Recordando la noche de Todos los Santos, hace dos años, en casa de Micaela y Pedro. Momentos inolvidables.
Mes de
noviembre. Final del trayecto. Han sido meses de un viaje cuyo recorrido me ha
llevado a escenarios e historias con las que crecí. Ha sido un reencuentro con
multitud de vivencias, no exactamente olvidadas, sino veladas, ocultas por el
paso inexorable del tiempo. Adentrarse en la memoria, es como encontrarse ante
los hilos de un ovillo que necesita ser desenredado para crear una labor. Hay
que proponérselo, tener la determinación suficiente para no perder el interés
que te ha llevado a esa tarea y poner todo el empeño en conseguir romper la
maraña. Creo que esta imagen se parece bastante al trabajo que he venido
realizando durante este año, ya a punto de finalizar.
Los primeros pasos
de este largo y apasionante viaje por la memoria migratoria de los bedmareños,
fueron en Barcelona, y a punto de llegar a mí destino, he pasado por Bedmar. Un
precioso broche que cierra el proceso de una forma que no había planeado, que
me ha devuelto las imágenes más genuinas de mi pueblo y, sobre todo, ha sido la
confirmación de que, efectivamente, tal y como ha quedado reflejado en este
libro, el vínculo de los bedmareños con su terruño y con las tradiciones
heredadas de sus mayores, sigue vivo.
A final de
octubre, coincidiendo con el último domingo de ese mes, el pueblo de Bedmar
traslada la imagen de la Virgen de Cuadros al santuario que lleva su nombre, en
un hermoso paraje, en plena Sierra Mágina. Cada año se repite el ritual y se
renueva el fervor de los lugareños hacia su Patrona. El rito no solo une a los
nacidos en esa población, sino a los vecinos de las poblaciones cercanas, que
suelen participar de un día festivo, más allá de la práctica puramente
espiritual.
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Despidiendo a la patrona |
En realidad se trata de una celebración entre lo profano y lo
sagrado, como tantas otras prácticas propias de la religiosidad popular, que
congrega a creyentes y no creyentes, y que sirve para reforzar los sentimientos
identitarios de los bedmareños. Independientemente de las creencias más
íntimas, de las diferencias ideológicas, sociales o culturales, este pueblo
despide cada final de octubre a esa madre simbólica, en un adiós en el que se
palpa una gran dosis de emocionalidad y fervor colectivos. Luego, el camino
hacia el santuario, es todo fiesta, alegría y sociabilidad, y al llegar a la
ermita, el repique de campanas, los fuegos artificiales, los vivas y el entusiasmo
de los romeros, se derraman desde la lonja, repleta de visitantes, hasta las laderas más próximas al santuario y los caminos que llevan al
río, donde los más jóvenes disfrutan de un día de libertad en contacto con la
naturaleza.
Tiene sentido
que los emigrantes quieran estar presentes en una celebración de esta
naturaleza. Algunos casi no recuerdan la romería, porque se fueron siendo
niños, otros, no han tenido la posibilidad de volver durante muchos años, por
razones de trabajo. Ahora, ya jubilados, disfrutan de esa fiesta y encuentran
viejos amigos y conocidos, mientras hacen ese hermosísimo camino hacia la
ermita. Así lo he constatado personalmente este año.
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Los romeros caminando hacia la ermita |
El calendario ha
querido que coincidan estas fechas con la celebración del Día de Los Santos,
fecha en la que se vive uno de los rituales de más tradición en Bedmar. En los
días previos al 1 y 2 de noviembre, el cementerio, paradójicamente, se llena de
vida. Y es así, porque las mujeres de cada familia se encargan de limpiar y
adornar profusamente las sepulturas de sus antepasados. Cuando el día de Los
Santos se hace la visita al cementerio, la sensación que recibe el visitante no
es de un lugar lúgubre, ni mucho menos. El color de los cientos de ramos de
flores y la luz de las velas encendidas, da al camposanto un aspecto que invita
al paseo sosegado. Es un sitio de paz, de respeto y de recuerdo a los que
dejaron esta vida, pero también es una ocasión para el reencuentro de aquellos
que emigraron a otras tierras y vuelven a honrar a sus muertos. Somos muchos
los que, aun viviendo a cientos de kilómetros, enterramos a nuestros padres en
su tierra de origen y volvemos en esa fecha. Es otro signo de esos vínculos, a
veces invisibles, que todavía nos ligan al lugar que nos vio nacer.
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Una pareja entrando en el cementerio |
Para mí, han sido
días en los que se han reavivado mis recuerdos más antiguos, cuando siendo aún
una niña, acompañaba a mi madre y le ayudaba a limpiar y adornar la parcela
donde están enterrados su padre y sus abuelos. En esos años, todavía no
alcanzaba a comprender sus lágrimas, mientras hacíamos el trabajo. Ahora,
siempre que puedo, soy yo la encargada de realizar las mismas operaciones, y
siento esa especie de prolongación de la vida a través de las generaciones. Es
un sentimiento de vinculación con mis ancestros, necesario para no perder de
vista quién soy, a pesar del tiempo transcurrido y la distancia. La misma o
semejante experiencia intuyo que tienen todos los emigrantes que, cada año, al
llegar esta fecha, vuelven a encontrarse con su historia familiar.
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Detalles de una tumba engalanada para el Día de los difuntos |
También he
vuelto a las calles de mi infancia. Las he recorrido intentando poner nombre a
las casas que, abandonadas, ya resultan irreconocibles. Aquí vivía “la
Saldiguera”, en el callejón “las Pajarillas”, subiendo a la izquierda,
“Matigüelas”; más arriba “la de Rito”, ésa es la casa de María “la Polilla”,
que luego estuvo habitada por Pepa, aquella muchacha que también se fue a
Azagra. Ésta es la de mi abuela... Y el llano de los juegos, a medio restaurar,
parece resucitar de un largo abandono. Con mi prima Tere vamos recorriendo el
Terrero y luego la Carrera Alta: ahí está la casa donde nací, remodelada no
parece la misma, la tienda de Josefa “la Arguñana”, el llano de “Toscazos” que
ya no es llano y la gran casona de la Obra Pía, en ruinas. Y el pilar, resurgido e iluminado, tras largos años de
desidia…Y el castillo, que tampoco es castillo, sino una triste imagen de lo
que un día fue.
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Casas cercanas al pilar de La Carrera |
Para cerrar el
día, una reunión cuasi familiar, en la que, de nuevo, queda patente ese ser de
aquí y de allí. Mestizaje cultural, degustación de gachas, una tradición de la
noche de Los Santos, que acompañamos con boniatos y con los dulces “panellets”
de Cataluña. Tres familias emigradas en los años 60, y Anna, una joven nacida
en Barcelona, a principio de los años 70, que todavía hoy vuelve en fechas
señaladas a recorrer las calles del pueblo de sus padres y abuelos.
Es inevitable
que en la conversación surja ese sentimiento, tantas veces escondido en nuestro
inconsciente; ese sentirnos divididos, esa identidad fragmentada de tantos y
tantos emigrantes, “exiliados” de su ser originario. Más compleja si cabe, es
la experiencia de la segunda generación, representada en Anna. Nacida en
Barcelona, ha vivido sus veranos, desde niña en Bedmar, jugando en sus calles,
disfrutando de sus paisajes, bebiendo del lenguaje y de los usos y costumbres
de sus abuelos. Un joven bedmareño llamó a su corazón, la enamoró y junto a él
fue otra bedmareña más. De eso ya hace unos años, pero confiesa sentirse muchas
veces desplazada, ajena… aquí y allí.
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Panellets y boñatos |
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Gachas |
El mestizaje la ha enriquecido porque
tiene la capacidad de ponerse en la piel de los que se marcharon, pero también
forma parte de la cultura catalana, donde ha construido parte de su ser más
íntimo, en la escuela, en la universidad, en el trabajo de cada día. Escucha
con interés la experiencia de sus mayores y se muestra abierta a cualquier
cambio, a aceptar los vericuetos que la vida le presente de aquí en adelante.
Está preparada para un futuro incierto, como tantos jóvenes de este principio
de siglo, pero con más agarres emocionales que muchos, porque ha transitado por
el camino del dolor y de la pérdida, cuando aún era demasiado joven.
El reloj marca
la media noche y es hora de despedirse. Sin pretenderlo, he vuelto al inicio de
este trabajo, cuando un grupo de mujeres de Bedmar, emigradas a Cataluña entre
los años sesenta y setenta, reunidas alrededor de una mesa, intentábamos
explicar y explicarnos cómo hemos llegado a ser lo que somos; qué parte queda
en nosotras de esas niñas criadas entre sierras y olivares, en los años grises
de la larguísima posguerra, y qué hemos
integrado de todo lo que supone vivir en una nueva cultura. También allí
evocamos desde las íntimas vivencias, esas que no solemos contar a nadie y que
con el tiempo hemos asumido; se lloraron pérdidas, y sentimos la sana alegría
de compartir un mundo del que somos herederas.
TERESA FUENTES
Bedmar,
noviembre de 2016
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