¿A quién le puede extrañar que mientras la vida pasa, yo me
limite a respirar, a levantarme al amanecer por pura obligación y a deambular
por las calles del pueblo arrastrando mis pies, como un alma en pena que no
encuentra reposo? Todavía, después de tantos años, me persigue la imagen de los
cuerpos destrozados en los bordes de la carretera. Veo pasar los aviones sobre
nuestras cabezas, mientras tratábamos de alejarnos de aquella espantosa guerra.
¿Cuántos días caminamos exhaustos y aterrorizados? No, de eso no me acuerdo.
Sólo sé que mis pies ya no me dolían, ni sentía mi cuerpo. Tal era el
agotamiento. Mi padre me animaba: ¡Venga, niña que ya queda poco! Y yo lo
escuchaba, pero no confiaba en que aquello tendría un final. Seguro que me iba
a morir de un momento a otro, eso es lo que pensaba, mientras me arrastraba,
harapienta, muerta de hambre y sin aliento por la carretera de la costa. No
había visto nunca el mar, ¿cómo lo iba a ver si vivíamos en Arcos de la
Frontera? Pero ¿qué me importaba a mí el
mar, si aquellos cabrones nos estaban matando sin compasión?
Después de aquellos días, me parecía un milagro estar fuera
del alcance de las bombas. Alcoy era un remanso de paz y allí nos quedamos.
Meses y meses de vivir en una cueva, bajo una gran mole de piedra. No teníamos
otro sitio. Salía cada mañana por las calles de la ciudad a pedir limosna. No
tenía manías, unas monedas o un cacho de pan duro, el caso era llenar el
estómago con algo. A pesar de todo, encontramos personas caritativas, como María, que venía con su jarra de leche y su
cafetera por la mañana, para que comiéramos algo.
¡Ay,
hija! Mi memoria. Ya no recuerdo el tiempo que estuvimos allí hasta que
nos dijeron que ya podíamos volver, que la guerra se había acabado. Subimos en
un tren, un carguero. Más que personas, parecíamos animales. Como esos que se
ven en las películas de nazis, como
cochinos, tirados unos encima de otros. Y teníamos que volver a la vida normal.
¡Ay, ay!, ¿cómo podíamos seguir viviendo
con todo aquello en nuestra memoria? Las pesadillas me perseguían, no me
dejaban dormir la noche completa.
Nos fuimos a vivir a una choza en los campos cerca de San
José del Valle. Mi tía me llevó una cómoda de mi madre y una máquina de coser,
era lo único que teníamos. Mi padre no encontraba trabajo, porque claro,
nosotros éramos de los malos, ¿me entiendes? Se tenía que presentar cada semana
en el cuartel. Dormíamos en el suelo, como podíamos. Y luego, aquellos hombres
que entraban y salían de la choza, como si tal cosa… Son recuerdos borrosos,
como esos sueños que no acabas de ordenar por la mañana, y te persiguen, y te
obsesionan… Y mi padre que hacía la
vista gorda, como si no pasara nada. Y aquel niño que nació con la misma cara
del señorito. Y el muy sinvergüenza se presentó el día del nacimiento porque
quería conocer a la criatura. Conocer sí, pero reconocer, eso no. Y me convertí
en una perdida, una cualquiera sin derecho a nada. Siempre he pensado que mi
padre no me quería. Si me hubiera querido, crees que me hubiera pasado eso? ¿Y
me preguntas que cómo me va la vida? Pues tú verás. Voy tirando del fardo de los
recuerdos. A pesar de que ya tengo ochenta años, hay cosas que te dejan una
huella, que es como esos dibujos que se hacen ahora los jóvenes en el cuerpo, ¡eso,
un tatuaje!, que se me va la cabeza. Hay días que no quisiera despertar y que
me perdone el señor, pero ojalá no hubiera sobrevivido a aquella lluvia de
bombas entre Málaga y Alcoy. Y ahora, ¿quieres que te cuente un romance de esos
que tanto te gustan?
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