domingo, junio 6

Volver

He vuelto. Un verano sofocante, como tantos otros. Mi hijo mayor ya tiene quince años. Soy una mujer joven de treinta y tantos y hasta ahora no me había atrevido a regresar a esta huerta, que formó parte de mi infancia. No recuerdo quién dijo que no hay que volver a los lugares donde hemos sido felices. No estoy segura. El caso es que le tenía miedo a este encuentro con mi infancia, con esos recuerdos ya desenfocados de un tiempo de cerezas, de higos chorreando su néctar a primera hora de la mañana, de cañaverales poblados de follaje, donde buscábamos pasar desapercibidos, escondrijos perfectos para la fantasía infantil, y también para hacer nuestras necesidades fisiológicas sin ser observados. Muy cerca, el agua transparente del río corre sinuosamente por el estrecho valle, formando meandros, pozos, pequeños recovecos que los niños aprovechan para zambullirse, a pesar de los avisos de las madres. El peligro era mínimo, pero en aquel pequeño universo todo resultaba amenazante. Será por eso por lo que siempre he sido tan cobarde. Tengo miedo a las alturas, a zambullirme en el agua y dejarme ir, disfrutando de la caricia del mar. No me atrae la aventura, siempre he vivido con la prudencia como compañera. Muchas veces me pregunto cómo es que nunca he sufrido ningún accidente de esos tan propios de la infancia con los que te puedes romper un brazo, una pierna, o por lo menos hacerte una saja de esas que requieren puntos. Así es. Para mí era más seguro seguir los consejos sobre los peligros que nos rodeaban y que había que evitar siendo muy obediente. Esa es la palabra: obediente. Una niña que no saca los pies del plato, que no investiga, que no arriesga, que no siente curiosidad por lo desconocido.


Pero allí, en la huerta, excepto las pozas del rio, estaba fuera de peligro. Con mis primas y mi hermana nos asomábamos a verlo correr, dulcemente, sin un signo que anunciara que podría convertirse en un enemigo. Y por eso, nosotras íbamos seguras, decididas y alegres, con nuestro cubo, a capturar pequeñas ranas, a las que luego volvíamos a dejar libres. Ese momento de acercarnos sigilosamente hasta la piedra donde el anfibio tomaba el sol, sin sospechar que alguien podría hacerle daño, era muy emocionante. Nos arrastrábamos hasta el lugar, emulando a un reptil, hasta que la mano traicionera de una de nosotras lograba dejar al animalito fuera de juego. Nos divertía ver a la ranita dar saltos en el cubo.

Era un juego inocente, desprovisto de malicia ni ánimo de maltrato. Esa era la relación más íntima que teníamos con el arroyuelo, donde sólo nos aventurábamos para remojarnos los pies y cazar pacíficas  ranitas. Lo más emocionante de esos ratos en la ribera era pasar de un lado al otro del rio. Saltar de uno en uno los cantos rodados, sorteando la posibilidad de caer al agua y volver a casa empapadas, era todo un reto. A pesar de todo,  lo hacíamos algunas veces para ir al viejo molino a comprar el pan de la semana. Un viaje extraordinario por un camino paralelo al rio, a lo largo del cual descubríamos otras huertas, con sus pequeños cortijos, con la puerta abierta y los vecinos recibiéndonos con una sonrisa siempre amable. Ese recorrido nunca lo hice sola. Siempre iba con alguna de mis primas y mi hermana pequeña.

La vida allí era muy sencilla. Teníamos lo imprescindible para pasar el verano cerca del vergel que había que cuidar para que diera sus frutos. De eso se cuidaba mi abuelo y mi padre. Los niños varones también ayudaban en las tareas más sencillas, como el riego a última hora de la tarde y la recogida de fruta y hortalizas para llevar al mercado. Eran los únicos ingresos con los que contábamos. No echábamos de menos el agua corriente y el cuarto de baño, porque tampoco la teníamos en la casa del pueblo. La comida era tarea de mi madre y de mi abuela. Ambas se encargaban de preparar el fuego y cocinar lo que daba la tierra. Autoabastecimiento puro.

Y el tiempo se alargaba en el campo. El juego era el único trabajo que teníamos las niñas. A veces, una pequeña ayuda, como fregar los platos, los cubiertos y las sartenes en la acequia que corría entre el cortijo de mis abuelos y el de mis padres. El jabón apenas se usaba para ese menester; la tierra era su sustituta y dejaba todo el servicio reluciente. También allí lavábamos la ropa con el jabón que elaboraba la abuela Teresa. En esas tareas, las niñas ensayábamos nuestro rol de mujeres. Que yo recuerde, nunca sentí que era un trabajo fastidioso. Formaba parte del juego.

Al llegar la noche, un negrísimo cielo estrellado acompañaba nuestro descanso en el llano, esperando el sueño reparador, a veces, sobre un viejo colchón tendido bajo el arandal, huyendo del calor del humilde cortijo. Allí cabía todo el que quisiera dormir al fresco y taparse al amanecer, cuando el sol despuntaba por el horizonte.

Por todo esto hoy, al volver al lugar, no he podido, ni he querido reprimir las lágrimas. He buscado la higuera donde jugaba con mis primas; era un árbol no muy grande, cuyas ramas nos ofrecían seguridad y que nosotras revestíamos de fantasía convirtiéndolo en un espacio para inventar historias. No la he reconocido. O la imaginaba de otro tamaño. Nada era como yo lo recordaba. Todo había desaparecido. El tiempo es así de voraz y devastador. Acaba incluso con los trozos de vida de unas niñas que un día fueron felices confundidas con  la naturaleza.                      


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