializarse en un cambio real. Cerré la hermosa casa donde había vivido los últimos veinte años y me instalé muy cerca del mar, en el extremo sur del país.
Esta
tarde tuve que acelerar el paso para no perder el autobús. Como siempre, observo
al mismo grupo de mujeres relativamente jóvenes que se sientan siempre juntas y
charlan sobre sus cosas. Entre ellas hay una gran complicidad y me sorprende el
contenido y el tono de sus conversaciones, que suelen compartir con Pepe, el
chofer, un tipo de mediana edad, con aspecto bonachón y una risa
contagiosa.
El
autobús sale de la ciudad y se lanza a bastante velocidad por la angosta y, a
esa hora, concurrida carretera que lleva al valle. No puedo evitar un cierto
desasosiego; mis miedos de siempre vuelven, me acechan y me hacen estar en
alerta continua; pero esta vez logro sobreponerme
y me centró en lo que está pasando dentro del coche.
El
relato de una mujer me llama la atención. Pienso que debe de tener cerca de
setenta años, pero me resulta difícil calcular su edad real; eso sí, su piel tiene
el aspecto del cuero, de esos cueros que necesitan ser tratados con grasa de
vaca, para que se borren las huellas que sobre ellos ha dejado el paso del
tiempo. Ese detalle me hace pensar que se trata de una mujer que vive en el
campo, que no ha tenido una vida fácil, que tiene cosas más importantes en la
vida, que pensar en sí misma, en ponerse
guapa.
Relajada,
me olvido de las curvas de la carretera y me centro en el relato que la mujer
comparte con un grupo de viajeras y con el chofer. Sus palabras no denotaban
enfado alguno. Sin ningún tipo de pudor habla de su marido: del poco dinero que
le da ahora, “cuando antes, de
jóvenes, era una alegría los billetes
que me traía a casa”. La queja
resulta ambigua y además acaba aclarando que ella, con su pequeña paga
ya se apaña, que lo paga todo y que ayuda a sus hijos en lo que puede. Claro,
que además intenta aumentar sus ingresos y por eso se dedica a limpiar en algunas
casas.
Sus
compañeras de viaje no entienden que acepte la cicatería del marido y que a su
edad aún tenga que salir a trabajar fuera de casa. Ellas, y hasta el chofer, se lo hacen ver, incluso le dan ideas para
resolver esa injusticia a su favor. A pesar de lo trascendente de la
conversación, ésta transcurre entre bromas y risas, como si todos quisieran
quitar hierro al asunto.
Me
doy cuenta de que estoy siendo testigo de una conversación sobre temas
privados, en la que todo el mundo puede entrar, pero me siento una mera
observadora, que disfruta escuchando, sin poder intervenir. No he sido invitada
a participar. Sin embargo, en algún momento, no puedo evitar que mis labios
dibujen una tímida sonrisa.
Con
mucha guasa, haciendo gala de una fina ironía, la mujer explica de una forma
teatral, los ardides que suele utilizar, cuando quiere sacar algo de su marido.
Ella sabe cómo manejarlo.
- ¡ Fulanito,
que va a venir el de la electricidad!, ¡mira que van a cortar la luz!
-¡Fulanito, que
ya puedes ir llenando la bañera de agua, porque están a punto de cortarla!, así
que no abras la puerta a nadie.
La
conversación transcurre entre la narración de la mujer y las risas escandalosas
del conductor y las pasajeras, sentadas detrás de él, con el que muestran una
gran familiaridad. Me pregunto cual será la relación que tienen con él, porque
también lo llaman por su nombre de pila.
De
pronto, una joven se dirige al chofer, vociferando:
- ¡eh, Pepe, que no has parao donde te he dicho!, ¿piensas
llevarme hasta el pueblo?
En
plena carretera, sin apenas arcenes que den un poco de margen a los vehículos,
el autobús se para y deja a la joven
cerca del camino que lleva a su casa, en mitad del campo. Pocos metros después,
la mujer que antes explicaba sus “cuitas” con el marido pide parada. Debe de vivir en unas casas de campo que se ven
desde la carretera, pienso. Antes de bajar del coche, la mujer recuerda a Pepe
que le guarda aquellas gallinas que le encargó hace bastantes días. A gritos,
desde la carretera insiste:
- ¡Son buenísimas, ponen cada día una docena de huevos!
El
chofer le sigue la corriente, como queriendo
disimular. Y yo pienso para mí que Pepe debe de haber resuelto ya esa compra y no
tiene ganas de compromiso.
En
ese momento dirijo mi atención al paisaje. La tarde cae y los cielos del inmenso
llano se colorean de toda la gama que permite el rojo grana. El verde de las
siembras se oscurece por momentos. De vez en cuando una encina solitaria rompe
la monotonía del llano y lo hace más hermoso si cabe.
No puedo, ni quiero evitar seguir escuchando las conversaciones; sonrío de vez en cuando, pero sigo sin intervenir: Deben de pensar que soy un bicho raro, me digo a mí misma. Porque en el autobús todos hablan entre ellos y hacen bromas continuamente.
No puedo, ni quiero evitar seguir escuchando las conversaciones; sonrío de vez en cuando, pero sigo sin intervenir: Deben de pensar que soy un bicho raro, me digo a mí misma. Porque en el autobús todos hablan entre ellos y hacen bromas continuamente.
De
pronto, Pepe, el conductor grita con
alborozo:
-
¡mirad, mirad, conehos, conehos!, uno, dos, tres… qué
cantidad de conehos!
Las
mujeres miran sorprendidas a los sembrados y,
efectivamente, todas ven los conejos; menos yo, que me vuelve loca mirando, mirando y nada, ni
uno. Pero Pepe sigue hablando de conejos: que
a él le encanta el guiso de arroz con conejo, que su mujer lo guisa muy bien...
Las mujeres se enfrascan en una conversación culinaria; cada cual comenta cual
es su comida preferida y cuales sus pequeñas fobias y manías, mientras el
autobús se acerca al final del trayecto: un pequeño pueblo blanco, en medio de
la inmensa y verde llanura.
Anochece
y lentamente me dirijo a la parada del autobús. Ha sido una tarde llena de
emociones; como otras muchas, pero la historia que me ha contado Juana me ha
dejado llena de dudas, confundida y triste.
Francamente, no se qué pensar sobre sus silencios, sobre las medias palabras,
los lapsus y falta de coherencia de algunas fechas y acontecimientos de su vida.
En el camino, no me detengo a mirar ninguno de los detalles que otros días
llaman mi atención: las pequeñas y blancas casitas, los patios, los limoneros.
Absorta en mis pensamientos, sin darme apenas cuenta, he llegado a la parada del autobús. De nuevo es Pepe quien conduce el vehículo, que a esta hora no lleva más de seis personas Observo que hay dos mujeres, sentadas justo detrás del conductor y, como siempre, escucho la conversación que ya han iniciado cuando me incorporo al viaje.
Absorta en mis pensamientos, sin darme apenas cuenta, he llegado a la parada del autobús. De nuevo es Pepe quien conduce el vehículo, que a esta hora no lleva más de seis personas Observo que hay dos mujeres, sentadas justo detrás del conductor y, como siempre, escucho la conversación que ya han iniciado cuando me incorporo al viaje.
- Pepe, que hoy es San
Valentín, ¿qué le vas a regalar a tu mujer?
Al
hombre le parece normal eso de tener que comprar un regalo para el día de San
Valentín, y va pensando en voz alta lo que puede comprar para su mujer, antes
de llegar a casa para la cena. Las mujeres hablan de los detalles entre las
parejas, de lo importante que es mantener vivo el amor. De nuevo la
conversación transcurre entre risotadas
y bromas. Ellas advierten a Pepe que con una rosa sería suficiente para dejar
contenta a su esposa:
- A las mujeres nos gustan los pequeños detalles y los
hombres nos tienen que cuidar, porque ya estamos en otros tiempos y si no, nos
largamos; ¡que hoy no aguantamos como antes!
Él
responde con su desparpajo sureño, utilizando una imagen muy curiosa:
-
¡Es que a las mujeres les gusta más una mudanza…!
Las
risas ahora se convierten en sonoras carcajadas. Es
curioso, pienso, cómo este hombre puede tener ese humor cuando lleva
diez horas conduciendo, como él mismo se ha encargado ya de aclarar. En ese momento ya estoy participando
del jolgorio, añadiéndome a la risa colectiva.
De
nuevo Pepe muestra su gusto por la buena vida y confiesa que a él el mejor
regalo que se le puede hacer es una buena comida; es su pequeña filosofía, que también comparte con los viajeros:
- Que la vida son dos días y como a mí lo que más me
satisface es la buena comida, pues no me privo de nada. Yo no tendré dinero,
pero disfruto de todo lo que me apetece.
La
noche se ha echado encima y advierto que el tráfico es casi inexistente. Pero
la carretera sigue dándome cierto desasosiego. Por eso me sobresalto cada vez que se cruza otro
vehículo, sobre todo si es grande. Sin embargo, Pepe conoce cada tramo del
camino. Tranquilamente coge el móvil y empieza una conversación con alguien a
quien pide que limpie bien no sé qué coche. “Debe de ser un mecánico que le está poniendo a punto un vehículo propio”,
pienso. Mientras, él conduce con una
sola mano y yo estoy pendiente de todo, porque esa forma de conducir me proporciona
una cierta inquietud. Luego, Pepe se queja de lo poco cuidadosa que es la gente
con la limpieza, que a él una de las cosas que más le molestan es la suciedad,
y bla bla bla … Las mujeres bajan en una pequeña población de la zona.
El viaje, como otros días, está resultando toda una aventura. Además del paisaje humano, disfruto descubriendo esos pequeños pueblos, como puntos blancos en el inmenso verde del valle, con casitas que parecen de juguete, una pequeña iglesia y una plaza encantadora de planta cuadrada, con arcos y portales. En ocasiones, me descubro completamente ensimismada mirando cada detalle, la belleza más genuina, la sencillez de las cosas pequeñas.
El viaje, como otros días, está resultando toda una aventura. Además del paisaje humano, disfruto descubriendo esos pequeños pueblos, como puntos blancos en el inmenso verde del valle, con casitas que parecen de juguete, una pequeña iglesia y una plaza encantadora de planta cuadrada, con arcos y portales. En ocasiones, me descubro completamente ensimismada mirando cada detalle, la belleza más genuina, la sencillez de las cosas pequeñas.
Ahora
un chico joven, sentado al lado derecho de Pepe, en el primer asiento, comenta
con él algo sobre su trabajo. No hay duda,
pienso: se conocen. El muchacho está
buscando a su jefe, con el que ha quedado por “allí”, en alguna de las
innumerables ventas del camino. Como conoce el coche que lleva, cree que lo verá aparcado por alguno de los
descampados cercanos a la carretera. Pepe va observando el panorama, buscando el
coche del hombre al que busca el pasajero. Y lo encuentra, ¡vaya si lo
encuentra!
-
¡Ahí está, para! – le dice el muchacho.
Pepe
no lo duda, frena el autobús, y advierte al joven que lo que tiene que hacer es sacarse
el “carné”, ahora que tiene tiempo.
Quedan
apenas dos o tres kilómetros y la situación es algo embarazosa. Hasta ese
momento la conversación ha sido continuada y ahora… me he quedado sola con el
chofer y ninguno de los dos sabe de qué
hablar. Finalmente Pepe se queja de las locuras que hacen algunos jóvenes
conduciendo, refiriéndose a uno que se cruza en su camino. Luego…
silencio, hasta que le anuncio que bajo en la parada siguiente, a cinco
minutos de mi casa. Son las nueve de la noche y desciendo del autobús, respiro
tranquila, sonrío y sigo mi camino…
NOTA: Este relato lo escribí hace dos o tres años, pero lo he puesto al día y he añadido fotografías adecuadas, para que los lectores lo tengan a mano.
El relato está genial. Y la siesta que comentas, pues yo no soy de ella, pero con estos calores, ya lo creo que apetece.
ResponderEliminarBesitos.
Me gusta este relato por su frescura y por como se capta por todos los sentidos.
ResponderEliminarEnhorabuena Teresa, por la sobriedad y sencillez con la que describes EL REGRESO.
Gracias Miguel y Bienvenido a mi ventana.
EliminarPor un momento me senti transportado al asiento del autobus.
ResponderEliminarSOY YO.
Es maravilloso que asomándonos a una VENTANA podamos "transportarnos" así, JA,JA!!!
EliminarSaludos ;-)
A que si es maravilloso !!!
EliminarY porque la tiene abierta (la ventana claro), sino estampao contra los cristales.
Otro Saludo.
SOY YO
¡Desde luego... vaya humor! Pues nada, que siga.
EliminarBesitos varios para todos y todas
Qué bonitooooooo!!!, me encanta..., he tenido la impresión al leerlo de vivirlo. No sé, algo extraño y un poco mágico.
ResponderEliminarUn abrazo amiga.
Gracias a todos. La verdad es que, aunque parezca mentira, es la pura realidad de este sur tan vitalista.
ResponderEliminar!Qué bonita entrada!, como dice SOY YO, también he tenido la sensación e viajar en el autobús e ir divisando paisajes y animales, todo acompañado de la risa.
ResponderEliminarAunque no te he dejado comentarios en los últimos tiempos, te sigo, y me encanta tu variopinta ventana, cargada de buenas sensaciones e informaciones.
Un saludo muy cordial.
Es un placer para mi poder hacer pasar un buen rato a otras personas que ni siquiera conozco. Es un aliciente para seguir poniendo palabras a mis experiencias y mis aficiones.
EliminarUn abrazo, amiga
Hola, estupendo, que alegria da solo leerlo, así que vivrlo ni te cuento, estas mujeres que hablan en voz alta son un encanto, dan vida y comparten alegria. La verdad es que por aquí eso no lo ves, y el silencio más austero sin ni tan solo un saludo a la entrada me ha hecho muchas veces pensar ,,QUE DIFERENCIA,,,
ResponderEliminarGuapa,Un abrazo.....
Gracias por tus palabras. Seguro que a ti te encatan esos "saraos" que explico. Que tu eres muy pueblerina... jajaja.
Eliminarun beso
Un saludo Mariquilla, da gusto que te asomes por aquí...
EliminarYo soy fija, porque esta ventanita tiene "glamour" y en ella se aprende, y se goza de mucha, mucha cultura de la buena.
No es sólo la amistad lo que me une, en serio!!!.
Esta ventana virtual que abres al mundo y llega a muchos sitios, es como dice Mar muy variopinta y en ella "la paso" genial cuando me asomo.
Un abrazo desde este sur..., en el que no nos morimos..., porque somos de una fibra especial..., "menuda caló chiquilla"