La semana próxima conoceré a la autora de este, parece, apasionante libro, que ya tengo ganas de tener entre mis manos. Tendréis noticias muy pronto... ¡paciencia...!
"Hay quien invoca a los espíritus. Yo invoco a los cuerpos. No conozco mi alma ni la de los demás, pero conozco mi cuerpo y sus cuerpos.
Eso me basta.
Los invoco y revivo mis historias con ellos, transeúntes en un cuerpo de tránsito. No han sido más que eso. Las cosas estaban claras desde el principio. ¿Entonces?
¿Los utilizo? ¿Son hombres objeto? ¿Por qué no?
¿Amantes? Es una palabra fuerte. No puedo emplearla, ni siquiera en mis pensamientos. El Pensador fue el único que la pronunció una vez y me chocó. ¿Un amante? No tengo amantes. Es preciso que encuentre otra palabra, aunque no me he molestado en buscarla. Un día, mientras le hablaba de una amiga que se encontró con él en una fiesta, el Pensador me preguntó como si nada: «¿Sabe que soy el amante de su amiga?» Su historia era mi secreto y la pregunta no me desconcertó. Lo que me desconcertó fue la palabra: «amante».¿El Pensador, mi amante? Nunca se me había ocurrido. ¿Puedo ser la amante de un hombre del que no deseo sino que me tome entre sus brazos en secreto? ¿Es posible ser la amante de un hombre del que no deseo sino esas horas robadas?
No fui más lejos en mi reflexión, pues el Pensador me dijo, como de costumbre: «Tengo una idea.»
Se acerca a la cama. Me tumbo sobre el vientre con la espalda arqueada, apoyada sobre los antebrazos. Está detrás de mí y no puedo verlo. Desliza sus palmas con insistencia, dibujando mi silueta desde los hombros hasta los muslos, para asentarse sobre mis nalgas. Me estrecha contra sí. Yo me aprieto más contra su cuerpo para sentirlo dentro de mí aún más. Entierro mi cara en la almohada para ahogar mis gemidos de placer, que acompañan nuestros movimientos y murmullos. Sé que «cuanto más obsceno, más placentero es el coito» y, a pesar de eso, intento contener mi gemido.
Me estrecha contra sí todavía más. Es mi postura preferida; también la suya.
En esa posición, nuestros puntos de vista se cruzan desde ángulos distintos, y lo importante es el punto en que se encuentran.
Acallo mis gritos, me olvido de mi amiga, de las ciencias de la contemplación, de la exégesis y de la filosofía teórica ante todo ese entendimiento en la práctica experimental.
¿Amantes? El Pensador sin duda empleó el término con propiedad. El problema, en mi caso, es que procedo de otro planeta lingüístico. El planeta de un lenguaje femenino que debo inventar. Tengo la costumbre de recurrir a los diccionarios, pero no siempre me dejan convencida. Es por su lenguaje y sus conceptos. El sentido de la palabra «amante» me parece demasiado amplio como para aplicarlo a los hombres con los que he tenido relación.
¿Incluso el Pensador? ¿Amantes?
Al principio, está el encuentro. Los ojos brillan al mirar y la respuesta se resuelve en mi interior por una especie de aguda intuición. Desde el primer instante, antes incluso de que el pretendiente presente las credenciales de su afán. Lo importante para mí es mi propio deseo. Mi deseo inusitado.
El «sí» o el «no» llegan por sí solos, con celeridad. La decisión se manifiesta. Traspasa todas las reglas. No escucho otra cosa más que mi propia voz. La voz de mi deseo. Mi deseo inusitado.
Albergo un sentido de la moralidad que no tiene nada que ver con los valores del mundo que me rodea. No recuerdo cuánto hace ya que renegué de ellos. Mi sentido personal de la moralidad sopesa mis actos y me los dicta. Yo misma he establecido mis normas. Lo importante para mí es el significado de mis actos y su efecto sobre mí y sobre mi vida: mi cara tras el amor, el brillo de mis ojos, la recomposición de mis miembros, el ardor de las palabras y las historias que todo eso enciende en mi pecho.
Así que pronto supe lo que quería: una mente despierta en un cuerpo despierto. Lo supe incluso antes de leer, en los libros eróticos árabes que me son tan queridos, ideas que sustentaran mis tesis.
El Viajero dijo que yo no había conocido a más hombre que mi marido.
Dijo que rechazaba a cada hombre que se interesaba por mí porque albergaba un sentido moral muy elevado que me hacía temer a la sociedad y cómo me juzgaría el hombre si aceptaba su proposición.
Dijo que era por los vestigios de mi educación anticuada.
Dijo que eso me paralizaba, me frenaba y me ataba.
Dijo que concebía mi «sí» al sexo como una especie de sumisión.
Dijo que me preocupaba que, una vez que hubiera accedido, se desvaneciera el brillo que el hombre veía en mí.
Dijo que no tenía la confianza suficiente en mi cuerpo y que no me atrevía a desnudarme delante de un hombre.
Dijo que rechazaba ser como mi amiga, que dice sí a cualquiera, y que ella era, en mi opinión, una mujer fácil.
Dije: «Quizá», consciente de estar a años luz de todo aquello.
Dije: «Quizá», por no decirle que el hecho de que le rechazara físicamente no significaba que rechazara de plano a todos los hombres.
Dije: «Quizá», mientras fingía que aceptaba sus interpretaciones. Éstas me aseguraban el éxito de mi juego de cara a la sociedad.
¿Que rechace a un hombre significa que los rechazo a todos? ¿Que diga «no» al deseo de un hombre significa que digo «no» a todos los hombres? Es una interpretación masculina cómoda para todo el mundo, y me incluyo.
Le decía: «Quizá», porque no quería delatarme ante los demás. ¿Qué podría haberles dicho? ¿Que tengo más referencia que yo misma y mi propia voluntad? ¿Ni sus conceptos, ni sus valores, ni su moral? ¿Ni la sociedad ni la religión, ni las tradiciones? ¿Ni el miedo al qué dirán, ni el temor a los castigos, ni al fuego del infierno?
Sé que, al contrario de lo que nos han enseñado, soy polígama por naturaleza. Quizá como la mayoría de las mujeres. Aunque polígama no es la palabra adecuada. Debería decir que practico el poliamor o, más exactamente, la poliandria.
Hace años, vi a Alberto Moravia en una entrevista, hablando sobre la multiplicidad natural de la mujer. Lo que dijo fue como una revelación espiritual. Moravia tradujo en palabras lo que yo sabía en la teoría y lo que vivía en la práctica. Más tarde, leí la misma afirmación escrita por un filósofo francés contemporáneo que teoriza sobre el placer y asigna la idea de la multiplicidad a todos nosotros, ya se trate de hombres o de mujeres. Leí su libro con voracidad feliz, incluso aunque no lo necesitara: mi vida constituía una prueba de sus ideas.
¿Oí lo que dijo Moravia antes o después del Pensador? No lo recuerdo. ¿Leí al filósofo francés antes o después del Pensador? No lo recuerdo.
Lo único que recuerdo es que conocí al Pensador cuando estaba inmersa en la lectura de los clásicos de la literatura erótica. Me divertía trasladar lo que ocurría entre nosotros a los textos antiguos, se los leía, y se me daba bien detallarlos. Él sólo conocía uno: «El retorno del anciano a su juventud.»
Yo lo había leído a escondidas, al comienzo de mi adolescencia. Me lo había prestado una compañera del colegio que no era amiga mía. Era varios años mayor que el resto de las chicas de la clase, usaba pintalabios y se maquillaba los ojos. Las alumnas hacían circular historias misteriosas sobre ella, de las que, a las que éramos más pequeñas, sólo se nos referían algunos fragmentos: acerca de las marcas de golpes en su cuerpo, sobre su familia, que la quería casar a fuerza, sobre que siempre repetía que restregaría su apellido por el suelo en venganza, y sobre los chicos que la esperaban a la salida del colegio sin ningún disimulo.
Ya no recuerdo cómo posé mis ojos sobre el libro que llevaba, ni tampoco cómo me lo prestó, mientras me hacía jurar que no se lo enseñaría a nadie. Recuerdo mi conmoción del principio y mi temor de que alguien me sorprendiera llevándolo conmigo. No había nadie que supervisara mis lecturas o que limitara mi libertad, pero intuía que cometía un acto que debía esconder a los demás. Lo leí con una rapidez que reflejaba mis temores. Sólo recuerdo mi deseo de descubrir y el temor que me producía lo que se desvelaba ante mí. Mis ojos no se despegaban de las páginas y los latidos de mi corazón se aceleraban. Lo disimulé entre mis libros escolares y se lo devolví a su dueña al día siguiente. Ella me miró con curiosidad expectante. Lo puse en sus manos con seriedad inexpresiva y no dije nada. Lo recuperó algo decepcionada ante mi reacción y lo escondió de prisa en su mochila mientras se daba media vuelta.
Era joven, pero mis mundos secretos hacía ya tiempo que habían puesto sus cimientos. Pronto adquirí el don del desdoblamiento y lo practiqué como defensa de mi libertad, para afrontar así la hipocresía del mundo.
Algunos años más tarde indagué, a través de la experiencia práctica, sobre la certeza de lo que escribieron los decanos de los escritores árabes acerca de los «beneficios del acto sexual», como lo llamaban ellos, en relación con el cuerpo, el espíritu y la mente: «Pues el acto apacigua la cólera y contribuye a alegrar el alma de aquellos cuyo temperamento es ardiente. Cura el mal de ojo, los vértigos, el dolor de cabeza y las molestias en las extremidades, que ciegan el corazón y cierran las puertas del raciocinio». También sé el daño que supone no hacerlo. Mohamed ben Zakarya dijo: «Quien deja de practicar el acto sexual durante un tiempo prologado experimenta la lasitud de todos los miembros, la sangre le circula mal y la memoria se debilita. He visto a algunos que lo abandonaron para vivir en la castidad y su cuerpo se enfrió, sus movimientos se entorpecieron, les sobrevino la aflicción sin motivo y reconocí en ellos los males de la melancolía, la falta de deseo y problemas de digestión.»
¿Enfermedades del cuerpo y del espíritu? ¿La locura, la depresión y la melancolía, en un solo lote, por practicar la abstinencia sexual? Que Dios nos proteja y nos guarde de todo eso.
Ibn al-Azrak dijo: «Todo deseo que el hombre satisface le endurece el corazón, excepto el acto sexual». De ahí viene mi empeño por preservar la ternura de mi corazón".
Salwa Al Neimi
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