Tarde hermosa de invierno, tan gris que tengo que encender la luz del salón para seguir escribiendo en el ordenador. Está siendo éste uno de los inviernos más fríos de las últimas décadas, y como siempre, nosotros quejándonos de la lluvia, de la nieve, de las bajas temperaturas... Cuando no llovía también nos quejábamos…, en fin, el caso es no estar nunca contentos. Pero a mí, ya sabes que me encanta este ambiente tan propicio a la melancolía, con la que me siento tan identificada. ¿Te imaginas cómo habrá quedado, con esta meteorología tan rigurosa, el paisaje asturiano? Ahora mismo puedo mirar la acuarela tan bonita que me envió tu hermana, junto con las cartas y demás recuerdos: en primer plano la ladera del monte, donde teníais la huerta y al fondo la inmensa sierra blanca, tal y como debe estar en estos momentos. Sí, querida amiga. He pensado mucho en ese trozo de vida que habías logrado crear: la casita, ya confortablemente amueblada, las macetas, los árboles frutales, las hortalizas… y los gatitos merodeando por entre la maleza y esperando los mimos de Ángeles.
Todo eso existió y no sólo existió, sino que fue vuestro afán; una lucha titánica por llegar a la vejez teniendo un lugar en el mundo, gozando de la paz y la belleza de la naturaleza. Y no pudo ser, querida amiga. Con sólo sesenta años y cuando ya habías conseguido ese pequeño y humilde sueño llegó la enfermedad. En estos días he repasado los e-mails que llegaban en la primavera del año 2007, con noticias cada día diferentes y contradictorias y que anunciaban un final que no tardó en llegar.
Lo que más he sentido, de verdad, es no haber podido acompañarte en esos meses de lenta agonía; no haber podido hacer nada por ayudarte a dejar este mundo ligera de equipaje, sin acritud, sin resentimiento, sin amargura. He sufrido más por ese empecinamiento tuyo en seguir en las mismas luchas de siempre, que por la propia enfermedad, que yo sabía que te llevaba a una muerte segura y pronta. No podía, no quería imaginarte despojada de tu identidad, lejos de tus cosas y tus gatitos, sin poder elegir, obedeciendo órdenes “por tu bien”… y enfadada, muy enfadada con la vida, de la que no te querías apear.
Quizás por eso cerrabas los ojos a la realidad y esperabas volver, y sentarte en el banco de madera de la entrada de la casa, contemplando las montañas, que en primavera estallan de verdor.
Las distancias geográficas son importantes, Ángeles, pero mucho más las otras, esas que nos impidieron poder seguir la larguísima conversación que mantuvimos, a través del correo, durante más de veinte años. La última vez que nos vimos, ¿recuerdas…? Era el mes de Agosto de 2007 y organizaste para “las amigas catalanas”, como tú decías, una sabrosísima cena, preparada por tus otras amigas-cuidadoras. Fue triste ese encuentro, no tanto por el deterioro en el que te encontré, como por la frialdad con la que te comportaste; como si aquello no fuera contigo, o mejor, como si tu enfermedad estuviera de paso. Tuve la sensación de que por primera vez alguien te cuidaba, y tú, como una niña malcriada, te aprovechabas, exigiendo malhumorada una atención fuera de lo normal.
¡No, no creas que te critico! Era lógico. Al fin y al cabo fuiste una niña semi-abandonada, con una madre emocionalmente ausente y un padre que…bueno, de eso mejor no hablar. Tuviste que ponerte enferma para dejarte ir, para abandonarte y dejar de cuidar de los demás; una pena Ángeles… una pena.
Sin embargo, si de algo debes estar orgullosa, (y espero que sea así) es de tus amigas. No se si has sido consciente de que cualquier persona en tu situación: soltera, sin hijos, ni familia cercana, hubiese muerto en la soledad más absoluta. Tú, por fortuna, tuviste a los pies de la cama a esas grandes mujeres a las que he conocido en mis viajes a Asturias y a las que admiro, no tanto por su valor intelectual, como por sus valores éticos. Ahí han estado, siempre, a pesar de que todas ellas son profesionales y tienen obligaciones familiares. ¡Chapeau por todas!
¡Ay Ángeles!, cuanto me ha quedado por hablar contigo y cuanto me hubiese gustado ayudarte, aunque sólo hubiera sido con pequeños gestos cotidianos: el pastelito, el poema, la música, el comentario sobre el último libro… Por cierto, que me ha salido la carta un poco dramática y yo quería hoy compartir contigo mis últimas lecturas.
Prepárate: dos obras maestras: Ana Karenina y Las uvas de la ira. Dos clásicos con los que nunca me había atrevido. ¡Qué placer Ángeles! Seguro que tú las conocías, porque eras una gran lectora, pero ya sabes, las prisas… y éstos son libros para darles un tiempo. Este otoño ha sido ese momento para encontrarme con ellos y hacerlos míos. Ya, ya te contaré, que esta tarde me voy a escuchar una conferencia sobre una ópera: “Elixir de amor”. Voy a verla la semana próxima y me apetece conocer un poco sus entresijos… No te sonrías con sorna, que te conozco, y pensarás que me estoy volviendo burguesa. Que no, que no es eso. Lo que pasa es que en este momento de mi vida, de verdad, de verdad, lo que más me apetece es disfrutar de las cosas bellas, y la música lo es, ¿no te parece…?
En la próxima te cuento…Mi recuerdo siempre…
TERESA
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