A pesar de las risas a destiempo, de la luz
de algún móvil que otro, y de las conversaciones de esa gente que se cree
sentada en el sofá de la sala de estar, a pesar de todo, pude disfrutar de una
película sobre la que no sabía nada, pero que supo mantener mi interés durante
más de una hora y media.
“En la playa de Chesil”, es una adaptación de la obra “Chesil Beach” del escritor
británico Ian Mcewan. Desconozco la novela, pero lo primero que pensé al salir
del cine es que probablemente me va a gustar incluso más que la película.
Quizás algunos puntos de la historia, que no quedan suficientemente explícitos
para poder comprender a sus protagonistas, en el lenguaje literario estén mejor
narrados. No obstante, se trata de una historia bien contada, excepto en el
tramo final.
La película está ambientada en Inglaterra, concretamente en el año 1962. Ese dato es muy importante para poder
acercarse a esta historia de amor con una mirada comprensiva y hasta compasiva.
Los Beatles o los Rolling Stones estaban
a punto de revolucionar la música popular juvenil, la minifalda ya iniciaba su camino hacia una
libertad de las costumbres y de la sexualidad de las mujeres en las grandes
ciudades, las revueltas del Mayo francés no tardarían en llegar. En definitiva,
esta historia está situada a caballo entre una época de represión y tabúes y el
cambio cultural que se produjo durante esa década de los sesenta.
El romance entre Florence, una violinista
sensible, de una clase media conservadora, y Edward, un brillante estudiante de
clase trabajadora, tiene tanto de historia de amor como de drama interno de dos
jóvenes inocentes que no saben cómo quererse. Algo que para muchos y muchas de
los que nacimos al amor en un tiempo de oscurantismo como la época franquista no
resulta tan ajeno.
Una historia de amor intensa. Dos almas
candorosas, dos soledades que con una simple mirada parecen descubrir el uno en
el otro eso que necesitan: alguien diferente, pero en quien pueden confiar, con
quien pueden compartir sus éxitos y anhelos más íntimos. A él le entusiasma
Elvis Presley y la música rock, ella sólo escucha música clásica, pero ahí radicaba
el atractivo, en la diferencia, que se expresaba incluso en la forma de vestir
y de comportarse: ella refinada y extremadamente juiciosa; él más tosco e
impetuoso.
La historia familiar de ambos la vamos
descubriendo a través de los flashbacks que dejan ver sus experiencias vitales,
el mundo doméstico donde habían sido educados. La noche y el día. Pero la película empieza con la luna de miel
de Florence y Edward, muy jóvenes ellos, muy enamorados ellos, muy inocentes
ellos, pero sobre todo llenos de miedo ante una realidad que nunca habían
abordado, ni en la práctica ni en la teoría: la sexualidad.
Seguro que a los espectadores jóvenes, tan
alejados de épocas en las que el primer tabú social era el sexo, les puede
producir un ataque de risa. Tal y como se vive el sexo en la actualidad; la
precocidad con la que los adolescentes despiertan a ese mundo que de tan
trivial ha perdido ese mínimo misterio que lo hacía tan deseable como sublime,
contrasta con esa negación que se produce en esta historia, con el silencio y
el freno que la protagonista del film pone a cualquier intento del muchacho por
acercarse, aunque sea aprovechando la oscuridad del cine; una práctica que en
la época resolvía la falta de momentos para la intimidad, en España y parece
que en Inglaterra.
Hasta tal punto la sexualidad está ausente
de la feliz e idílica relación, que el día de la boda todo salta por los
aires. Desde la butaca asistimos estupefactos
a la inseguridad y torpeza con que Edward se acerca a su esposa la noche de
bodas, y no digamos la tremenda incomodidad y miedo de Florence cuando su
compañero inicia el primer contacto íntimo. Una escena absolutamente
desgarradora y dramática, que acaba con la huida de ella de la habitación.
No comprendo, sin embargo, a las señoras
mayores de sesenta años, vecinas de mi butaca, que parecían divertiste mucho
con la situación. ¿Tal vez les recordaba situaciones similares que quieren
endulzar ahora con un humor fuera de lugar? Sí, debo confesar que me enfadó
mucho la conducta de estas mujeres, porque no correspondía al dramatismo de la
escena, pero sobre todo porque cualquier mujer que haya vivido sus primeros
amores en la España de los años 50 y 60 puede sentirse más o menos identificada
con la protagonista.
Pero… ¡Ay cuanto miedo inexplicado en la
joven y dulce Florence! ¡Cuántos silencios escondidos detrás de ese gran
fracaso. Una noche que podría haber colmado los deseos reprimidos, que debería
de haber convertido el temido misterio del cuerpo suyo y ajeno en ternura,
complicidad, descubrimiento… Y, sin embargo, de nuevo el silencio, la
incapacidad de ambos para dejarse ir… Me lo puedo imaginar. No es difícil para
mí sentirme en un momento Florence y por eso, más que reír sentí empatía y
pensé que un poco más de tiempo, y sobre todo menos miedo a abrirse en canal, a comunicarse confiadamente, podría haber descubierto algo importante: que la sexualidad,
cuando corre paralela al respeto y la ternura, no es ese pozo escuro y
repugnante, (Florence la califica de este modo) lleno de horrores y culpas que seguramente, aunque no de forma
explícita, le fue transmitida en su ambiente social.
Si hablar de sexo no continuara siendo tabú
quizás podríamos descubrir muchas historias como las que nos cuenta esta
película. Desgraciadamente la educación sentimental que recibimos las
generaciones nacidas antes de los años 70 del siglo pasado no posibilitaba que
el encuentro íntimo entre un hombre y una mujer fuera una experiencia libre,
tierna y gozosa para ambos. En cuanto hurgas en ese aspecto de las vidas de las
mujeres mayores, de una forma más o menos velada, aparece la represión, el
miedo y el sentimiento de culpa.
Y salimos del cine con una pregunta que
quizás la novela responda. ¿A caso Florence tuvo en sus primeros años alguna
experiencia traumática que influyó de forma tan enfermiza en el desarrollo de
su sexualidad? Me queda pendiente una lectura que aclare esta duda.
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