sábado, octubre 22

Toda una vida

 Han pasado muchos años y me gusta ver esas caras sonrientes; más que sonrientes. Son rostros jóvenes llenos de felicidad e ilusión compartida. Había pasado poco tiempo, poco más de dos meses y estábamos construyendo nuestra vida. Siempre habíamos pensado en una existencia más auténtica que las que acostumbrábamos a tener cerca: padres, hermanos, amigos...Éramos tan  ilusos que nos creíamos mejores, diferentes, capaces de superar cualquier cosa que la vida nos deparase. Y es que no habíamos vivido nada. Veintiuno y veintitrés años, pero inocentes como cualquier adolescente. Fue la nuestra una adolescencia en nada parecida a la que viven ahora los jóvenes de esa edad. Yo trabajando desde los quince años, él un poco más tarde, pero con un peso de responsabilidad desde niños, porque nuestra familia era así. Nos educaron en el esfuerzo, en la austeridad, en la renuncia a los deseos más personales cuando estaban en juego otras cosas, como las necesidades de los demás. Eso que tanto se valora ahora, los sueños... Qué palabra tan alejada de nuestro vocabulario. Yo no recuerdo tener sueños. Si a caso luchaba para acercarme lo más posible a una vida confortable; la que nunca tuve. Para eso sabía que tenía que esforzarme. Él quería convertirse en el hombre capaz de sacar adelante su familia. Y trabajaba con ese fin. Renunció desde el principio a seguir el camino trazado por su familia y el colegio: el Magisterio. Y así, de la mano, salíamos antes de las siete de la mañana hacia el trabajo, a través del cual íbamos construyéndonos como personas adultas y consiguiendo metas profesionales. 
No fue fácil. Lo fue en la primera etapa de enamoramiento y novedad. Lo aprendimos casi todo juntos. Descubrimos los misterios de la sexualidad entre un hombre y una mujer, investigando, equivocándonos, riéndonos juntos de nuestra torpeza y aprendiendo sobre nuestros cuerpos a base de mucha práctica y del deseo y la pasión que nos acompañaron durante mucho tiempo.  

Y muy pronto supimos lo que era hacernos cargo de una criatura. Demasiado pronto. Un poco más de un año y ya teníamos un hijo. No éramos conscientes de nuestra juventud. Al contrario. Pensábamos que éramos el colmo de la madurez. El día a día nos fue poniendo los pies en el suelo. Un  bebé requiere mucha atención. Entrar en la vida requiere una adaptación para las criaturas, y no siempre es fácil . Dormir poco, noches de fiebre, visitas médicas, pérdida de peso, operación de amígdalas... Por suerte, nuestro hijo fue siempre una criatura alegre, sociable, inteligente, que se adaptó a la vida escolar sin problemas. Los primeros cuatro años yo era un ama de casa, dedicada al cuidado de los mis. 
Antes de cumplir los treinta, habíamos sufrido dos pérdidas. Dos embarazos que no llegaron a término y que me sumieron, especialmente a mí, en una tristeza infinita. Reconozco que para él no era fácil acceder a los sentimientos que provocaban en mi esas experiencias tan dolorosas. Lo llevamos lo mejor que supimos. Y seguíamos siendo muy jóvenes para tanto dolor.  
Mi ingreso en la universidad marca un antes y un después en nuestra historia. Tenía 26 años. Para mí es un gran impulso, una puerta abierta a un mundo hasta entonces desconocido. Salir del reducto del hogar, de la protección, de la seguridad. Para él, a pesar de que el causante, el que estaba convencido de que estudiar era mi camino y que lo podía conseguir con su ayuda, supuso un cierto desasosiego emocional. Se sintió inseguro ante la nueva experiencia. Sabía, o intuía que los nuevos aires iban a hacer tambalear nuestro bienestar. Y no estaba equivocado. Su salud se resintió, mientras yo conseguía superar los cursos universitarios con total normalidad y conectaba con un nuevo ambiente. Todo ello en plena transición del final del franquismo. Muchos cambios, nuevos valores, miedo a perder. Su apoyo fue fundamental, creía en mí más que yo misma. Fueron años extraordinarios y al mismo tiempo complicados. La primera crisis nos visitó y al final, en el último curso, terminando la carrera nos sorprendió un nuevo embarazo. Con las experiencias pasadas a mi espalda, me costó dar la bienvenida a un nuevo hijo. Además, no queríamos utilizarlo como un parche para solucionar nuestros problemas de pareja.


Ahora, con la distancia del tiempo, lo veo normal. Habían pasado los primeros años de enamoramiento. Más de diez. ¿Cómo íbamos a ser inmunes a la monotonía y a los problemas que provoca cualquier convivencia? Y nos dispusimos a recibir una nueva vida y llevarla de la mano, a pesar de todo. No hay duda de que hasta aquí se puede hablar de una primera fase de nuestra vida en común. Para entonces ambos nos habíamos hecho mayores. Ya no éramos aquellos jovencitos que creían en el amor eterno. 
En una nueva casa, lejos de la ciudad, iniciamos otra etapa, tal vez la más difícil de nuestra historia. Teníamos que descubrir quienes éramos como individuos. Se podría decir que es la época en la que dos personas cuya vida estaba centrada en mantener un hogar, dos hijos, un trabajo y cierta esperanza en el futuro, se buscan a sí mismos como seres individuales. Ese camino podía llevarnos a ciertos descubrimientos que ponían en cuestión lo que hasta entonces había sido casi sagrado. Una nueva pérdida, la más dramática. Un embarazo que yo no pude aceptar. El momento no podía ser más inoportuno por llamarle de algún modo. Por mi parte, me vi incapaz de volver a pasar por otra maternidad. 
En un viaje con mi amiga al norte de España Año 1985
Al tiempo que yo iniciaba mi vida profesional tras los estudios universitarios, una crisis económica dejaba sin trabajo a M. La decisión de aceptar un puesto lejos de casa, tuvo que ver con una necesidad de distanciarnos un tiempo. Distancia, soledad, responsabilidad de dos niños... No puedo escribirlo en pocas líneas. Me recuerdo a mí misma con una gran tristeza, y a él con aquel ansia de volver los fines de semana a su refugio, a su casa, a su mujer, a sus niños... Sufrimos mucho. Ambos. Cada cual a su manera, pero seguíamos empeñados en querernos. Hay una imagen del video en el que él sonríe y yo lo intento, pero mis ojos están faltos de alegría. Está tomada en una celebración  con su familia. La foto siempre me recuerda a esa época. 

Tuvimos que recomponernos a su vuelta a casa tras un año de separación. Necesitamos ayuda psicológica. La vida se nos hizo muy difícil. El trabajo de M. no ayudaba, porque no tenía horarios. Era una dedicación absoluta. Nunca sabías cuando iba a volver a casa a dormir y sus viajes al extranjero yo los vivía muy mal. Eso sí, ganaba mucho dinero. Suficiente para mantener aquella casa y disponer de todo lo que nos apetecía. El precio que pagó y pagamos todos por mantener un buen nivel de vida fue excesivo. Además nunca se sintió apoyado por mí. Mi idea de una buena vida distaba mucho de aquel trajín estresante. No nos entendíamos porque él se empeñaba en que eso no podía cambiarlo. 
También yo me involucré con pasión en mis clases. La docencia me daba muchísimo trabajo y preocupaciones. Trataba de tapar mi inseguridad con montones de lecturas que me mantenían ocupada muchísimo tiempo. Mientras, nuestros hijos supongo que andaban algo desorientados, sin saber qué pasaba. Felices no. Al menos el grande, que ya se había convertido en un adolescente universitario. El pequeño era feliz. Tenía una vida de juegos y escuela sin problemas. Ninguno de los dos nos dio problemas dignos de ser reseñados. Pero eso no significa que el entorno en el que vivían lo cotidiano fuese el mejor.  
Recuerdo que debía yo tener unos cuarenta y ocho años más o menos cuando planteé que a los cincuenta, yo cambiaba de vida y si no me acompañaban ellos, lo haría sola. Mi proyecto se situaba en Andalucía, donde me ilusionaba volver a vivir una vida más placentera. Ya no aguantaba. Estaba agotada y falta de alegría. Estaba segura de que el cambio nos vendría bien porque en el contexto en el que vivíamos era imposible seguir. Nuestra salud física y mental estaba en juego. 
Ese proyecto se materializó en 2003. Ese verano me marché con una amiga a Jerez unos días y estuvimos viendo pisos. Cuando llegó M. casi estaba decidido. Volvimos a Barcelona con dos propuestas que nos interesaban y en pocos días decidimos. Compramos un piso muy céntrico y a un precio muy bueno. Esa decisión coincidió con un cambio en el trabajo de los dos. La Escuela Universitaria de Trabajo Social, donde había dado clases durante 15 años, cerró sus puertas y despidió a mucho personal. Entre las personas despedidas estaba yo. Él también tomó una decisión muy trascendente: se marchó de su trabajo e inició una pequeña empresa por su cuenta. 
Durante un año (2004) se fue fraguando el viaje al sur. Nuestros hijos ya volaban solos. El mayor vivía con su pareja y el pequeño, con veinte años se empeñó en marcharse a París a estudiar. Ambas cosas nos facilitaron la despedida. Estábamos solos, así que no importaba el lugar y, especialmente yo, estaba muy ilusionada con mi nueva ciudad. Sólo la vejez de mi madre nos preocupaba, ya que cuidábamos de ella durante unos meses al año. Sin embargo, de forma repentina y rápida, al llegar a Jerez, nos dejó. Una experiencia a la vez triste y liberadora para mí. 

Y empieza una nueva fase en nuestra vida. La madurez; una madurez que lejos de situarse en la pasividad, inició un nuevo camino lleno de proyectos y energías renovadas. También nuestra relación se transformó y mejoró ostensiblemente. Solos y sin las trabas de hijos, padres y familia. En un lugar completamente nuevo. 
Nuestra vida en Jerez (ya son 18 años) es una etapa placentera. Quizás los primeros años de casados pueden compararse en cuanto a sentirnos a gusto juntos. Nada que ver con el estilo de vida de la gran Barcelona. Recuerdo los primeros años como un tiempo de descubrimientos, de disfrutar de todo lo que nunca había vivido: el sur en todo su tipismo; la tranquilidad de ir caminando hasta la oficina de la empresa de M. El mercado y las calles adyacentes, llenas de vida por las mañanas, la feria, la Semana Santa. Ha sido también una época  de viajes, de disfrutar de tiempo libre. El amor tiene muchas caras y nosotros hemos podido conocerlas. La pasión y la atracción de los primeros años; eso que muchos confunden con el amor, es sólo una preparación. Si tienes paciencia, pronto te das de bruces con los pequeños o grandes problemas  que tiene la convivencia. Ya no tiene muchos secretos esa persona que al principio era un misterio a descubrir y la vida con hijos se llena de preocupaciones, noches sin dormir, obligaciones... Llegas a la madurez sin darte mucha cuenta y en el camino han quedado las idealizaciones. Para llegar a cumplir 50 años de convivencia hay que tener claro el proyecto que iniciasteis llenos de juventud,  esperanza y desconocimiento de la vida. Decía Erich From en su libro El Arte de Amar.  "Amar no es sólo un sentimiento, es una decisión, un juicio, una promesa" . Yo lo he experimentado así. Pero me ha costado mucho sufrimiento descubrirlo y aceptarlo. 
Ahora afrontamos la vejez de forma bastante aceptable en salud y en aceptación de lo que cada cual es y que no va a cambiar.  Ser uno mismo, sin dejar de ser dos, es la paradoja del amor, según Erich From. Y quizás tenga razón.                          

              
     

1 comentario:

  1. Muy buen retrato de lo que supuso vivir la mitad de una vida, más bien dos vidas, en los años 50.Olía todavia a puchero en el hogar, aunque tu fueras de las "modernas" que lo abandonara muy pronto. Otras vivíamos todavía oliendo a rancio y siguiendo la ruta marcada, aunque nos rebeláramos .Te felicito por desempolvar esos recuerdos y por llegar juntos hasta aquí.Un abrazo para Manolo y para ti.

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